Capítulo segundo

LA TORMENTA EN EL VALLE

I

Si grandes fueron los estragos causados por el destructor meteoro en la montaña, más espantosos fueron los que hizo en el valle, convertido en océano.

Cuando comenzó la tormenta, acababa de desembocar en el llano una diligencia, que conducía a una familia que desde Chihuahua iba, por Zacatecas, para la capital de la República.

La familia se componía de un caballero francés, de su esposa, mexicana, una hija, preciosa joven de veinte años, y una institutriz francesa.

Además, llevaban cinco criados, armados, a caballo, y una escolta compuesta de treinta lanceros mandados por un capitán. Aquella fuerza era reaccionaria.

La tormenta sorprendió al grupo de viajeros a una distancia bastante larga de León, y por más que cochero y mayoral estimularon con el látigo a las mulas, éstas, amedrentadas, se resistieron, cejaron, se enredaron con las guarniciones, y pronto llegó a tal grado la confusión, que fue imposible dar un paso para atrás ni para adelante.

La escolta espoleó sus caballos y, acompañada de los mozos, que temblaban como azogados, ante el peligro, ganó una eminencia, distante un tiro de fusil, y allí se guareció bajo unos árboles, dejando a la familia entregada a su propia suerte, dentro de la diligencia.

Por fortuna, el lugar en que quedó el pesado vehículo, era una especie de loma, merced a lo cual no fue arrastrado desde el primer momento por las aguas desbordadas.

Mas después que pasó la tormenta, aunque las aguas perdieron mucho de su impetuosidad, el peligro creció de pronto, porque el lago en que quedó convertida la campiña, fue aumentando lentamente su volumen, llegando a cubrir los ejes de las ruedas traseras de la diligencia.

II

La señora mexicana, esposa del caballero francés, tenía un rosario en la mano, rezaba con fervor, como si habiendo condenado ya sin remisión el cuerpo, pensara sólo en el alma.

El caballero renegaba contra la cobardía de sus criados, y la perfidia de la escolta, y contra los elementos.

—El peligro aumenta —murmuró la institutriz al oído de la joven.

—Sí, ya lo veo —contestó ésta.

—¿No quieres que recemos, como lo hace tu madre?

—¿Para qué, Athenais? Si Dios no escucha a mi madre, que es una santa, menos me escuchará a mí, que no lo soy. Y si la escucha, entonces nos salvará a todos juntos.

El padre de la joven, a pesar de no ser un creyente, ni mucho menos, oyó con desagrado aquel alarde de indiferencia en boca de la niña.

—Mal momento has escogido, Luisa, para semejantes chanzas, que mucho tiene de blasfemia.

—Vamos, padre, déjate de regaños y procura que salgamos del atolladero.

—Eso es más fácil de decir que de hacer.

—Ya está dicho; veamos ahora cómo se hace.

La señora seguía rezando su rosario, ajena a cuanto se blasfemaba a su rededor, pues no sabía una palabra de francés, idioma en que se sostenía la conversación.

Y el agua seguía subiendo, lentamente, pero de un modo incesante.

—Mi amo —dijo el cochero.

—¿Qué hay? —interrogó el francés.

—Que si sigue subiendo el agua de esta manera, dentro de un cuarto de hora se ahogarán las mulas.

—Poco me importa, no son mías.

—Y dentro de media hora nos ahogaremos nosotros, lo que sí creo que le importará a su merced.

—¡Demonio! Exclamó en castellano el francés.

—¡Ave María Purísima! —exclamó la señora, santiguándose sin gazmoñería.

El sotacochero tuvo un conciliábulo en voz baja con su compañero, y, después de breve rato, se echó al agua por un lado, mientras el cochero lo hacía por el otro.

Sacaron ambos sus cuchillos, cortaron las correas de las mulas de la guía, como se llaman a las que van por delante, y agarrándose al cuello de esos animales, los acosaron con gritos, y los hirieron con sus cuchillos, obligándolos a atravesar a nado la distancia que mediaba entre la diligencia y la loma en que se había refugiado la escolta.

—¡Canallas! —les gritó el francés, enseñándoles el puño.

—Ya volveremos, mi amo —gritó el cochero.

—¡Que el diablo se los lleve!

—¡Amen! —dijo la señora inocentemente, al concluir un padre nuestro, sin fijarse en la maldición de su marido, lo que hizo sonreír a Luisa, quien no se hacía aún cargo de la gravedad de la situación.

III

Pero de pronto lanzó la joven un grito.

—¿Qué pasa? —preguntó el padre alarmado.

—Siento los pies mojados.

—¡Caramba, ya entra el agua!

