Capítulo primero
LA TORMENTA EN LA MONTAÑA
I
Empezaba el mes de septiembre del año de 1860, célebre en los anales de la República Mexicana, porque en dicho año se dio punto, si no de hecho, al menos de derecho, a la ominosa guerra civil llamada de los Tres Años, la más sangrienta de cuantas se registran en el extenso catálogo de nuestras ya pasadas discordias intestinas.
Empezaba el mes de septiembre, apacible y delicioso, como lo es generalmente en nuestro país.
Un joven y apuesto jinete, que ostentaba las insignias de teniente coronel de caballería, y a quien escoltaban quince dragones, cabalgaba distraído, siguiendo caminos extraviados, entre Lagos y León. Seducido por el paisaje, que a cada paso variaba de aspecto, como si fuese gigantesco caleidoscopio encantando, movido por la mano de un titán, había soltado las riendas sobre el cuello del corcel.
No era muy prudente la conducta del joven militar, ni muy arreglada a la ordenanza; pues toda aquella comarca se encontraba infestada de fuerzas irregulares que pertenecían a uno u otro de los bandos contendientes y de bandidos armados; en cuadrillas numerosas, quienes, según las circunstancias, eran puros o mochos, y que siempre campeaban por sus respetos, sin reconocer más jefe que el capitán de la cuadrilla.
II
Pero Martín Varela, que así se llamaba el apuesto joven, era más poeta que militar, fenómeno que encontraremos con frecuencia entre los jefes del partido liberal, quienes, en su mayoría, no eran hombres de armas, y sólo por las circunstancias y en virtud de su fanatismo por los principios políticos que habían proclamado, se atrevieron a aceptar la lucha iniciada por los militares de profesión, quienes casi en su totalidad estaban afiliados en las filas reaccionarias.
El joven Tirteo, como hemos dicho ya, había abandonado las riendas sobre el cuello de su caballo, animal dócil, de paso firme y seguro, que reservaba sus bríos para cuando era requerido por la hábil mano de su jinete.
Los dragones imitaron al jefe y seguían descuidados la senda, guardando un silencio profundo, interrumpido por el pisar de las cabalgaduras y el choque de las armas contra los estribos.
Sólo el dragón Medina, una especie de San Cristóbal, como lo llamaban en el regimiento por su estatura colosal, levantaba de vez en cuando la cabeza, como el marino en alta mar que interroga el infinito y el abismo, para arrancarle una promesa o para sorprender una amenaza.
III
Y nada parecía más fuera de lugar que aquella precaución del sargento, porque el sol irradiaba espléndido en un cielo de azul purísimo, como es el de México; la calma era absoluta; ni una ráfaga de viento, ni una nube, ni un rumor sospechoso.
La tierra cubierta de verdura, salpicada de flores. Las abejas zumbando en coro con esos millares de insectos más o menos vistosos y siempre molestos que pueblan nuestros bosques y campiñas. Algunas mariposas de anchas alas con vuelo tardío y de vez en cuando algún pájaro que atravesaba con rasante vuelo.
En verdad, era todo un idilio, o mejor dicho, todos los idilios de la naturaleza en su momento más apasionado y de mayor inspiración; y nada más justificado que aquella muda y profunda contemplación del poeta.
¿Y quién no lo es ante los grandes espectáculos de la naturaleza?
El hombre de ciencia y el hombre de sentimiento; el sabio y el ignorante, todos nos sentimos conmovidos y nos volvemos poetas en esas horas misteriosas de grandiosidad, de estentóreos ruidos o de apacible calma, en que encontramos más Dios en la Naturaleza.
IV
De pronto el sol tomó un tinte mortecino, como si se eclipsase, como si ligeros vapores desprendidos de la tierra interceptasen sus rayos luminosos.
—¡Ya, ya, eso es! —exclamó el sargento Medina.
—¿Qué pasa, sargento? —preguntó el jefe, deteniendo la cabalgadura y recordando de pronto la responsabilidad que pesaba sobre él.
El pelotón se detuvo.
—¿Qué pasa, sargento? —repitió el jefe.
—Nada, mi teniente coronel.
—Algo ha de ser cuando se ha decidido usted a hablar.
—Pues, mi teniente coronel, la verdad es que tengo miedo.
Martín Várela se sonrió como quien oye un chiste estupendo por lo inverosímil.
