Capítulo vigésimoséptimo

UNA CATÁSTROFE INESPERADA

I

Al día siguiente amaneció Cenobio algo indispuesto.

Aquella naturaleza enérgica, que resistió tantos días consecutivos de vigilia, al parecer impunemente, quedó resentida, y pagaba la deuda contraída.

Cenobio se levantó al amanecer, como de costumbre, y salió para disponer las faenas del día, con ánimo de regresar cuanto antes para atender a sus convidados y tomar las últimas providencias para la boda que debía celebrarse después de la media noche, a fin de que los desposados pudieran comulgar.

Pero a poco de haber salido, sufrió un vértigo que lo hizo caer del caballo.

Los peones de una cuadrilla lo recogieron y lo llevaron sin sentido hasta la casa, habiéndose adelantado el capataz para preparar el ánimo de la familia.

A toda prisa mandaron a Huamantla por el médico, quien corrió a la hacienda, a mata caballo; después de reconocer a Cenobio y de haber inquirido cuanto le pareció conveniente, achacó lo acontecido a algún exceso cometido el día anterior con motivo de la comilona y recetó un purgante asegurando que la cosa no valía la pena.

Julián y Varela, que habían salido a dar una vuelta a caballo, se encontraron sorprendidos, a su regreso, por aquel acontecimiento.

Al saberlo ambos fueron al lecho del enfermo, junto al cual encontraron a Paula.

Cenobio se quejaba sólo de un dolor de cabeza, bastante intenso, por lo que se retiraron en breve Varela y Julián.

—¿Qué tendrá Cenobio? —preguntó Julián.

—¡Dios lo sabe! —contestó Varela.

—Pero tú que eres médico, puedes averiguarlo.

—Amigo mío, yo estudié medicina en mi juventud; después me dediqué a la carrera militar, de modo que más entiendo de cómo se mata a un hombre sano que de cómo se salva la vida a un enfermo.

—¿Pero crees que sea cosa de cuidado lo de Cenobio?

—Te diré una cosa de las pocas que recuerdo de mis estudios: no hay enfermedad, por ligera que parezca, que no sea peligrosa. En estos casos se sabe cómo empieza el accidente, nunca como ha de terminar.

—Estás poco tranquilizador.

—Creo que hablo con un hombre.

—Tienes razón.

II

Por la tarde volvió el médico y encontró a su paciente profundamente dormido, en un estado comatoso que le hizo mover la cabeza con aire de descontento.

La temperatura de la piel había aumentado, así como la agitación del pulso.

El doctor recetó y mandó con urgencia a Huamantla a buscar la medicina, disponiendo algunas cosas para enfermos que tenía en la ciudad y enviando recado a su casa para que no lo esperaran aquella noche.

Los convidados habían empezado a retirarse discretamente a sus hogares.

La alarma de la familia crecía de punto.

—¿Está muy grave Cenobio? —preguntó Julián al doctor.

—No lo puedo decir. Noto algo de anómalo y siento ese terror que inspira lo desconocido.

—¿De modo que usted ignora lo que tiene Cenobio?

—Completamente.

—¿Pero esos síntomas?

—Son los de tres o cuatro mil enfermedades diferentes.

—¿Es posible? Yo creía…

—Creía usted mal. Figúrese usted que yo le presentara un libro en cuya carátula leyese usted la palabra Tratado…; y dudase de su ciencia porque no podía usted decirme de qué trataba la obra.

—Voy comprendiendo.

—Lo celebro. El vulgo cree que un médico debe diagnosticar desde luego y pronosticar en seguida. Ahora bien, nada es tan difícil en nuestra ciencia como el diagnóstico. El pronóstico en la mayor parte de los casos es un poco a la buena de Dios, y salvo error u omisión.

—Eso confirma mi opinión sobre la medicina.

—¿Cuál es esa opinión, mi amigo don Julián?

—¿No se ofenderá usted?

—¡Vamos! ¡He oído tantas blasfemias, en mi larga práctica!

—Pues mi opinión es que esa ciencia no ha salido aún del periodo del charlatanismo y del empirismo.

—Hay de todo. El charlatanismo existe por desgracia aún; pero no como usted supone. Si los médicos obraran con entera franqueza, hablando a los pacientes como lo hago yo ahora con usted, perjudicarían al cliente. Todo el que está enfermo, por escéptico que sea, por más que se haya burlado de médicos y de medicinas, siente un gran consuelo desde el momento en que el doctor se acerca a su cabecera.

—Es verdad —murmuró Julián.

