Capítulo quinto
EN EL QUE SE VE QUE ÉSTE NO ES MÁS QUE LA CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR
I
La escena que acabamos de describir causó profunda impresión en el ánimo de Martín, quien durante largo tiempo no recobró su alegría. Sin embargo, el haber sido elegido diputado, los peligros que amenazaron a las instituciones con el nuevo incremento que tomó la reacción, y los esfuerzos de sus amigos, contribuyeron poderosamente a hacerle sacudir el marasmo, templaron de nuevo aquella alma de filósofo y de poeta, y Martín se sintió regenerado por completo, creyendo que no volvería a caer en semejantes desfallecimientos.
Guardó siempre un culto santo por su madre, y asistía con una exactitud completamente militar a los servicios fúnebres que se celebraban por su bienaventuranza, más que por otra cosa, por tener oportunidad de ver a su madre, a quien invariablemente ofrecía el agua bendita, cuando entraba ella en el templo, rechazándola también invariablemente la incontrastable anciana, de una manera reverenciosa, como si se tratase de un extraño.
II
Entre las concurrentes a aquellas ceremonias, la más asidua era una joven, prima en segundo grado de Martín, llamada Luisa Dardelle, hija de un rico comerciante francés y de una prima hermana de doña Guadalupe.
Luisa tenía a la sazón veinte años, una belleza atrayente, de aquellas que llaman la atención desde el primer momento, produciendo una sensación extraña que no puede decirse si es de placer o de dolor. De cabellos castaños con un ligero tinte rojizo, ojos muy negros, muy grandes, muy variables de expresión, que pasaban rápidamente de la picaresca a la melancólica, la nariz algo remangada, sin ser desgraciada, los labios un poco gruesos, labios de gula y de lujuria, estatura mediana, busto admirablemente modelado, manos de princesa y el color blanco pálido. Nacida en Chihuahua, se había criado al aire libre, montando a caballo, recorriendo las haciendas de su madre, y haciendo siempre su voluntad, sin preocuparse de la opinión de los demás. Aprendió a leer con el cura de una parroquia, en cuyas cercanías se hallaba la principal hacienda de la familia. Después tuvo una institutriz americana, a quien ganó huída,[1] como vulgarmente se dice; y, por último, una francesa, que se hizo venir de París, expresamente para ella.
La señora Trenard y Luisa simpatizaron desde el primer momento y contrajeron estrecha amistad. La francesa se prestaba a todos los caprichos de su educanda, y Luisa complacía a su profesora en todos sus deseos.
Así es que se veía frecuentemente a una y otra, montadas a caballo, al amanecer, desafiando el frío en invierno, y la lluvia en verano, como su fueran dos vaqueros. Pero en cambio las noches, desde las siete hasta las diez, quedaban consagradas al estudio.
La señora Trenard no sabía una sola palabra de castellano, ni Luisa una palabra de francés. Sin embargo, tales mañanas se dio la chica que a poco se hacía entender de su compañera, y a los seis meses hablaba francés casi correctamente.
La institutriz era mujer de muy basta instrucción, de exquisitas maneras, de talento natural, todo esto unido a un cuerpo grande y que hubiese parecido feo sin los amaños de compostura en que sobresalía la francesa; y una cara de aquellas que, según las circunstancias y el gusto del observador, podía pasar por agradable, o por vulgar.
En materia de religión la señora Trenard era tolerante hasta los límites de la indiferencia. Otro tanto pasaba con Luisa, sin que ésta se diese cuenta de ello.
Los negocios del señor Dardelle lo obligaron a salir de Chihuahua y a establecerse en México, retirado del comercio. Allí acabó de desarrollarse Luisa, que era ya una joven interesante, y que desde luego causó efecto en la sociedad de la capital, que es de lo más novelero y veleidoso que darse pueda en esta materia.
III
Luisa recibía los homenajes de la turba de aduladores con la majestad de una reina que trata a sus vasallos. No coqueteó con ninguno de sus adoradores, entre quines se encontraba el célebre conde de…, Ministro Plenipotenciario, etc., etc., en México, que andaba a caza de dote, según decían malas lenguas, que no por ser malas dejaban de estar bien informadas.