—Que tengo miedo, mi jefe.
—¿Está cerca el enemigo? —preguntó Varela poniéndose serio.
—Sí, mi jefe, pero ese enemigo no es el que usted supone.
—Vamos, hable usted sin reticencias.
—Mi jefe, yo soy hombre de campo, y oigo donde los demás están sordos y veo donde los demás están ciegos.
—¿Y qué es lo que usted oye y ve?
—Oigo una tempestad muy gorda y veo que dentro de poco va a pasar algo muy sonado.
—¡Bah! Tenemos una mañana magnífica.
Los hombres que formaban el piquete se miraron unos a otros, pues tenían al San Cristóbal por hombre muy práctico en aquellas materias, concediéndole sus puntos de brujería.
—Demasiado magnífica, mi jefe, y antes de media hora verá usted cambiar todo esto, como una decoración de La Pata de Cabra.
La Pata de Cabra y Los Polvos de la Madre Celestina formaban todo el bagaje literario del sargento.
—¡Adelante! —dijo Martín Varela, alzando los hombros como si nada le importasen los augurios de Medina.
Sin embargo, no tardó en notar que la atmósfera era cada vez más densa y pesada, hasta convertirse en sofocante.
El aire parecía el aliento de un volcán en erupción y abrazaba los pulmones.
Los caballos estaban jadeantes, empapados en sudor, se detenían, levantaban la cabeza y husmeaban el aire como indagando de donde venía el peligro.
—Si las bestias hablasen —refunfuñó el sargento—, cuántas cosas enseñarían a los hombres.
—¡Al trote! —ordenó el jefe con voz breve.
Se empezó a oír en lontananza vago rumor, como de fiera amenaza de los cielos, a la que contestó la tierra con hondo quejido de miedo o de dolor.
Negras nubes, aisladas primero, en recio escuadrón después, corrían impulsadas por el viento del norte, que soplaba en la parte superior de la atmósfera.
Abajo reinaba aún la calma precursora de las grandes tempestades.
Los árboles crujieron angustiados por la tortura de la electricidad, que impregnaba el ambiente, y hasta las piedras parecía que se quejaba.
Después quedó el horizonte cerrado.
Se oyó un ruido ronco, como si jadeante la tierra, antes de comenzar la lucha a que la obligaban, respirase con fatiga, para tomar aliento.
Después se rasgó el tupido cortinaje de las nubes y serpenteó el rayo.
Parecía una espada de fuego abriendo el vientre de tinieblas de un monstruo apocalíptico, por cuya espantosa herida se desbordó una catarata.
Retumbó el trueno, repercutido hasta lo infinito por los ecos de la montaña; volvió a brillar el relámpago, el rayo hirió un árbol corpulento, a pocos pasos del grupo de los jinetes, y los caballos se encabritaron y piafaron después con terror.
V
—Es una manga de agua —dijo el sargento Medina.
—¡Una tromba! Es la primera que veo —exclamó Vareta gozando con aquel sublime espectáculo.
—Jefe, con permiso de usted, aquí cerca hay una especie de cueva —dijo Medina—, y bueno sería que nos abrigásemos en ella, porque esto va ser duro.
—A la cueva, pues, muchachos.
Y espolearon las cabalgaduras, las que se mostraban reacias y acobardadas.
Y la naturaleza, ebria de furor, ávida de destrucción, enardecida, delirante, ciega, se entregó a una obra de exterminio salvaje, sin encontrar valla ni dique, más soberbia mientras más destructora; más implacable mientras más victoriosa.
El cuadro era aterrador.
Figuraos un titán que con las manos desgarra las nubes, y con los pies huella y remueve la tierra; figuraos el infierno arrojando sobre un solo y mismo punto del planeta, todas sus llamas, todas sus imprecaciones, todos sus lamentos, todos sus horrores; figuraos el cataclismo precursor del desequilibrio del globo, el caos, los mayores contrastes, las tintas más sombrías rasgadas por los toques de la luz más deslumbrantes; los estruendos más espantosos, y comprenderéis lo que era aquella batalla en la que la tierra, el fuego, el agua, y el aire reñían, sin punto de sosiego.
Un arroyo, vena de agua apenas apreciable, empezó a engrosar, hasta convertirse en formidable arteria, la que, a fuerza de tanto hincharse, reventó inundando el valle.
