Capítulo cuarto
EN EL QUE VOLVEMOS A HALLAR MUCHOS CONOCIDOS Y ALGUNOS AMIGOS
I
Las victorias alcanzadas por González Ortega, y el alejamiento de las bandas reaccionarias, devolvieron la confianza a los buenos vecinos de México, excepción hecha, naturalmente, de los partidarios de la conserva, como llamaban los puros a los mochos, que todos esos nombres y otros más se propinaban mutuamente liberales y reaccionarios. Algo se veía en lontananza como un amago de guerra con Europa; pero en aquella época las comunicaciones eran tan difíciles y tardías, había tanto en qué ocuparse en el interior del país, era tan discutible el interés que pudieran tener España, Francia e Inglaterra por nuestra cosa pública, que poco caso se hizo de los barruntos de tormenta.
El congreso «funcionaba». Las sesiones eran acaloradísimas y algunas veces de gran interés, como que aquella legislatura fue quizás la que, con la Constituyente, reunió mayor número de hombres notables en México. Allí fue donde Altamirano se reveló orador inspirado, haciendo alarde de una elocuencia brillante, ardiente, arrastradora, que participaba de la de Mirabeau y de la de Dantón. Allí fue donde Hernández y Hernández comenzó su carrera política, tan corta como útil a la patria, siendo uno de los tribunos más populares y elocuentes de nuestro parlamento. Allí surgió también la figura de don Sebastián Lerdo de Tejada, tenido por moderado, y que dio pruebas de avanzado. Allí encontramos también a Ignacio Mariscal, a Riva Palacio, a González Urbina, a Ortiz de Montellano, a León Guzmán, a José María Mata, a Juan José Baz, a Zendejas y a otros muchos que más tarde debían desempeñar papeles importantes en los asuntos patrios, y que dieron entonces tanto lustre al Segundo Congreso Constitucional.
II
Entre la falange de los jóvenes figuraba como una de las más bellas personalidades Martín Varela. Nacido en la capital, hijo único de una familia orgullosa por su abolengo y alta posición, Martín creció en medio de los primos de sus padres, de la estimación de sus condiscípulos y de la adulación de criados y de amigos de la familia; es decir, en medio de la atmósfera más propicia al desarrollo de cuantas malas pasiones trae en germen el ser humano, al venir al mundo. A los quince años quedó Martín huérfano de padre, acontecimiento que tuvo una influencia decisiva en el porvenir del joven, que hasta entonces había crecido en medio de la ociosidad y de la pereza, aprendiendo lo estrictamente indispensable para no aparecer como un ignorante extraordinario; y ese corto bagaje de conocimiento lo debía más a su naturaleza privilegiada que a los esfuerzos de padres y maestros, quienes creían que con el nombre que llevaba el joven, su buena presencia, sus relaciones sociales y un capital de más de medio millón de duros, había lo suficiente para figurar en primera línea, sin tomarse el trabajo de averiguar la distancia que media entre nuestro planeta y el sol, y si la tierra es redonda o cuadrada, ni tantas otras zarandajas, buenas para los arrancados que andan buscando un real para completar un duro.
III
Martín echó de ver un día que era ignorante, lo que demuestra buen juicio; y se avergonzó de su ignorancia, lo que demuestra talento. Comprendió por intuición que en México, como en todo el mundo moderno se derrumbaba el gótico torreón de la sociedad antigua, y era preciso valer algo por sí mismo, para ser considerado por una sociedad iconoclasta, reñida con toda tradición, revolucionaria, y que en su sed de democracia, había de concluir por proclamar la excelsitud de la plebe, hasta que se restableciera el equilibrio, por las leyes inmutables de la naturaleza, y cada uno fuese considerado según sus propias obras.
Fortaleció su espíritu con el estudio, fortificó su cuerpo con los ejercicios corporales, y, cuando contaba veinte años, era el primer alumno del colegio de Medicina, y a las esculturales formas de un Antinoo reunió las fuerzas de un Ffércules.
