Capítulo décimosexto
ENRIQUE IV Y LA REINA MARGARITA
(Continúa)
I
Martín fue en busca de dos diputados, amigos suyos, y les confió el encargo de arreglar el duelo con Gutiérrez.
—Yo soy el ofensor, y me pongo por completo a las órdenes de Gutiérrez. Aquello que él proponga, eso acepto, sin subterfugios ni atenuaciones.
—¿Y si propone un duelo excepcional?
—Se admite sin observaciones.
—Pero nuestro deber es oponernos a ello.
—Entonces ya no me sirven ustedes.
—Estamos dispuestos a servirte.
—En ese caso, júrenme por su honor, que cumplirán al pie de la letra con mis instrucciones.
—Lo juramos.
—Pues adelante.
—Pero dinos, chico, ¿es tan profundo el odio que tienes a Gutiérrez?
—No lo odio; me da asco.
—¿Y por eso lo quieres matar?
—Por menos lo hacemos frecuentemente. Una advertencia: deseo que el duelo se verifique mañana, a las once, en la hacienda de la Teja.
—Procuraremos que así sea.
Y se separaron ahijado y padrinos.
II
Martín fue en busca del doctor Martínez.
Encontró al facultativo en el momento que despedía al último enfermo de su consulta, fatigado de tanto trabajo, y con ganas de refugiarse en su hogar.
—¡Hola!, ¡tú también! —dijo el ver entrar a Martín—. Pero supongo que no estás enfermo.
—Al menos así lo creo, divino Esculapio.
—Pues si estás bueno tanto mejor. También supongo que tu mujer…
—Está vendiendo salud. No se trata de nada de eso.
—Entonces vienes a pedirme de almorzar.
—Sabes, querido doctor, que nunca como en casa de un médico, desde que dejé de estudiar medicina.
—En efecto, creo que me lo has dicho.
—La mesa de un médico, tiene algo de disección.
—¡Vas a quitarme el apetito! —dijo el doctor con un gesto cómico.
—Pues vamos al asunto.
—Tú dirás.
—Querido doctor, tengo un duelo entre manos.
—Pues ábrelas pronto, para que se escape.
—Y te necesito.
—¿No será como padrino?
—No, te solicito como cirujano, por si llega a ser necesaria tu ciencia.
—¿Temes ser herido?
—Nadie pude predecir lo que ha de suceder en estos lances. A veces el más diestro sucumbe, víctima de la fatalidad; el más valiente muere a manos de un cobarde.
—¡Bonitos lances! Y tú, hombre a quien conceden juicio y que legalmente lo tiene, puesto que no estás puesto en entredicho; que reconoces lo estúpido del duelo ¿cómo te atreves a batirte?
—Dejemos la moral a un lado, querido doctor. Esas reflexiones son buenas para cuando sobra el tiempo y no hay cosa mejor con qué entretenerlo. Ya conozco cuanto se ha escrito, y se ha dicho sobre la materia, y la inutilidad de la tarea que se impusieran moralistas, legisladores y teólogos. Así es que suprime tu dialéctica, y dime si cuento contigo.
—Huelga la pregunta por impertinente.
—Entiendo que eso quiere decir que sí.
—Y entiendes bien. Ahora, si te parece iremos a almorzar a la fonda.
—Te lo agradezco, pero me espera Luisa. Ayer comí fuera de casa, y ya ves, dos días seguidos, cuando estamos aún en la luna de miel.
—Tienes razón. Pero de todos modos no te suelto hasta que me digas con quién te bates y sobre todo, por qué te bates.
—Cobras tus honorarios adelantados.
—Así es. Empecemos por saber quién es ella.
—No, Martínez, no es lo que te supones.
—¡Verdad!… ¡Estando apenas en la luna de miel! C’est trop tot, como diría tu institutriz.
—Querrás decir la de Luisa.
—Lo mismo da. Vamos al grano.
—La cosa es muy sencilla. Gutiérrez y yo tuvimos una disputa.
—¿Quién es Gutiérrez? Porque, vive Dios, que decir Gutiérrez, Martínez, Hernández y otros nombres por el estilo, sin singularizarlos y especificarlos, es más bien citar un género que un individuo.
—Tienes razón.
—Con que vamos a ver cual de los trescientos cincuenta y dos mil seiscientos veintisiete individuos que llevan en la república el genérico nombre de Gutiérrez es tu infortunado contrario.
—Paco Gutiérrez.
—¿El abogado?
—El mismo.
—No lo creía yo hombre de armas tomar.
—Querido doctor, en nuestro país hasta las mujeres son hombres de armas tomar, cuando llega el caso.
—No entiendo bien; pero lo mismo da. Adelante. Gutiérrez y tú tuvisteis una disputa…
—Sí, ayer, en una comida con que nos obsequió Julián Rodríguez.
—¿Julián dio una comida? ¿Con qué pretexto?
—Para celebrar su toma de posesión del título de licenciado en derecho.
—Al fin, coló capellanía.
—Y parece que salió airoso del paso.
—Sólo tú Martín destripaste en los últimos momentos… Mira, todavía es tiempo; vuelve al estudio y dentro de un año te recibes de médico.
