Capítulo trigésimo
LA CATALEPSIA
I
Como se debe haber comprendido ya, Cenobio no había muerto.
Había sufrido un ataque de catalepsia y su muerte había sido aparente.
El desgraciado sintió morir rápidamente su cuerpo y paralizarse todos sus movimientos, conservando la vitalidad del alma en toda su fuerza y vigor.
Persistían la memoria completa, el entendimiento claro y la voluntad firme, pero impotente.
Cenobio quería abrir los párpados que tenía entornados, pero eran vanos los esfuerzos de su voluntad para traducirse en hechos.
Veía y oía perfectamente, dándose cuenta de cuanto se hacía y se hablaba cerca de él.
—¿Qué, será esta la muerte? —se preguntaba el desgraciado ranchero.
Y no le quedó duda de que estaba realmente muerto cuando lo oyó asegurar al doctor de una manera tan firme y resuelta.
—¿Quién podría saberlo mejor que el médico?
II
Mientras estuvo tendido, echó de menos la presencia de su primo.
¿Por qué no se acercaba Julián al cadáver? ¿Por qué había dejado a otros el cuidado de vestirlo?
Eso no lo hubiera él hecho jamás con Julián.
Cuando fue Paula a arrodillarse junto a él y le tomó una mano, sintió una inmensa gratitud hacia la pobre viuda.
—¡Pobrecilla! ¡Tan joven y tan buena! —pensó.
Y luego añadió para consolarse.
—Pero Julián no la abandonará, y seguirán viviendo los tres unidos.
Entonces fue cuando Paula tuvo la ocurrencia de hacer su confesión al cadáver, contándole su infidelidad y su infamia.
Cenobio, que la escuchaba atentamente, sintió horror hacia aquella mujer a quien adoraba un momento antes, y comprendió por qué Julián esquivaba entrar en la sala donde estaba el tendido.
Hizo un supremo esfuerzo de voluntad para retirar la mano que conservaba entre las suyas la adúltera, y fue tal esa voluntad, y tan formidable el esfuerzo, que logró contraer los dedos, apretando la mano de Paula, quien lanzó un grito de terror.
Cuando metieron el cuerpo en el féretro, sintió un consuelo Cenobio. Ya, al menos, iba a dejar de ver a esos dos seres en quienes había reconcentrado su existencia y que le eran tan odiados.
Sin embargo, la oscuridad en que quedó sumergido, y aquella supervivencia de sus sentidos, empezaban a alarmarlo.
La insistencia de Carmen para que no lo enterraran, porque no estaba muerto, sino dormido, aumentó esa alarma.
Recordó entonces varias anécdotas de personas a quienes habían enterrado vivas, principalmente en tiempo del cólera, y cuyos esqueletos habían sido encontrados en actitudes que revelaban una lucha desesperada en medio de una agonía espantosa.
Quiso gritar, pero todo fue inútil.
Quiso tocar con el pie la tapa del féretro, tocar con las manos, llamar la atención de alguna manera, para demostrar que no estaba muerto.
Pero todo en vano.
Y aquel hombre, que al principio cuando oyó afirmar al médico que estaba muerto, se conformó con su suerte, sintió un deseo vehementísimo de vivir a todo trance, por más que estaban destruidos todos sus ideales.
Es verdad que los había sustituido con el odio; y el odio es un resorte mucho más poderoso que el amor.
III
Cenobio tuvo miedo cuando sintió que lo sacaban de su hogar, para llevarlo al cementerio.
Y ese miedo se convirtió en terror cuando sintió que lo ponían en el suelo y oyó alejarse a los últimos acompañantes.
Mas luego, cuando los enterradores entablaron el diálogo consignado ya, sobre la sortija de brillantes, sintió Cenobio renacer sus esperanzas.
Al menos volvería a ver la luz del sol, antes de sumergirse de nuevo en la oscuridad eterna.
Destaparon el féretro y experimentó Cenobio una sensación profunda de bienestar, quedando entonces, por la primera vez, firmemente persuadido de que no estaba muerto.
¿Pero cómo darlo a entender a aquel par de forajidos?
Cenobio quería ofrecerles una fortuna con tal de que lo respetaran, de que no lo enterraran y de que fueran a prevenir al médico.
Luchaba su voluntad contra la impotencia de su cuerpo.
Vio a uno de los compadres tomar el cuchillo para cortarle el dedo, y quiso gritar.
La sangre que brotó, causando espanto a los profanadores, devolvió la vida a Cenobio.
Sin esa sangría providencial, su muerte hubiera sido inevitable.
Merced a ella, cuando el veterano volvió con el cuchillo, para cortarle la cabeza, pudo abrir los ojos, moverse después, e incorporarse al fin, produciendo el pánico en los enterradores, que huyeron despavoridos.
IV
Cenobio se sentó penosamente. Miró hacia todos lados y respiró cada vez con más fuerza, como si quisiera tomar de nuevo posesión de la vida, por medio de los pulmones.
En seguida probó a levantarse. La cabeza le pesaba como si fuera de plomo y sentía las piernas agarrotadas.
La sangre seguía brotando de la herida del dedo, lo que le produjo una sensación dolorosa.
Se quitó la corbata que llevaba al cuello y se vendó con ella la herida.
Pasado largo rato se pudo poner en pie; pero no logró dar un paso.