La familia de Varela pertenecía al partido reaccionario, rayando en frenesí la pasión política y religiosa de doña Guadalupe, la madre de Martín, parienta lejana del obispo Barajas, y a quien distinguía de una manera muy particular el Nuncio apostólico, monseñor Clementi. En cambio Martín, que en sus primeros años había participado de las creencias maternales, andando el tiempo se fue despreocupando, y al fin, en las aulas de Medicina, se metamorfoseó, concluyendo por abrazar la filosofía más positiva que se conocía entonces entre nosotros, hasta el punto que hubiese concluido en ateo, a no haber sido porque en aquel cerebro de médico positivista se encontraba una buena dosis de poeta soñador.
Aquel joven sintetizaba su país y su época. Era la mezcla de la luz y de la sombra; el encuentro de dos extremos irreconciliables, el conflicto entre todos los antagonismos convergiendo al mismo campo cerrado, para luchar. El filósofo negaba; pero el poeta afirmaba.
De allí la divergencia que se notaba entre los sentidos versos que se publicaban en El Pensamiento, llenos de ternura, de fe y de esperanza, y que tal vez pecaban de un optimismo que formaba contraste con las composiciones que aparecían en el mismo periódico firmadas por Juan Díaz Covarrubias; y los artículos que en El Heraldo propagaban las doctrinas más radicales y anarquistas, que causaban grave escándalo en aquella sociedad que apenas sospechaba la existencia de Voltaire. Martín firmaba los versos con su propio nombre; pero por respeto a su madre, subscribía sus artículos con el pseudónimo de «Martín Lutero».
IV
Juán Díaz Covarrubias, el joven poeta veracruzano, era el amigo inseparable de Martín. Algo menor era Juan, y sin embargo parecía de más edad, a causa de su carácter melancólico, de esa precoz madurez que se encuentra en los seres privilegiados que deben morir en la juventud.
Juan Díaz y Martín estudiaban el mismo año de medicina, cuando el general Degollado a la cabeza de una hueste, más osada que numerosa y experta, se dirigió contra México, cometiendo la torpeza que tan cara costó en otro tiempo al benemérito cura Hidalgo: la de vacilar y detenerse, en vez de dar un golpe audaz, imprevisto y decisivo.
Degollado se detuvo en Tacubaya desde mediados de marzo de 1859, cuando Miramón ponía inútil sitio a Veracruz, y hasta el 7 de abril no se resolvieron a atacarlo las fuerzas reaccionarias, librándose formal y sangriento combate el día 11, fecha que recuerda de año en año la República entera, como la más luctuosa de las que señaló con sangre la guerra fratricida.
En los momentos en que las fuerzas de Márquez entraban triunfantes en la que desde entonces se llama Ciudad de los Mártires, Covarrubias y Martín Varela acababan de poner un vendaje al teniente coronel reaccionario Juan Herrán, herido de una pierna.
Un sargento chinaco hombre de colosal estatura, y que era nada menos que nuestro San Cristóbal, se acercó a Varela y le dijo:
—Doctorcito, ya corrió don Santos, y viene Márquez haciendo chuza. ¡Vámonos!
Varela no quiso ponerse en salvo sin prevenir a su compañero.
—¡Bah! —dijo Díaz Covarrubias—. En ningún país civilizado fusilan a los médicos que están cumpliendo con su deber. Médicos y sacerdotes somos sagrados.
—Es que las chusmas no pertenecen a ningún país civilizado —repuso Martín.
—Yo me quedo; si me fusilan, que no lo creo, al menos no hago falta a nadie. Mis padres han muerto; mis hermanos no me necesitan, y no creo en el amor a Dios.
Y volvió Díaz Covarrubias al lado de Herrán, haciendo un afectuoso signo de despedida a su compañero.
Martín vaciló un momento, y estuvo a punto de quedarse con don Manuel Sánchez, jefe del cuerpo médico militar, y con su compañero Ildefonso Portugal, curando a los heridos, y rechazaba a la vez la hipótesis de que llevasen los vencedores su ferocidad hasta inmolar a quienes estaban salvando la existencia a los heridos de su propio bando; pero el sargento Medina, que había advertido a Varela el peligro que corría, y que era un chinaco práctico en materia de guerras civiles, aunque ignorante del derecho de gentes, lo tomó por un brazo.
