Capítulo décimocuarto
UN BANQUETE DE CALAVERAS
I
Nada había dicho Julián a su hermano sobre su propósito de adelantar la fecha de los exámenes y nada le dijo tampoco después que con tanta facilidad concluyó su carrera.
Recibió su título y mandó fabricar un tubo de hoja de lata de buen tamaño.
Hizo disponer un banquete en el Tívoli del Elíseo, que entonces estaba de moda y era, en verdad, el sitio más ameno y donde mejor se servía, de toda la capital.
Julián hizo las cosas en grande y el banquete fue opíparo.
Sus mejores amigos y compañeros de estudio se encontraron allí, y, como es fácil suponer, entre los primeros se contaba Martín Varela, que había hecho honrosa excepción en favor de Julián, pues desde que estaba casado no se le veía la cara más que en el Congreso, a cuyas sesiones concurría con puntualidad religiosa.
Tampoco volvió a poner los pies en la iglesia después de su matrimonio, y comenzó a encontrar ridículo el servicio fúnebre que en su honra se celebraba con tanta seriedad y obstinación tan inquebrantable.
¡El muerto!… ¡Muerto cuando justamente se sentía en toda la plenitud de la vida, cuando por primera vez llevaba sus labios sedientos a la copa de la pasión, y bebía, y bebía a grandes tragos el deleite sin sentir ni la saciedad ni el cansancio!
¡Muerto, cuando sus sentidos se animaban y adquirían esa agudeza sublime que permite sorprender misterios de belleza desconocidos para la generalidad, en el aire, en la luz, en el sonido, en toda la naturaleza, sublimes melodías aisladas que se confunden en una armonía grandiosa!
Martín se embriagaba con su felicidad, y comprendía el amor definiéndolo como el egoísmo a dúo, como Madame de Staël.
II
A las dos de la tarde estaban reunidos todos los invitados de Julián.
Eran unos veinte jóvenes, y apenas contaba veintiocho años el de más edad. La flor de la juventud, bañada por un rayo de nuestro espléndido sol de septiembre.
La comida fue alegre. Se charló de todo y se comió sin gustar los platos.
En esa edad no se conoce aún la ciencia gastronómica.
La Providencia ha dispuesto que nadie se inicie en esos misterios sino pasados los treinta años, y que sólo a los cuarenta se pueda obtener el grado de maestro.
Y la verdad es que desagrada oír a un joven de veinte años hablar de manjares y entrar en disquisiciones gastronómicas, tratando de sentar plaza de Savarin.
Uno de los convidados que estaba más cerca de Julián, le dijo:
—Oye, chico, ¿esta comida es sólo para festejar tu ingreso en el noble gremio de los jurisconsultos?
—Y ¿te parece poco, Leonardo?
—Me parece más que suficiente, pues no discuto jamás la gravedad del motivo que da origen a una comida. Pero me parece que para la presente hay más de una razón.
—En efecto, amigos míos —dijo el anfitrión—, me despido de mi vida de estudiante y me despido de la capital.
—¿Cómo se entiende?
—Me retiro a mis patrios lares.
—¿Te sumerges en el cenagoso lago de la provincia? —preguntó Leonardo.
—Sospecho que no será más que un chapuzón —repuso otro de los comensales.
—¡Sábelo Dios! —suspiró el anfitrión.
—No sé qué diablos vas a buscar a la Malinche —prosiguió Leonardo—, y no valía la pena de quemarse las pestañas (metáfora absurda tratándose de ti, querido Papiniano) para ir a enterrarse después en aquellos salvajes sitios.
—¿Qué dirá la reina Margarita? —preguntó con cínica gravedad un joven apellidado Gutiérrez.
—¿Quién es la reina Margarita? —preguntó a la vez varios jóvenes.
—¡Vaya que sois ignorantes! ¿De dónde salís? ¿En qué aulas habéis cursado historia?
—Déjate de ensartar disparates, Gutiérrez, y acaba de reventar.
—Señores, el peor castigo que podemos dar al preopinante, es no preguntarle más.
—Te felicito, Martín, por ese preopinante —exclamó Julián.
—Te lo regalo —contestó Martín Varela.
—¡Gracias! no sabría donde colocarlo.
—En las narices de tu suegra.
—Vocativo, caret.
—¡Toma! todavía sabes latín, Julián.
—Me ha sido imposible olvidarlo en ocho días. Pero juro que lo olvidaré.
—¡Siempre desaplicado! —dijo Gutiérrez.
—Pero volvamos a la reina Margarita.
—Sí, apoyó Varela; no sea que vaya a morir Gutiérrez de un cuento malogrado.
—¿Qué enfermedad es esa, doctor Varela?
—Lo de la reina Margarita, o que me devuelvan mi dinero —gritó Leonardo.
—Señores —empezó Gutiérrez con su gravedad acostumbrada y que hacía a los demás perder la suya—. Señores, me siento honrado en grado heroico y eminente por las repetidas muestras de aprecio de que soy objeto.
—¡Basta de exordio!
—Y quiero corresponder dignamente a tan indebida estimación, por lo que os diré que la reina Margarita no es ni puede ser sino la complaciente consorte de Enrique IV de Francia y de Navarra.