—¡Nos vamos a ahogar! —exclamó Athenais llena de espanto.

—Así parece —contestó el caballero—. Esos canallas nos han abandonado por completo.

—No quiero morir ahogada —dijo Luisa empezando a perder la serenidad.

—¿Y quién ha de querer morir de esa manera, muchacha? Pero la cuestión está en saber cómo nos salvamos.

—¡Imposible! El agua sube y sube… Ya la siento llegar al tobillo.

Y Luisa se arrojó espantada en brazos de su madre, que acababa de rezar las letanías.

—¡Madre mía, tengo miedo!

La señora miró con serenidad a Luisa, y la estrechó contra su pecho.

—¿Miedo de qué, hijita?

—De la muerte.

—Esa llega cuando Dios quiere.

—Madre, no hables más de Dios.

—Pues si no hablamos de Él en este momento, ¿de qué quieres que hablemos? Haz como yo tu acto de contrición, y acata humilde los designios del Todo Poderoso.

—¡No quiero morir! ¡Déjenme arrojar por la ventana!

Y la joven empezó a dar muestras de un terror pánico, que contagió en breve a la francesa.

—¡Que la voluntad de Dios sea hecha! —murmuró la señora, y cerró los ojos, para que las escenas de horror que presentía no la hicieran apartar del Señor sus pensamientos.

El agua seguía subiendo lenta e implacable.

Pronto llegó hasta las rodillas de los viajeros, y entonces el pesado vehículo fue suspendido por el líquido elemento, flotó, y lo arrastró la corriente con mucha lentitud.

Luisa quiso abrir una de las portezuelas; pero la presión del agua se lo impidió. Se arrojó del lado contrario, hizo un esfuerzo desesperado, pero igualmente inútil.

Y rápida como el pensamiento, antes de que su padre pudiese detenerla, se arrojó por la ventanilla, siendo arrastrada por la corriente.

IV

Un grito de horror lanzado al mismo tiempo por el padre y por la institutriz, hizo que la señora abriese los ojos; y al notar la ausencia de su hija, preguntó azorada:

—¿Dónde está Luisa?

—¡Socorro! —gritó Luisa, don voz sofocada y llena de angustia, a más de diez metros de la diligencia del coche; mas sus esfuerzos fueron vanos. Quiso pasar por la ventanilla; pero también fue inútil su intento, a causa de su corpulencia.

La confusión que reinaba en la diligencia era indescriptible.

El padre gritaba, ofreciendo una fortuna a quien salvara a su hija; la institutriz lanzaba exclamaciones y gritos de desesperación, mientras la madre hacía promesas exageradas a todos los santos del cielo, por la salvación de su hija.

Y Luisa, cada vez más lejos, pedía socorro, cuando lograba sacar la cabeza del agua.

La diligencia flotaba pesadamente, arrastrada por el agua y por las mulas, que hacían esfuerzos desesperados, guiadas por el instinto, para ganar la parte alta, donde estaba refugiada la escolta.

V

Martín Varela con su gente llegó hasta la orilla del camino, donde tenía lugar la catástrofe.

—Mi jefe —le dijo el sargento Medina, tocándole irrespetuosamente el brazo.

—¿Qué hay? —preguntó el joven, sin ofenderse por aquella familiaridad, pero alarmándose, como si comprendiera que grave motivo obligaba a cometerla a hombre tan subordinado como lo era San Cristóbal.

—Fuerzas reaccionarias —respondió Medina, señalando a los jinetes que formaban la escolta del francés.

—¿Son reaccionarios?

—Sí, mi jefe.

—¿En qué lo conoce usted?

—Tienen uniforme y andan menos rotos que nosotros.

—Tiene usted razón —dijo Varela, deteniéndose.

Los soldados se agruparon en rededor del jefe.

—Son treinta lanceros, el oficial y cinco hombres más —dijo Medina—. Tal vez sean prisioneros que llevan.

—Con permiso de usted, mi jefe, creo que no son prisioneros.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque también están armados.

—Preciso es averiguar quienes son.

—Ya nos han visto, mi jefe; pero ni ellos pueden venir para acá, ni nosotros podemos ir a buscarlos.

—Cierto es.

—Están prisioneros, hasta que baje la inundación.

—¿Qué es aquello que está más lejos, allá, abajo de la isleta en que se encuentra la escolta? —preguntó Varela.

—Con permiso de usted, es una diligencia que parece atascada.

—Acerquemos a ella, costeando por la parte alta.

Y olvidándose Varela del enemigo que tenía al frente, en doble número, a tiro de fusil, llevado por su carácter aventurero y generoso, se dirigió con sus hombres, del lado de la diligencia, corriendo mil peligros.

