Capítulo décimo

CON LAS QUE REPLICAN DOBLAN

I

El aristocrático templo de La Profesa irradiaba.

Pocas veces se había desplegado tal lujo de ornamentación, ni se había acumulado tantas y tantas flores en los altares, en el piso, en la sacristía y en el atrio.

La concurrencia era numerosa y escogida.

Allí estaba lo más granado del partido reaccionario, que orgulloso asistía a la fiesta como en su propia casa.

Allí estaba también lo más notable del partido liberal, queriendo honrar al joven caudillo, al elocuente tribuno, al defensor de los derechos del pueblo y de todo eso que pretendían ser los que combatían los fueron y la religión.

El general Zaragoza, cuyo nombre en breve debía pasar a la inmortalidad, era uno de los padrinos, designado por Varela, y el señor de * * * era otro, designado por la familia de Luisa. El ministro francés hizo de tripas corazón, a mal dar puso buena cara, y renunció galantemente a «la mano de doña Leonor», presentándose a apadrinar aquella boda, de la que tal vez podría surgir la suya, por carambola, con alguna de las ricas herederas que concurrieran a la fiesta.

Y cuántas cosas se hubieran evitado entonces. Si el conde de * * * hubiese realizado su deseo, quizás nos hubiésemos visto libres de la sangrienta y prolongada guerra que nos declaró tan injustamente Napoleón III y que tan caro debía de costarle.

Porque Sedan no fue más que el epílogo de Puebla.

II

Luisa estaba ataviada con una sencillez adorable que la hacía aparecer más joven de lo que era. Representaba quince o dieciséis años.

Sonriente, sincera, no procuraba ocultar su gozo al unirse con el hombre que libremente había escogido y que conquistara casi a viva fuerza.

Martín, por lo contrario, estaba dominado por una melancolía que llegaba a la tristeza y que en vano procuraba disimular.

Esperaba incesantemente que doña Guadalupe, al ver que las cosas no tenían ya remedio, aplacase su rigor, y llegase a conceder la bendición maternal a los desposados.

Ilusión de poeta que se vio defraudada, como sucede con casi todas las ilusiones. Doña Guadalupe fingió ignorar, o ignoró realmente, la fecha en que debía celebrarse aquella unión maldita por ella de antemano, así como el fruto que de ella resultara.

Martín no supo lo de la maldición de la madre, y es posible que si le hubieran referido la terrible escena, hubiese vacilado y aun recogido la palabra empeñada.

Y a pesar de las luces, de las flores, de los ornamentos riquísimos y de la elegante concurrencia, aquella boda no revestía el carácter de alegría que es natural en tales actos.

—Doctor —dijo Julián Rodríguez al doctor Martínez tomándolo amistosamente por el brazo.

—¿Qué hay, Julián?

—¿No cree usted que en esta boda hay algo de entierro?

—¿Por qué dice usted eso?

—No sé, tengo frío, a pesar de que estamos en la canícula. Vea usted, hay aquí dos bandos, que se miran, se miden, se amenazan con los ojos y parecen dispuestos a venir a las manos.

—Es verdad.

—Vea usted con que afectación llevan algunas señoras adornos verdes, y otras adornos rojos, símbolos de los partidos antagónicos, tomando el templo de Dios de palenque para sus luchas.

—También es verdad.

—Y mire usted como Luisa considera con desenfado a sus amigas, saboreando el triunfo que ha obtenido. Porque ha de saber usted que Martín estaba cotizado muy alto en el mercado matrimonial.

—¿Es posible? ¿Y por qué tan alto precio?

—Toma, a su edad es coronel, diputado, padre del pueblo, es buen mozo y tiene una fortuna respetable.

—No tiene nada. Su madre ha distribuido todos los bienes entre conventos e iglesias.

—Será los de ella, no los de la legítima paterna de Martín.

—Unos y otros.

—Pero eso es nulo Ipso facto et ipso jure.

—É ipso cuando usted quiera; pero es un hecho.

—Que Martín anulará.

—Lo dudo.

—¿Cree usted que se deje despojar tranquilamente, sin protestar siquiera?

—Ya ve usted que hasta ahora no ha chistado.

—Porque sabe que le bastará la menor insinuación para que los tribunales y el gobierno, en caso necesario, obliguen a los detentadores a devolverle lo que ilegalmente poseen.