Cuando llegaron a México, Martín estaba en campaña, de modo que los primos no tuvieron ocasión de conocerse personalmente.
La curiosidad de Luisa por tratar a Martín fue cada día más viva. La extravagante e injusta conducta de doña Guadalupe para con su hijo, las hazañas que más o menos abultadas se contaban del joven coronel, los versos y los artículos publicados por éste, antes de su calaverada, influyeron en la imaginación de la prima y de la señora Trenard, quienes acabaron por enamorarse del héroe, cada una a su manera.
La señora Trenard había cobrado un cariño maternal a Luisa. Aquella solterona, aquella hipócrita, de corazón seco, amaba a Luisa, como si viese en la bella chihuahuense un rejuvenecimiento de sí misma, una prolongación de su vida; como si presumiese que estaba llamada a vengarla de las inconsecuencias sociales de que ella, la señora Trenard, había sido víctima.
Martín Varela no podía ser el esposo ni siquiera el amante de la madura solterona, pero sí el de Luisa; y la señora Trenard se enamoró del joven, por cuenta de su educada, y se propuso seducirlo y unirlo legítimamente a aquella si era posible.
Y gozaba mentalmente al considerar al altivo Antinoo estrechando entre sus hercúleos brazos a la adorable criatura, mezcla de Venus y de Diana.
Y la institutriz sentía hervir si vieja sangre, como en su pasada primavera; se tendían sus músculos, se excitaban sus nervios, palpitaban sus flacas carnes, se ponían cárdenas sus mejillas; y después, de pronto, caía desfallecida en un espasmo histérico, entornaba los párpados, echaba la cabeza hacia atrás y lanzaba una carcajada ahogada y convulsa, en la que sobresalían algunas notas metálicas.
Luisa se alarmaba, corría hacia ella y le preguntaba:
—¿Qué te pasa Athenais?
—Nada, hija mía, es que me siento renacer en ti.
Y la tomaba por la cintura, la sentaba en sus rodillas y le cubría el cuello de besos frenéticos, hasta que Luisa se deshacía de sus caricias exclamando:
—¡Déjame, me haces mal!
—¡Sí, pero en cambio tú me haces bien!
Y quedaba la institutriz sumergida en un plácido sopor, en la que veía aparecer a Martín, pero bajo otra forma, muy distinta, y a veces se preguntaba:
—¿Cuándo y dónde he visto yo a este Apolo?
IV
Luisa vio a Martín por primera vez en la iglesia, después en el Teatro Nacional, donde a la sazón cantaba una compañía de ópera italiana, en la que figuraban las hermanas Natali, entonces en todo el esplendor de la juventud; la D’Angri, Stephani, Biacchi y otros artistas.
Una noche cantaba Martha, que era el triunfo de las hermanas Natali. Martín ocupaba una butaca de las primeras filas.
De pronto entró en el salón una especie de gigante, después de comenzado el segundo acto, pisando con formidable energía, y esa indiferencia o desprecio a todas las conveniencias sociales, propia de la gente mal educada.
Aquel exceso de energía pedestre, motivó el siseo del público, que fue exaltándose hasta el punto de gritar:
—¡Fuera! ¡Fuera! —sin que el coloso se diera por aludido.
Llegó nuestro hombre a su asiento, en la misma fila donde estaba el de Martín Varela, y en vez de estarse tranquilo, interpretando a su manera el precepto del poeta francés, creyó haber comprado en la puerta el derecho de aplaudir a su antojo, a cada paso, si ton ni son, en medio de una cadencia, o de un fioritura, hacía chocar sus colosales manos, una con otra, y aplaudía produciendo un ruido semejante al de la mandarria cayendo sobre el yunque.
El público exasperado volvió a gritar:
—¡Fuera! ¡Fuera!
El gigante se volvió con envidiable serenidad, indagando quién gritaba así, o mejor dicho, buscaba alguien a quien hacer responsable singularmente de aquella injuria colectiva, y por casualidad se fijó en Martín, mirándolo con insolente insistencia, repitiendo sus atronadores aplausos.