—Si el médico se conturba, vacila y confiesa su ignorancia, pierde desde luego su gran acción moral sobre el paciente, o lo que es lo mismo inutiliza su terapéutica.

—Puede ser…

—Es tan cierto, que yo he calmado fuertes dolores reumáticos a un enfermo, administrándole cucharadas de agua con azúcar, porque no había otra cosa, y haciéndole creer que era esa la medicina más heroica que se conocía contra el reuma.

—¿Habla usted seriamente?

—Palabra de honor. En cuanto al cargo de empirismo, no lo rechazo. Hay mucho de empirismo en nuestra ciencia; ciencia relativamente moderna.

—Empezó con Adán —dijo riendo Julián.

—No, señor licenciado, empezó el día en que se conoció la fisiología. Es decir ayer.

III

La discusión fue interrumpida por un grito que lanzó Paula en la alcoba de Cenobio.

Julián y el doctor corrieron hacia ella, alarmados.

—¿Qué pasa? —preguntó el doctor.

—Que Cenobio ha muerto.

—¡Imposible!

—Sí, mírelo usted no se mueve, no respira.

El doctor se acercó al enfermo, tomándole el pulso.

—Su temperatura es buena —dijo queriendo calmar la agitación de Paula.

Y casi al mismo tiempo hizo un gesto de disgusto que sorprendió a Julián.

—¡Por Dios, doctor —le dijo—, hable usted con sinceridad!

—Todavía no puedo asegurar nada, contestó el médico con desaliento.

—¿Cómo está el pulso?

—¡No lo siento ya!

—Luego ¿ha muerto?

—No lo creo. Debe ser un síncope.

Y siguió examinando a Cenobio.

No había pulso.

El corazón no latía.

Se le acercó un espejo a la boca y no lo empañó con el aliento.

—¡Nada! —murmuró el médico.

—¿Hay alguna esperanza? —preguntó Paula.

—¡Sólo en Dios, que debe haber recogido su alma!

Paula lanzó un grito y cayó desmayada en los brazos de Carmen, que entraba en aquel momento.

IV

Cenobio había muerto, como se ve, casi repentinamente.

Ningún síntoma alarmante se había presentado en el curso de su breve enfermedad, nada que hiciera suponer un desenlace tan rápido y tan funesto.

El doctor hizo cuanto fue posible para reanimar aquel cadáver, tan convencido estaba de que no había habido motivo para muerte tan pronta, y Varela lo ayudó en esa faena.

Pero todo fue inútil.

El doctor consultó con Julián si convendría hacer la autopsia del cadáver, como cuestión científica, como curiosidad de apasionado, ofreciendo embalsamarlo sin cobrar nada por ello.

Mas Julián, después de consultar con Paula, se opuso, recordando que su tío consideraba el embalsamamiento como una herejía, toda vez que las Escrituras dicen «Acuérdate, hombre, que eres polvo y te has de convertir en polvo».

El médico se despidió.

La noticia de la muerte repentina de Cenobio cundió rápidamente por la población cercana y por las haciendas inmediatas, viéndose de nuevo la casa mortuoria invadida en breve por deudos y amigos.

Paula tuvo un momento de desesperación, que parecía de remordimiento.

Julián se acercó vacilante a ella, sin saber qué hacer ni qué decir; pero Paula le ahorró todo trabajo, haciéndole señas de que se alejara, dejándola entregada a su dolor.

Carmen, que amaba a Cenobio como a un padre, fue la que resistió con más rudeza aquel golpe inesperado, y fue también la que menos manifestaciones hizo.

Se arrodilló ante el cadáver de su hermano, desde que acabaron de tenderlo, y empezó a rezar con el fervor del creyente de alma pura.

A veces interrumpía sus oraciones, se acercaba al cadáver, lo contemplaba atentamente y exclamaba:

—¡No, Cenobio, no estás muerto!, ¡estás dormido y pronto vas a despertar!

Y cualquiera que, sin estar prevenido, hubiese examinado el cadáver, hubiera dicho otro tanto.

Cenobio no tenía las facciones descompuestas, apenas se notaba lo que llaman los médicos facies cadaverica. Realmente parecía sumergido en un sueño profundo y tranquilo.

Pero las esperanzas de Carmen se frustraban y eran inútiles sus exhortaciones.

En su apasionado cariño, la joven se dirigió a San Francisco, con la confianza que le inspiraban los favores que ya le había otorgado el milagroso santo, y le hizo la promesa de retardar dos años su matrimonio con Julián si devolvía la vida a Cenobio.