Volvió a sentarse para recobrar las fuerzas perdidas.
Entonces pasó revista a todo lo que le había acontecido desde el día anterior, en que sufrió la catalepsia.
Y se sintió indignado al recordar la negra ingratitud y perfidia de su primo y de su mujer.
Como por encanto recobraron sus músculos la fuerza y la elasticidad, y cual si lo impulsase un resorte, se puso en pie.
Luego extendió el brazo en ademán de amenaza y pronunció con voz ronca la palabra:
—¡Morirán!
La primera palabra que profería al volver a la vida, era aquella terrible sentencia de muerte.
Miró hacia el suelo, y le llamó la atención el brillo del cuchillo de que el veterano se había servido.
Lo recogió y lo contempló con una sonrisa infernal.
—¡Morirán! —repitió.
Y como si el eco de su voz le proporcionase una embriaguez desconocida y agradable, prosiguió hablando en voz alta:
—La Providencia así lo quiere. La prueba es que todo lo ha dispuesto de manera que yo me enterase de la traición y castigase el crimen.
Luego contemplando el arma y blandiéndola añadió:
—¿Qué más prueba puedo apetecer?
Y se puso en marcha, cuando la noche acababa de cerrar.
Afortunadamente para él, encontró abierta la puerta del cementerio, y salió por ella, andando lenta y pausadamente al principio, haciendo frecuentes paradas para tomar aliento.
Mas a medida que pasaba el tiempo, recobraba sus fuerzas, hasta que se encontró en la plenitud de su vigor.
V
¿Qué iba a ser? ¿Cómo realizar sus proyectos de venganza?
Pensó primero ir a casa del cura y pasar allí la noche.
Pero también pensó, y no sin razón, que le sería imposible ocultar su propósito al sacerdote que con tanta frecuencia lo oía en confesión y que era su mentor en todo y para todo.
Y era seguro que el cura lo disuadiría de su propósito, obligándolo a perdonar, y tendría él que obedecer.
Después pensó acogerse en la casa de algún peón de confianza, y, por último, pensando en los culpables sintió enardecer su ira, y enderezó los pasos hacia la hacienda, caminado con la soltura y rapidez de sus mejores días.
Evitó entrar en la población, dando un largo rodeo, y tomó el camino que conduce a San Pedrito, sin encontrar alma viviente, merced a la tempestad que estaba amenazando o a la oscuridad que reinaba.
Llegó fatigado a la hacienda y se sentó en una piedra, especie de guardacantón, al lado de la puerta principal.
Entonces se volvió a encontrar perplejo. ¿Qué debía hacer? ¿Por dónde entraría?
Recordó que del lado del huerto estaba la cerca destruida, ofreciendo acceso fácil, y se dirigió a aquel lado.
Valiéndose de las manos y pies, trepó por el muro, y se dejó caer a la parte de adentro.
Entonces fue cuando oyó Paula el ruido de pasos que le causó una alarma pasajera.
Cenobio oyó el rumor de las voces; se detuvo, escuchó con atención y percibió distintamente la voz de Julián y la de Paula.
¿Qué hacían en el huerto a esas horas?
Empezó a acercarse cautelosamente, y, para amortiguar sus pasos, se quitó los zapatos.
Así llegó junto a los dos culpables, en los momentos en que se hacían las protestas más fervientes.
No le quedó entonces la menor duda sobre la infamia de aquellos miserables.
Sin embargo, se contuvo aún, y presenció toda aquella escena hasta que llegó su paciencia al colmo; no pudo contenerse por más tiempo y se interpuso entre los miserables, causándoles el efecto de la cabeza de Medusa. Ya se sabe lo que ocurrió en seguida.
VI
Después de consumada su venganza, sintió horror por el crimen que había cometido.
La reacción fue más rápida que la acción.
La bondad que constituía el fondo del carácter de Cenobio, y que había sufrido también una catalepsia, despertó de repente.
Cenobio se acercó a Carmen, que había caído desmayada, y no se atrevió a tocarla con sus manos tintas de sangre de su hermana.
La tempestad que se desencadenó entonces, acabó de amedrentarlo.
Creyó que era una protesta de la naturaleza; la voz de Dios maldiciendo al criminal; el grito de su propia conciencia acusándolo de asesino.
Y se vio perseguido por la justicia, encerrado en una cárcel, juzgado, condenado a muerte y ejecutado ante todo el pueblo, que lo execraba y maldecía.
Tuvo miedo de morir; sintió un desusado apego a la vida, prefiriendo arrastrar la existencia de un Caín a sufrir la muerte de un arrepentido.
Verdad es que aquel hombre, creyente sincero, pensaba que el castigo del bárbaro hecho que acababa de consumar, no lo tendría en vida, sino después de la muerte, y quería retardar lo más posible en lo temporal ese momento terrible en que debía entrar en la eternidad del sufrimiento.
Y huyó.
Huyó de los hombres, y huyó de Dios, queriendo ocultarse hasta de sí mismo.
Volvió a saltar la cerca del huerto y se dirigió al acaso, en medio de la tempestad deshecha, sin cuidarse del agua que caía, ni de los torrentes que descendían de las montañas, tropezando, cayendo, levantándose de nuevo, sin tener conciencia de sus actos.
Y así anduvo, siempre hacia adelante, hasta que cayó extenuado, sin fuerzas y sin sentido.