Capítulo vigésimoctavo

EN EL CEMENTERIO

I

El doctor volvió a la hacienda al día siguiente, por la mañana, y de nuevo inspeccionó el cadáver, sin poder explicarse la causa de aquella muerte repentina.

No era una congestión cerebral, pues no presentaba las huellas inequívocas que deja ese fenómeno. Ni tampoco podía achacarse la muerte a una congestión pulmonar fulminante.

Debía haber una lesión orgánica; algo como un aneurisma en el corazón.

El médico repitió sus gestiones para que le permitiesen hacer la autopsia; pero todo fue inútil, por lo que se procedió al entierro.

En aquella época el clero tenía una gran intervención en todos los actos de la vida, y hasta en la muerte.

Se apoderaba del niño antes de nacer, por las rogativas y las preces para el alumbramiento, y no lo abandonaba sino cuando lo cubría la losa del sepulcro.

Hoy pasa todavía lo mismo, pero no es tan general, y, sobre todo, no es tan ostensible.

Todo el clero de Huamantla, y siempre ha sido numeroso y más aún en la época a que nos referimos; todo el clero de Huamantla se dirigió procesionalmente a la hacienda de San Pedrito, con cruz alta y hachones y multitud de monacillos.

Cenobio era miembro de muchas cofradías y hermandades, mayordomo de algunas de las más importantes, y además gozaba de gran estimación por sus virtudes y por su generosidad.

Sin contar con que era rico y todas esas ceremonias son costosas.

La simpatía de que gozaba Cenobio y su familia, la riqueza de ésta, y la ostentación del entierro fueron incentivos y causas bastantes para que la población entera hiciese una fiesta del acontecimiento, cerrándose los establecimientos y dirigiéndose el gentío al camino de San Pedrito.

II

En el féretro más lujoso que pudo encontrarse, se depositó el cadáver, al medio día.

A las tres, y aprovechando la ocasión de que el sol estaba cubierto por grandes nubes, salió el duelo de la casa, después de las ceremonias religiosas de costumbre, a las que asistieron Carmen, Paula y Julián, con toda la servidumbre de la hacienda.

Después tomaron los peones el féretro y lo llevaron en hombros hasta la iglesia parroquial de Huamantla.

A cada cien varas, poco más o menos, se relevaban los cargadores.

A medida que la comitiva se acercaba a la población, iba aumentando, y cuando llegó a la iglesia era tan numerosa, que no podía hallar cabida en el templo.

La ceremonia fue larga, y cuando volvieron a ponerse en marcha, soplaba un viento frío y penetrante, que hacía presagiar lluvia.

El cielo estaba completamente cubierto por negras nubes.

La concurrencia empezó a menguar desde la misma iglesia, donde quedaron muchas personas rezando por el descanso del alma del finado.

Después, a medida que avanzaba hacia el cementerio, iba disminuyendo la muchedumbre, y cuando llegaron al lugar del reposo eterno, apenas quedaban los que como dolientes representaban a la familia, el anciano cura con sus acólitos, los peones y algunos amigos.

Concluidas las postreras ceremonias ante la fosa abierta, cayeron algunas gruesas gotas de agua, que acabaron de dispersar a la comitiva.

Cada uno tomó por su lado, apresuradamente, dejando encomendado el cadáver a los enterradores, que eran dos compadres.

Los enterradores se refugiaron donde pudieron, mientras pasaba el agua.

Ésta fue más bien una amenaza; no pasó de unas cuantas gotas gruesas y el viento pareció arrastrar a lo lejos la tempestad.

III

Cuando cesó el agua, volvieron los enterradores a donde yacía el cuerpo de Cenobio.

La fosa estaba concluida, y revestida con una hilera de ladrillos, para formar la bóveda.

—Compadre —dijo uno de los enterradores—, me parece que entre los dos no vamos a poder echar a este cristiano al hoyo.

—Tienes razón, compadre, don Cenobio era mucho hombre.

—Tendremos que buscar quién nos dé una manita.

—Pero aguárdate, compadre, que vale más que estemos solos.

—¿Qué hay?

—¿Viste a don Cenobio antes que lo metieran en la caja?

—No, compadre, no estuve en la hacienda. Me quedé aquí para abrir el agujero y arreglar lo de la albañilería.

—¿No te acuerdas de haber visto una sortija que traía don Cenobio en la mano izquierda?

—¡Cómo que si me acuerdo! Con una piedrota.

—Que es un brillante y que debe valer un pico gordo.

—Y que no la llevaba todos los días, sino cuando repicaban fuerte.

—Pues bien, compadre, yo estuve en la hacienda y vi meter al difunto en la caja.

—¿Y qué?

—Que se olvidaron de quitarle la sortija.

—¡No, compadre!

—¡Como te lo cuento! Lo he visto con estos ojos que se ha de comer la tierra.

Y los dos compadres lanzaban miradas furtivas al féretro, como si con ellas quisieran atravesar la madera y cerciorarse de que no habían quitado el anillo de brillantes.

—¿Y si te has equivocado, compadre?

—Por esta luz que nos alumbra que no me equivoco. Me fijé bien, y estuve pendiente hasta que acabaron de atornillar la tapa y nos pusimos en camino y no he perdido de vista al muerto.

—¿Y qué haremos, compadre?

—Pues eso digo, ¿qué haremos?

Y los ojos de los dos enterradores brillaban de concupiscencia.

—¡Será una lástima que se pierda!

—O que otro lo sepa, y nos gane por la mano.

—¿Se habrán ido todos?

—Todos se fueron. Pero para mayor seguridad vamos a hacer una cosa.