Los que oyeron el voto de la joven la compadecieron y la exhortaron a la resignación, queriendo retirarla de la pieza mortuoria, sin conseguirlo.

—No, no —repetía ella—. Sé que está dormido, va a despertar de un momento a otro y quiero ser la primera en abrazarlo.

V

A la media noche pidió Paula quedarse sola con el cadáver.

Parecía tranquila y resignada.

Accedieron a sus deseos. Cerró la puerta así que quedó sola y se arrodilló ante el cadáver tomándole una de sus rígidas manos.

Así estuvo largo tiempo, en muda contemplación.

A veces se agolpaban las lágrimas a sus ojos y corrían abundantes en medio de sollozos desgarradores.

Y luego se secaban, como por encanto, y volvía a quedar la desdichada viuda en su silenciosa contemplación, sin abandonar nunca la fría mano de Cenobio.

De pronto exclamó a media voz:

—¡Perdón!… ¡Perdón!

Y después de largo rato, en que pareció aguardar una señal de parte de Cenobio significándole el otorgamiento del perdón, prosiguió:

—Lo sabes ya todo, porque todo lo saben los muertos. Lees en mi alma y sabes lo que sufro y lo que siento… ¡Perdón, Cenobio! Esa pasión ha sido más fuerte que mi voluntad. No sé cómo empezó… Él lo ignora como yo… Nunca nos dijimos nada… y ocultamos con cuidado lo que pasaba en nuestro corazón… ¡No puedo más! Una tarde nos encontramos de improviso, sin premeditación.

Hizo Paula una larga pausa, y después prosiguió:

—Perdónalo, Cenobio, y que pague yo por los dos, puesto que la culpa entera es mía. ¡Perdón, para Julián!

Y lanzó Paula un grito de espanto, de horror, poniéndose rápidamente en pie.

Al pronunciar el nombre de Julián le pareció que el cadáver se había estremecido, oprimiéndole la mano.

Y creció su espanto al ver que, en efecto la diestra de Cenobio que había ella conservado tan largo rato entre las suyas, estaba contraída.

Retiraron a Paula de la cámara, obligándola a tomar una poción y a recogerse, volviendo Carmen a ocupar su puesto.

Julián no había entrado a ver a Cenobio.

Desde que recibió la noticia de la muerte, y acompañó al doctor a hacer las últimas pruebas para convencerse del fallecimiento, no había vuelto a acercarse al cadáver.

Se entretenía afanoso en todo lo concerniente a los funerales; buscaba toda clase de pretextos para no entrar en la habitación, ni encontrarse a solas con Carmen.

Parecía temer en reproche de parte de su primo, a pesar de que aquellos labios estaban sellados por la muerte, para toda la eternidad.

Cerca de la madrugada se atrevió a buscar a Paula para preguntarle cómo seguía.

La encontró sola, arrodillada ante una imagen.

—¿Cómo estás? —preguntó desde la puerta, temeroso de que volviera a rechazarlo su cómplice.

—Mejor, gracias. Ya he descargado mi conciencia.

—¿Qué quieres decir?

—Que le confesé nuestro crimen.

—¿A quién?

—A Cenobio.

—¿Cuándo?

—Hace un rato, cuando me oíste gritar porque me apretaba la mano.

—Eso lo soñaste.

—Ésa es la verdad. Sentí su mano más fría que el hielo, y que poco a poco se fue cerrando, sin quererme soltar, y su frío me llegaba al corazón.

A pesar de su escepticismo, Julián se estremeció y sintió que se le erizaban los cabellos.

—Anda —prosiguió Paula—, anda y mira como tiene abierta la mano izquierda, y cerrada la derecha, que fue la que me oprimía.

—¡Dios mío!… ¿Para qué hablaste?

—Necesitaba su perdón… al menos para ti.

—Esa falta no se perdona nunca, Paula.

—Él nos perdona, Julián…

—¿Cómo lo sabes?

—Mientras he estado sola aquí, rezando, he visto a Cenobio.

—¡Deliras, Paula! —murmuró Julián temblando.

—Lo vi, como te estoy viendo.

—¿Y no tuviste miedo?

—No, a pesar de ser tan cobarde.

—¿Y te habló?

—Sí, me dijo que me perdonaba, con una condición.

—¿Cuál? —preguntó Julián ansioso, como el náufrago que ve cerca una tabla de salvación.

—Te lo diré después que hayan enterrado el cuerpo.

—¿Por qué no ahora?

—Porque así lo ha mandado él.

—Te juro que obedeceré lo que él ordene por tu boca —exclamó Julián, satisfecho al ver que había un modo de transigir con su conciencia.