—Gracias, por el consejo, amigo mío. Te aseguro que nunca he sabido tanto de medicina como desde que salí de la escuela, y me considero capaz de sustentar hoy un examen, sin más preparación. Pero la Constitución del 57, que he jurado solemnemente, y por la que he combatido, prohíbe los monopolios, y sería uno el acaparar tantas carreras.
—Veo que conservas tu buen humor.
—No hay razón para que lo pierda.
—Con que, tuvisteis una disputa tú y Gutiérrez…
—Eso es, y concluyó con un reto, y mañana nos batiremos, probablemente.
—Tus reticencias, Martín, me hacen comprender que estoy siendo indiscreto. Perdóname.
—No es eso, Martínez, y voy a ser completamente franco contigo. Dime ¿conoces al general Güelmes?
—Como te conozco a ti.
—¡Brrr! —hizo Martín.
—¿Tienes frío?
—Tu modo de contestar me lo da. Veamos. ¿Qué opinión tienes formada del general?
—Que es un amigo impagable, un esposo adorable y…
—¿Es verdad eso?
—Pero, chico, ¿de dónde sales que ignoras quienes son Enrique IV y la reina Margarita?
—¡Tú también!
—Eso te digo yo, Martín. ¿Acaso tú también aumentas la lista de las víctimas de Aurora?
—No, Martínez. Te juro que apenas la conozco, que nunca le he hablado.
—¿Entonces?…
—Soy amigo del general, he servido a sus órdenes y por eso lo defendí.
—Ah… ya comprendo. Gutiérrez habló de la reina Margarita…
—Y yo lo desmentí.
—¿Y por eso te bates?
—Por eso.
—Pues mira, Martín, no se lo confieses a nadie.
—¿Por qué?
—Porque vas a sentar plaza de guaje, como dice la gente del pueblo.
—Creo cumplir con un deber de amigo.
—Pero de un modo inconveniente. Nuca sostengas lo insostenible. Todos los pistoletazos, las estocadas y los tajos que des en honor de Aurora, no podrán rehabilitarla.
—¡Martínez!
—Vamos, Quijote, conmigo pierdes el tiempo. Yo soy ese burdo sentido común, que se apellida Sancho Panza, y llamo las cosas por su nombre. Donde tú ves gigantes, yo no hallo más que molinos de viento; y donde tú ves a don Pentapolín, a don Gaiferos, y a otros héroes y encantadores, follones y malandrines, yo encuentro carneros y pastores.
—¿Te burlas de mí?
—No lo creas, te llamó a la razón. Bátete con Gutiérrez, rómpele un brazo o una pierna, si puedes; de todos modos defiende tu vida, que es preciosa para la patria y para tus amigos; pero, por Dios, Martín, no confieses la causa de tu duelo.
—Seguiré tu consejo, doctor.
—Y a todas éstas ¿cuándo es el duelo?
—Esta noche recibirás un recado mío, fijándote día y hora. Supongo que será mañana; pero no estoy seguro aún.
Y los dos amigos se despidieron.
III
Martín había despedido su coche al llegar a la casa del doctor Martínez, y se retiraba a pie, por la calle del Factor, que era donde vivía su amigo, cuando por el rumbo opuesto vio un carruaje, que de pronto se detuvo cerca de él, asomándose una dama por la portezuela.
La dama llamó a Varela por su nombre, y al volver la cara el joven, la desconocida se levantó el velo.
Martín reconoció a la esposa del general, y la saludó cortésmente.
Aurora le hizo señas de que se acercara, y Martín se llegó junto a la portezuela.
—Gracias, caballero —dijo Aurora sin más preámbulos, tomándole una mano.
—¡Señora!
—Inútil cuanto usted diga aconsejado por la modestia. Güelmes me lo ha contado todo, y hemos convenido en que Julián es un miserable.
Martín se inclinó en señal de asentimiento.
Ella continuó:
—Vengo de su casa.
—¿De casa de quién? —preguntó Martín con extrañeza.
—De Julián. Hemos tenido una escena borrascosa. Concluí por darle de latigazos con el látigo del cochero. ¡Miserable! ¿Creerá usted que se atrevió a defenderse, a desarmarme y a lanzar el látigo por la ventana, a la calle?
Varela estaba avergonzado, corrido, y deseaba que la tierra se abriese para que se lo tragara.
Quiso despedirse; pero Aurora le volvió a tomar la mano, diciéndole:
—Suba usted al coche, lo dejaré donde me diga.
—Gracias, señora, tengo una cita en esta misma calle.
—Esperaré a usted.
—Temo tardar demasiado.
—Bueno, será otra vez. Ofrézcame usted ir a contarme el resultado del lance.
—Con mucho gusto, señora, si hay lugar para ello.
Y Aurora lanzó al joven una mirada capaz de enloquecer a una estatua de bronce, la que soportó Varela sin pestañear.
Varela se hizo a un lado y partió el coche al trote.
—No sé si es un Apolo o un Antinoo —murmuró Aurora, sacando la cabeza por la portezuela para admirar de nuevo a Martín.
—Tiene razón Martínez —pensó Varela. Estoy haciendo el papel más ridículo del mundo. Pero ya es demasiado tarde para hacer semejantes reflexiones.