—¿Qué cosa, compadre?

—Mientras yo desatornillo la caja, tú, encaramado en la tapia, estás de centinela, y si alguien viene, me chiflas.

—Bueno, compadre. ¿No tendrás miedo de quedarte solo con el muerto?

—¡Bah, compadre! No es esta la primera vez que duermo en el camposanto —contestó el truhán de un modo significativo y siniestro.

—Pues al avío.

—En cuanto esté desatornillada la caja, te chiflo también para que vengas.

—Y con la ayuda de Dios, compadre.

Y mientras uno de los facinerosos se puso de centinela sobre la tapia, según habían convenido, el otro sacó un cuchillo y empezó la operación de destornillar, con una habilidad que revelaba desde luego una práctica poco común.

En breve quedó terminada la operación y lanzó el truhán un silbido prolongado.

El compadre que estaba de centinela echó una ojeada circular, para cerciorarse de que nadie los interrumpía en la tarea, y corrió donde estaba el féretro.

—¿Está la sortija? —preguntó al llegar.

—No sé, todavía no he quitado la tapa. Pesa mucho.

—Vamos a ver.

Y cada uno de ellos tomó la tapa por un extremo, la levantaron y la pusieron al lado de la huesa.

El cuerpo de Cenobio no estaba amortajado.

Uno de los enterradores se lanzó sobre la mano izquierda del cadáver, como un ave de rapiña sobre su presa.

Lanzó un grito de alegría. Efectivamente allí estaba la famosa sortija ostentando el magnífico brillante que tanto llamara la atención del bandido.

IV

—¿Cuánto valdrá eso, compadre?

—Pues a la verdad no sé; pero creo que bien valdrá un saco de pesos.

—¿Mil duros?

—Como medio.

—Es mucho dinero, compadre.

—Nunca por mucho trigo es mal año.

—¿Y qué haremos con la sortija?

—Venderla en Puebla, compadre.

—¿Y si nos preguntan de dónde la cogimos?

—Yo tengo quien compre sin meterse a catecismo.

Eso quería decir: sin preguntar tanto como lo estás haciendo tú.

—¿Y nos iremos a la chinche?

—La cárcel no se ha hecho para mí. Si tienes miedo, déjame todo el negocio.

—No, compadre, no es para tanto. Es que como todavía soy recluta…

—Pues ya te volverás veterano, y basta de lengua. Quítale la sortija.

—Compadre… yo…

—¿Tienes miedo? Es para que te vayas fogueando.

—La verdad, me parece que me está mirando…

—Si tiene los ojos cerrados.

—Los tiene entreabiertos.

—Pero no miran.

—Vamos, que no puedo, por más que haga de tripas corazón.

—Mira, compadre, y aprende, que no siempre he de estar a tu lado para ayudarte.

Y dirigiéndose al cadáver, le dijo:

—Oiga, vale, deque la mano.

Le tomó la mano, y procuró retirar la sortija.

Pero fueron inútiles sus esfuerzos.

El dedo se había hinchado, y no era posible sacar el anillo.

El recluta era supersticioso y empezó a azorarse.

—¿No la quiere soltar, amigo? —preguntó con mofa el veterano.

—Oye, compadre —dijo el otro—, vale más que se la dejemos.

—Primero le dejo mis orejas.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó el recluta alarmado al ver a su compañero recoger el cuchillo.

—Pues a ver quién de los dos puede más.

—Compadre, eso es pecado.

—Compadre, que el demonio cargue contigo. Mira que está obscureciendo y tenemos que acabar el entierro.

—Pues acabemos, compadre.

Y el veterano, como si no esperara más que la conformidad de su compañero, empezó a cortar el anular donde estaba el codiciado anillo.

Y con gran asombro de los dos profanadores de cadáveres, vieron saltar un chorro de sangre, de la vena herida.

Ambos lanzaron un grito de sorpresa primero y luego de espanto.

El recluta se sintió sobrecogido de un terror pánico.

—¡Sangre! —dijo el veterano con extrañeza.

—¡Sí, sangre!

—Es la primera vez que veo sangrar a un muerto.

La sangre seguía corriendo, cada vez más abundante.

—¿Qué hacemos? —preguntó el recluta.

Y el otro, queriendo hacer alarde de un valor a lo don Juan Tenorio, contestó:

—Pues vas a verlo. Si no está bien muerto, voy a rematarlo, cortándole la cabeza.

Y recogió el cuchillo que había dejado caer en el primer momento de espanto, y se dirigió al cadáver, sin que su cómplice se atreviese a detenerlo.

Pero al llegar a consumar su bárbara profanación, se encontró con que el cadáver tenía los ojos abiertos, y se contuvo horrorizado.

Después vio parpadear al cadáver y, por último, oyó un grito ronco, estridente, incalificable e indefinible, pronunciando su nombre.

El recluta se acercó al féretro y vio moverse al cadáver.

Entonces ya no pudieron contenerse, retrocedieron espantados, andando de espaldas.

Y después, cuando vieron que Cenobio se incorporaba penosamente y se sentaba en la caja, dieron a correr como almas que persigue el diablo; lanzando gritos de terror, y sin volver el rostro, brincaron la tapia, sin atender a buscar la puerta, que estaba abierta.

Al ir el veterano a saltar, se sintió detenido por la manga de la camisa.

Pugnó por zafarse y perdió el sentido, rodando por el suelo.

El recluta no paró hasta la casa del cura, a quien fue a confiarle, por vía de confesión, el milagro que había presenciado.

Y provocado, hasta cierto punto.