—¡Vete al diablo!
—Ha dicho bien —gritó uno de los comensales.
—¿Y qué tiene que hacer la ilustre y alegre princesa con Julián? ¿Acaso la hermana de Francisco I…?
—¡Horror!
—¡Fuera el profano!
—Señores…
—¡Bárbaro!
—¡Filisteo!
—¡Que le corten las orejas!
—Señores, calma; no creí haber dicho una cosa tan profunda.
—Barrabás, que haces vivir en la misma época a Enrique IV y a Francisco I.
—Pues peor es lo que ustedes hacen: convertir en contemporáneos a Enrique IV y a Julián Rodríguez.
—Pero, a todas estas —insistió Leonardo—, ¿quién es esa Margarita?
—Ya te lo dijeron, la esposa de Enrique IV.
—¿Y quién es Enrique IV?
—El esposo de la reina Margarita. Toma un curso de historia en la escuela de Alejandro Dumas y sabrás esa y otras cosas del mayor interés.
—Señores —volvió a decir Gutiérrez—, Enrique IV, es el general Güelmes.
—¡Silencio! —exclamó Varela con voz de trueno, que impuso a los alegres jóvenes, quienes empezaban ya a trastornarse con las repetidas libaciones que habían hecho—. ¡Silencio! —repitió—. Es de bellacos hablar así de la honra ajena, en medio de una borrachera.
—En cualquiera parte que sea —añadió un joven.
—¿Es una lección, Martín? —preguntó Gutiérrez con impertinencia.
Martín había vuelto en sí, y, cambiando de tono, contestó:
—No, no es una lección ni mucho menos, y siento haber hablado con tanta vehemencia.
—De modo, ¿que retiras lo de bellaco?
—No, Gutiérrez, no retiro nada, porque soy y seré siempre del mismo modo de pensar.
—Luego ¿insistes en que soy bellaco?
—Creo que has obrado sin reflexionar…
—¡Ah!… bueno. Pues, señores —prosiguió imperturbable Gutiérrez—, la reina Margarita es la esposa del general Güelmes; y les han dado ese apodo, porque ella es lo que se llama una real hembra, llena de caprichos; y él un galán incorregible y versátil, y ambos se toleran mutuamente sus debilidades.
—¡Mientes! —interrumpió Varela, poniéndose en pie.
—Pero, hombre ¿qué furia se ha apoderado de ti? —preguntó Julián.
—La que se apodera de todo hombre honrado al oír que se calumnia cobardemente a un caballero y a una dama, que no pueden defenderse. Es una villanía hablar mal de los ausentes…
—Y, sin embargo —objetó Julián—, ésa es la única oportunidad para decir sinceramente lo que se piensa de ellos.
—Suponiendo que sea calumnia lo que yo cuento —repuso Gutiérrez…
—Calumnia y nada más que calumnia.
—Parece, Martín que te has propuesto reñir conmigo, y aunque por ahí acabaremos, quiero que sea en su tiempo y lugar. Por ahora, y para convencerte, sábete que casi todos los presentes hemos recogido el pañuelo de la sultana, y que Julián es el que lo ha conservado más tiempo.
Varela miró a todos los circunstantes, quienes se quedaron impávidos, y se fijó por último en Julián, quien dijo con hipocresía:
—¡Qué quieres, chico!… Por eso me apresuro a ponerme en salvo: tengo miedo de ser devorado por la insaciable Majestad.
—¡Sois unos malos caballeros!
—Martín —objetó Gutiérrez—, esa injuria colectiva a nada te expone. Yo la recojo y te pediré cuenta de ella.
—Ya tardas, Gutiérrez.
—Perdona; pero si te concedo el derecho de escoger el tiempo para injuriarme, concédeme tú el derecho de fijar el mío para pedir reparación.
—¡Desde ahora hasta toda la vida! —exclamó Varela con ademán digno de un paladín de los de edad media.
—No necesito tanto.
—Señores, el general Güelmes es mi amigo y mi superior. Yo he servido a sus órdenes y me considero con derecho a recoger la injuria que se le hace. En nombre del general y del mío, os reto a todos, uno a uno, o como gustéis.
—¡Aceptado! —exclamaron varios al mismo tiempo.
—Paciencia, señores. Oye, Martín, alabo tu conducta —dijo Gutiérrez—. Pero antes de que lleguemos a las manos, bueno es que sepas a qué atenerte. Nos has retado en nombre de tu general y en el tuyo, y hemos aceptado. ¿Te sostendrá el general?
—Respondo por él.
—Bien, concedo que se batirá con nosotros. Tiene fama de valiente, no lo niego. Pero te suplico que al comunicarle lo que ha ocurrido aquí, lo hagas sin omitir lo más mínimo.
—Lo haré —respondió Martín, saludando a sus compañeros, y retirándose de aquel círculo de malos caballeros.
—¡Pobre Martín! —dijo uno.
—Sí, pobre —repitió Gutiérrez—. Ha nacido tres siglos demasiado tarde.
—O demasiado temprano —repuso Julián.
Y prosiguió la fiesta como si nada de extraordinario hubiese pasado en ella, sirviéndose como postre la reputación de la reina Margarita.