—Martín respetará siempre la voluntad de su madre.

—Verdad que con lo que aporta al matrimonio Luisa, hay para los dos, y sobra…

—No creo —interrumpió el doctor—, que Martín haya entrado en semejantes cálculos.

—No, el cálculo es mío.

—Se conoce.

—¡Bravo, doctor! Ya me dio usted una estocada en pleno pecho. Pido el desquite.

—¿Cuándo se casa usted con las cinco haciendas?

—¡Horror! Ya esgrime usted sin botón. ¡Instinto de médico!

—No está mal contestado; pero se olvida usted que está prohibido responder sin parar. Es de pésima escuela.

—Es la de los temerarios.

—Pero no la de los prudentes.

—Mire usted doctor: la vela de Martín chorrea antes que la de Luisa.

—¿Y qué?

—Se dice que morirá primero aquel de los contrayentes a quien tal suceda.

—¡Vulgaridades!

—Ya sabe usted doctor, aquello de

Si el tecolote canta

el indio muere.

Esto no será cierto,

pero sucede.

—Hay otro cantar que dice:

Que no hay más señas de agua

que cuando llueve.

—¡Qué hermosa está Luisa! Verdadero bocado de cardenal.

—Diga usted, Julián, se asegura que es usted uno de los desahuciados.

—¿Por quién? ¿Por qué?

—Por Luisa.

—Entendámonos. Yo estuve enamorado de la chica, como todo el mundo, como usted por ejemplo.

—¡Hombre, yo soy casado! Además, recuerde usted que estamos en el templo.

—Figúrese usted que nos confesamos, y en la confesión no se habla sino de pecados.

—Adelante, con tal que no sea yo el penitente.

—Pues bien: me acuso, padre, de haber estado enamorado de Luisa, como no creía que pudiese enamorarme de nadie.

—¡Oh Narciso!

—Ella me miró con buenos ojos, concediéndome el primer lugar en la segunda fila.

—¿Quiénes estaban en la primera?

—Nadie, es decir un ideal, algo vago, inmaterial que de pronto encarnó en el magnífico Martín Varela. En cuanto vi que éste entraba en escena, tomé mi resolución.

—¿Qué piensa usted del enlace?

—Siempre esos matrimonios consanguíneos…

—Amigo don Julián, no hable usted de lo que no entiende.

—Ésas son afirmaciones de la ciencia.

—Vaya usted a paseo con su ciencia fósil, antediluviana.

—¡Hombre!

—Esos matrimonios fisiológicos no son lo que usted cree. Cuando las familias vienen enlazándose entre sí estableciendo uniones entre un círculo reducido, como sucede en la nobleza, generalmente, se van transmitiendo, por herencia, los defectos orgánicos y psíquicos, si se me permite la expresión, desarrollándose más y más tales gérmenes, de generación en generación. Cuando dentro de un círculo, al cabo de muchos años de semejantes matrimonios, se casan dos primos hermanos, o un tío con una sobrina, se encuentran dos naturalezas afectadas de los mismos defectos, con iguales tendencias hacia la degeneración, el terreno es propicio, el medio ambiente también, y entonces también la prole nace estigmatizada. Es una selección a la inversa.

—Pero en este caso, en que Luisa es hija de un francés y de una mexicana, y Martín hijo de un español y de una mexicana, ¿qué identidad quiere usted que exista entre ambos? Ya ve usted cuánto difieren física y moralmente.

III

En esos momentos el sacerdote daba la bendición y concluía la ceremonia en medio de la confusión y del ruido de las felicitaciones, de las gentes que salían y de los acordes del órgano que dejaba oír la Marcha Nupcial de Mendelssohn, y de las campanas echadas a vuelo.

Julián se separó del doctor y fue uno de los primeros en felicitar a los recién casados, espetándoles un pequeño madrigal en prosa, que fue tiro al aire, porque nadie estaba allí para madrigales.

Después salieron los novios, y los padrinos y los convidados.

El sacristán apagó las velas, los monacillos quitaron los adornos, se cubrió el templo de negro, se puso en el centro un catafalco; las campanas cesaron de repicar y tocaron a muerto.

Y entró en el templo una señora enlutada; y sola, sin que hubiese ningún fiel que la acompañara, oyó la misa que se decía por el descanso de su hijo Martín Varela, fusilado en Tacubaya el 11 de abril de 1859.