Arroyo primero, fue luego un torrente, y por fin un océano, que en sus revueltas aguas llevaba tierra, hierbas, arbustos y animales, y que más tarde arrancó de cuajo árboles seculares, y, por último, arrebató, no solamente las chozas de míseros campesinos, sino también las casas que se levantaban más firmes en sus cimientos, como queriendo atajar el nuevo cauce que ahondaba la prepotente planta del titán.
Después cesó la lluvia poco a poco; el viento, cuyas ráfagas fueron cada vez con mayor intermitencia, y menos violencia, se calmó, enmudecido el trueno y volvió a lucir el sol, curioso por ver el campo de devastación.
A lo lejos se perdía la tempestad como una carcajada de Satanás victorioso, sumergiéndose de nuevo en su tenebroso antro.
Más cerca, se escuchaban los mil estruendos del agua tumultuosa, embravecida, desbordada, triunfante.
Parecía percibirse la plegaria de los vencidos, de los infelices que ya no esperaban nada de los hombres y confiaban sólo en la misericordia de Dios.
Y sobre todo eso el tañido de la campana de algún pueblecillo cercano; esa voz plañidera de la religión, que haciéndose intérprete y abogada de la humanidad, imploraba gracia de la Providencia.
VI
Martín Varela y su escolta tuvieron la fortuna de llegar a la gruta indicada por el sargento Medina, antes que se desencadenara la espantosa tormenta.
Diez minutos más tarde les habría sido imposible llegar hasta allí, pereciendo de seguro, arrebatados por el torrente que corría a lo largo del camino que conduce a León.
—¿No se inundará esta cueva? —preguntó Varela alarmado por el incremento de la tempestad.
—No hay cuidado, mi jefe, para que se inundara sería preciso que rebosara primero el valle.
—¡Qué contratiempo! —murmuró Varela.
—Jefe, con permiso de usted, no hay mal que por bien no venga.
—¿Por qué lo dice usted, Medina?
—Si hubiésemos salido más temprano o andando más deprisa, quizás nos coge la manga de agua en la hondonada y nos habríamos ahogado todos.
—Dice usted bien.
—Y entonces no habría podido usted cumplir con la comisión. Mientras que ahora…
—Ahora tampoco puedo, porque sin tener alas, no sé como se podría llegar a León, y de León pasar a Silao.
—Lo principal, mi jefe, con permiso de usted, es que nos encontremos vivos, que lo demás es lo de menos.
—Lo principal, sargento, es cumplir con el deber.
—Mi jefe, estamos para pelear contra los reaccionarios y contra todos los que vengan; pero no contra Dios, porque ese puede más que nadie.
No faltaba razón a Varela, quien iba comisionado por el general González Ortega para procurar la concentración de todas las fuerzas de los estados del centro, a fin de operar un movimiento decisivo y concluir con el ejército reaccionario, un tanto desmoralizado desde el fracaso que tuvo Miramón al sitiar a Veracruz.
Las instrucciones que llevaba eran perentorias, y la comisión, como se ve, de la mayor importancia. Por eso Varela maldecía, aunque un poco tarde, sus contemplaciones de poeta, que le hacían olvidar con frecuencia que era un jefe del ejército liberal y que de su conducta dependía en gran parte el éxito de la campaña, en la que iba a jugarse el todo por el todo en dos o tres batallas.
VII
Apenas calmó la tormenta, mandó Varela a su gente que montara a caballo.
—Mi jefe —le advirtió en voz baja Medina—, es preciso esperar a que baje el agua.
—No hay tiempo que perder, sargento.
—Es que, con permiso de usted, no por mucho madrugar amanece más temprano.
—¿A qué viene eso?
—A que oiga usted cómo se despeña el agua por el camino. Si salimos, nos arrebata el torrente y nos ahogamos.
—Será cumpliendo con el deber, sargento.
—Pero dejándolo sin cumplir —murmuró Medina con el buen sentido del labriego.
—¡Tiene usted razón! —exclamó Varela que había llegado hasta la boca de la cueva para inspeccionar el camino—. Esperaremos.
Mas la impaciencia lo devoraba, y apenas el rumor decreciente de las aguas le indicó que ya escurrían inofensivas, dio orden de marcha, con esa voz breve e imperiosa que no admite observaciones.
Y en desordenada formación, y atendiendo cada uno a su propia seguridad, empezaron a descender el sendero.