—Venga, doctorcito —le dijo—, mire que no vamos a alcanzar ni a pedacitos. Yo conozco a estos valedores.
Y huyeron juntos, siendo perseguidos de cerca por los soldados victoriosos, que les dispararon algunos tiros, por fortuna sin resultado.
V
Pero después, un oficial de las fuerzas de Márquez agarraba por el cuello a Juan Díaz Covarrubias, diciéndole con brusquedad:
—¡Dese prisionero!
—Soy médico —respondió el joven poeta—; ya ve usted, estoy atendiendo a los heridos.
—Déjese de retobos y marche.
—Permita usted que busque mi sobrero.
—Para ser fusilado no se necesita sombrero —repuso el oficial con dureza.
—¡Fusilado! —exclamó Juan poniéndose lívido y llevando la mano al corazón, como para contener sus latidos.
La soldadesca que acompañaba al oficial se rió de aquel vértigo. Un sargento empujó a Juan, otro le dio un culatazo en la espalda.
Juan miró a sus verdugos con tristeza, pero sin odio. Pasado el primer momento, contempló la muerte frente a frente y sin temor.
En el camino oyó varias descargas aisladas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Fusilan a los puros —contestó un soldado.
Aceleró el paso y llegó al lugar del sacrificio, donde yacían varios cadáveres.
—Acabemos —dijo deteniéndose.
En seguida regaló su reloj al oficial, el poco dinero que llevaba lo repartió entre los soldados y les dijo que los perdonaba.
Varios desgraciados estaban allí, esperando también el momento de ser ejecutados. Juan abrazó a su compañero más próximo y exclamó: —Ya… ¡fuego!
Después de breve rato, el oficial repitió la voz y Juan cayó herido por una sola bala, que le traspasó el pecho.
Le dieron el tiro de gracia en la cabeza, y, como se movía aún, le despedazaron el cráneo a culatazos.
Así murieron también los médicos Manuel Sánchez, Juan Duval, José María Sánchez, Gabriel Rivera, Ildefonso Portugal y Alberto Abad, y otros muchos paisanos, entre ellos el joven Manuel Mateos.
VI
Varela siguió a don Santos Degollado en su retirada, que fue en realidad una fuga, un sálvese quien pueda, y cambió el bisturí por la espada. El médico se cambió en soldado, profesión menos «ofensiva», según aseguraba Martín en sus ratos de buen humor, que eran cada vez más raros desde los acontecimientos de Tacubaya.
En aquella época los ascensos eran rápidos. Se improvisaban los ejércitos y se improvisaban los oficiales y los jefes. Martín, que sentó plaza de capitán de caballería el 22 de abril de 1859, ganó el grado de teniente coronel en Silao, y fue hecho coronel efectivo en el campo de batalla de Calpulalpan el 8 de diciembre de 1860, siendo de los jefes más queridos del general Zaragoza, a cuyo servicio pasó.
VII
Al entrar triunfante en México, Martín se dirigió a su casa para abrazar a su madre, a quien constantemente había escrito, sin obtener respuesta alguna. Por los amigos de la familia sabía que doña Guadalupe se había vestido de riguroso luto cuando las ejecuciones de Tacubaya, al recibir la falsa noticia de la muerte de Martín; noticia que oyó con resignación suprema, como efecto de la voluntad de Dios. No hubo en aquella mujer un rapto de ira, una palabra de censura contra los autores del asesinato. Los perdonó con evangélica mansedumbre; se arrojó a los pies de un crucifijo y oró.
Algunos días más tarde se supo que Martín se había salvado milagrosamente, y doña Guadalupe estuvo a punto de volverse loca de alegría; pero en seguida le dieron testimonio inequívoco de que su hijo servía en las filas liberales, que era un «bebedor de sangre», un azotador de Cristo, y entonces volvió la fanática a sobreponerse a la madre.