—¡Fuera! —gritó Martín Varela, incorporándose en su asiento.
—¿Fuera? —Repitió el gigante—. ¡Oh!, ¡ven y prueba a sacarme!
Martín se puso en pie, como impulsado por un resorte, se lanzó sobre el provocador, arrollando a dos o tres individuos que ocupaban los asientos intermedios, le dio una puñada en la frente, que pareció al gigante el choque de una peña lanzada por una catapulta; con la mano izquierda lo asió por la pretina del pantalón, y arrastró al medio desmayado coloso por todo el pasillo del teatro, hasta dejarle en el vestíbulo del edifico, en medio de los aplausos y de los vítores de la concurrencia, interrumpiéndose la representación por más de seis minutos.
—¡Qué hombre! —exclamó la señora Trenard—. ¡Qué corazón y qué músculos! —añadió suspirando.
—Ésos son los hombres que me gustan —dijo Luisa subyugada por el acto que acababa de realizar Martín, que en ese momento volvía sereno e indiferente a ocupar su puesto, solicitando respetuosamente el paso a los vecinos a quienes poco antes atropellara.
Desde entonces Luisa no tuvo pensamiento que el de entrar en relaciones con su primo, para lo cual concertó veinte proyectos violentos y descabellados, que no realizó, gracias a la intervención de la señora Trenard, quien la hizo esperar, dominando su impotencia.
V
Fui la primera fiesta fúnebre de las ordenadas por doña Guadalupe, Luisa se arregló de manera que entró en el templo al mismo tiempo que su tía. Martín ofreció el agua bendita a su madre, como de costumbre, y como de costumbre ésta la rechazó, y cuando el joven retiraba la mano, sintió el contacto de la de Luisa, que tomó en ella el agua, y le dijo:
—¡Gracias, primo! —y lo envolvió en una de esas miradas capaces de deshacer el corazón de un témpano de polo.
Dado caso que los témpanos tuvieran corazón.
Martín quedó deslumbrado, y es fama que durante toda la función, se olvidó de doña Guadalupe y del servicio divino, para fijarse únicamente en su encantadora prima, que sólo dos veces lo miró como al descuido y por acaso.
—Il est à nous! ¡Ya es nuestro! —le dijo al oído la señora Trenard, al salir, sin que chocara a Luisa aquella colectividad.
Martín sabía que el señor Dardelle se hallaba en México con su familia; que tenía una prima que se llamaba Luisa, inmensamente rica y sumamente bella; pero jamás tuvo voluntad de ver a aquella gente, a la que jugaba imbuida en las mismas ideas exageradas de doña Guadalupe, y que le era antipática sin saber por qué.
Más una vez que se fijó en Luisa, cuando la escena de la iglesia que consignada queda, sintió curiosidad a su vez por conocer a aquella joven de quien tanto se ocupaba la sociedad de México, pintándola como una bellísima estatua desprovista de corazón; como un ingenioso autómata que carecía de alma.
VI
Una noche, en un entreacto, estando Martín conversando con el general Zaragoza, se acercó a ellos el señor Dardelle, antiguo amigo del jefe liberal. Zaragoza presentó uno a otro, ambos caballeros.
—Me alegro de conocer a usted personalmente, señor don Martín —dijo el señor Dardelle—, siquiera por lo mucho que he oído hablar de usted.
—Y en sentidos tan diversos, ¿verdad?
—Todos favorables, en concepto mío. Creo que somos parientes de mi madre.
—Y por lo tanto tía de usted.
—Exacto.
—Y Luisa su prima.
—Así lo entiendo.
—Pues, señor don Martín, en la calle de Cadenas número 10 tiene Usted su casa, y espero que se servirá honrarla cuanto antes, seguro de que con ello nos procurará mucho placer.
En esos momentos tocaban la campanilla de prevención y se despidieron ambos caballeros del general Zaragoza, yendo cada uno a ocupar su asiento.
—¿Dónde diablos he oído yo esa voz nasal y chillona? —se preguntaba Martín mientras se dirigía a su butaca.
—¿Dónde he visto yo esa mirada altiva y esa arrogante figura? —se preguntaba el señor Dardelle.