Cuando estaba a medio tiro de fusil, vio a Luisa que se asomaba a la portezuela, intentando abrirla, y le gritó que esperara, que iba en su auxilio.

Pero su voz no llegó hasta la joven, apagada por el estruendo del agua y por la confusión que reinaba en el coche.

VI

Cuando vio Varela que Luisa se arrojaba al agua, no vaciló, metió las espuelas al caballo, que se lanzó impetuoso al lago, en dirección a la joven.

Luisa, exhausta, arrebatada por un remolino, levantó por última vez la cabeza, quiso gritar y el agua la cubrió por completo.

Varela se arrojó del caballo y nadó vigorosamente hacia el punto en que habían desaparecido la joven, y tras breves instantes la alcanzó, se sumergió, la asió por la ropa y volvió a surgir.

Pero como estaba vestido de charro, su grueso traje embebido de agua, se hizo tan pesado, que entorpeció sus movimientos.

Dos veces se escapó el cuerpo de Luisa de entre sus manos y otras tantas lo recuperó, haciendo esfuerzos prodigiosos para mantenerse a flote.

La situación se volvió desesperada cuando Luisa, en medio de las ansias de la muerte, echó los brazos al cuello de su salvador, estrechándolo convulsa, sofocándolo, condenándolo a una muerte inevitable.

Afortunadamente, allí estaba el fiel y juicioso San Cristóbal, el de la colosal estatura y de las fuerzas hercúleas, que no había abandonado a su jefe, siguiendo con interés las peripecias de la escena.

Medina comprendió que su jefe estaba perdido.

Desató la reata que llevaba a los tientos de la silla, y con serenidad indescriptible, hizo ondear el lazo en el aire, esperando que volviesen a surgir Varela y la joven.

Cuando Varela, en un esfuerzo supremo, surgió del agua, sacando hasta el pecho, Medina, rápido como el rayo, arrojó su certero lazo, y lo templó ligeramente, en el momento que cayó, estrechando el cuerpo de su jefe y el de la joven.

Varela sintió agarrotados sus miembros sin conocer la causa, y se sumergió de nuevo.

Unos cuantos segundos después, se encontraba en tierra firme, sano y salvo, con la joven desmayada.

VII

—¿Y la diligencia? —preguntó Varela, olvidando ya el peligro pasado, para ocuparse de aquellos a quienes creía comprometidos.

—Ya está en salvo —contestó el sargento—. Los muchachos trabajaron bien.

Entonces Varela comprendió que debía la vida a su sargento, y le dijo, tendiéndole la mano:

—¡Gracias, Medina!

—Usted mande, mi teniente coronel —contestó San Cristóbal con naturalidad, y como si la cosa no valiese la pena de hablar más de ella.

En esos momentos llegaron desolados los padres de Luisa.

—¿Vive, vive? —preguntó ansioso el francés.

—Sí, caballero —contestó Varela, saludando a las señoras cortésmente—. No sufre más que un desmayo que pronto pasará.

Los padres atendían a la joven; trajeron el caballo de Varela, se reorganizó el pelotón, montó el jefe en su corcel, volvió a saludar a los paisanos, y el francés lo detuvo, diciéndole:

—¡Señor oficial!

—Servidor de usted —contestó Varela.

—Aquí tengo un cinturón con cien onzas de oro. Sírvase usted aceptarlas.

—Gracias —contestó Varela secamente—. No las necesito.

El francés comprendió que había herido la susceptibilidad del joven militar, y le dijo, queriendo componerla:

—Es para que se sirva usted repartirlas entre los soldados.

—Muchachos —preguntó Varela— ¿hay alguno de ustedes que las quiera?

—¡No, mi jefe! —contestaron todos a una voz.

—Pues flanco derecho, por la derecha, al paso, marchen.

Y desfiló con su gente dejando al francés asombrado de tanta arrogancia y de tanta hidalguía.

—En esta raza hasta los mendigos son caballerescos —murmuró.

El aspecto de los jinetes que acompañaban a Varela, justificaba el epíteto de mendigos.

—¡Qué hombre tan magnífico! —exclamó la institutriz, devorando con los ojos a Varela.

Al pasar frente al piquete de dragones reaccionarios, que seguía preso en la isleta, fue saludado Varela con estruendosos vivas lanzados por sus enemigos, maravillados de tanto valor.

Varela sacó la espada, saludó a sus contrarios militarmente, y se dirigió hacia la montaña, para seguir por caminos extraviados a donde lo llevaban las órdenes de su superior.