—¡Mi hijo ha muerto; roguemos por mi hijo! —exclamó la señora, y volvió a sus oraciones, y mantuvo su luto riguroso.
Todos los días se decía una misa solemne en la Profesa por el alma del finado Martín Varela; cada ocho días se celebraba un servicio fúnebre en San Fernando, con igual motivo, y se repartían limosnas a los pobres vergonzantes, para que rogaran por el joven difunto. Algunos meses más tarde doña Guadalupe repartió sus cuantiosos bienes entre las comunidades religiosas, estableciendo un servicio perpetuo en la Profesa y reservándose una renta y el uso de la casa que habitaba.
VIII
Martín tuvo el tacto de presentarse en su casa en traje de paisano. Los criados lo recibieron como a un extraño, y sólo su vieja nodriza no pudo contenerse, y, faltando a la severa consigna, lo abrazó llorando.
Cuando comunicaron a doña Guadalupe que su hijo la esperaba en la sala, aquella mujer respondió con serenidad y firmeza:
—Yo no tengo hijos.
Y no obstante, salió al salón. Al verla Martín se acercó para abrazarla. Doña Guadalupe dio un paso atrás y extendió la mano derecha para contenerlo.
Martín tomó aquella mano, la besó con respeto y cariño, cayendo de rodillas.
—¡Madre mía, perdón!
—Caballero, usted se equivoca al llamarme su madre. Yo tuve sólo un hijo, y éste murió.
—¡No, madre mía! Yo soy su hijo; míreme usted y perdóneme…
—He oído decir que hay un sujeto que tiene el mismo nombre que mi hijo, y aseguran que se parece a él. Pero ese individuo forma parte del bando de los herejes. Ya ve usted que no puede ser mi hijo. Éste murió antes de deshonrarse por completo. ¡Dios lo haya perdonado!
Aquella sala, donde había transcurrido la infancia de Martín; aquellos muebles que lo habían visto nacer, los retratos de familia que adornaban las paredes, todo cuanto rodeaba al joven liberal, le recordaba un pasado que estaba muy reciente, y contribuyó a que fuese desapareciendo el jefe demócrata, el enemigo de la religión y de los fueros, sustituyéndolo el adolescente, el hijo sumiso que oía misa todos los días, que se confesaba todos los sábados y hacía una fiesta de la comunión dominical. Aquellos efluvios de la infancia, de inocencia, de hogar; aquellos encantos de la religión, la media luz del templo, los acordes del órgano, los episodios de la historia sagrada, contados por el capellán de la familia, todo eso fue acentuándose más y más en el alma del caudillo, que llegó a sentir remordimientos por sus heroicidades de patriota y prorrumpió lloroso y acongojado:
—¡Perdón, perdón!
—Yo no tengo de qué perdonar a usted, caballero.
—¡Bendígame usted al menos, madre mía! —añadió con voz desfallecida.
—¡Jamás! —exclamó con además de horror doña Guadalupe, como si le hubiese propuesto un sacrilegio.
Y Martín Varela, el joven coronel que había llegado a dominar por su valor sereno a los hombres que más fama tenían entre los chinacos; que había alcanzado sus grados en el campo de batalla; aquel hombre que parecía indomable, aquel filósofo materialista, aquel ateo, vaciló y cayó por tierra, desmayado como una doncella, vendido por su sensibilidad de poeta, abrumado por su amor de hijo.
Doña Guadalupe llamó a los criados y les dijo:
—Vean lo que hacen con eso.
Y volvió a su camarín, donde tenía un soberbio crucifijo, y se arrojó a los pies del Mártir del Gólgota para seguir implorando concediese la gloria eterna a su hijo Martín, muerto en Tacubaya el 11 de abril de 1859.
Aquella mujer, al orar ante el crucifijo, olvidaba las sublimes palabras pronunciadas por el Sublime:
—¡Perdónalos, Padre mío, que no saben lo que hacen!