Epílogo

Llegué a los Dolomitas el 1 de agosto, acogido por Alberto, su mujer y sus dos hijos adolescentes. Me instalaron en el cuarto de invitados, grande y silencioso, con vistas a las cumbres de las montañas.

Empecé así mi largo verano. Dormía mucho, hacía excursiones en bici afrontando duras cuestas y bajadas vertiginosas, jugaba al tenis con mis sobrinos, acompañaba a mi cuñada cuando iba de compras, charlaba de todo y de nada con Alberto, sus amigos y sus vecinos.

Incluso llegué a interesarme por los dos aviones comunes de cabeza brillante y negra que habían anidado bajo el canalón del porche. Un día, mientras revoloteaban por ahí, subí con una escalera de mano y vi los dos huevos que había en el nido. Al final de la primera semana de agosto nacieron los dos polluelos y el padre desapareció. Mi cuñada me explicó que en la llanura sucedía en junio, pero a mil quinientos metros de altitud los huevos se abrían en agosto, y entonces la madre criaba los polluelos durante unos veinte días. Sentado al sol, veía a la madre volver con un gusanillo en la boca, recibida con el gorjeo insistente de sus hijos. Estuve contando emocionado los días que separaban a las dos crías de su primer vuelo y a mí de la primera lluvia otoñal.

No pensaba en el trabajo. Ni asesinatos, ni muertos, ni culpables. De vez en cuando pensaba en Linda y en Angelo, me enfrascaba en conversaciones imaginarias con ellos, como si no hubiera cambiado nada. Luego huía rápidamente de esos pensamientos y me refugiaba en la naturaleza y el descanso.

A última hora de la tarde me sentaba a la sombra en el gran jardín, frente a las verdes montañas, viendo allá abajo los puntitos que eran las casas del fondo del valle. Todos los días esperaba la lluvia que no llegaba. Esperaba el atardecer notando que los días se acortaban y el fresco sustituía al calor estival. Luego, cuando caía la noche y los puntitos de las casas empezaban a encenderse, volvía a casa con los demás.

El último sábado de agosto, uno de los polluelos de avión común salió volando del nido y aterrizó cerca de mí, donde terminaba el jardín y empezaba el precipicio. Mientras me preguntaba cómo podría ayudarlo, el pajarito miró hacia el nido, donde su madre lo estaba observando junto con el otro polluelo. Luego echó a volar hacia el valle piando alegremente.

Esa noche Alberto me dijo que había llamado Angelo. Al día siguiente pasaría a despedirse de nosotros. Llegó a la hora de comer en su viejo coche destartalado, con regalos para los chicos y mi cuñada. Tenía un aspecto distinto. Se le veía más seguro de sí mismo y a la vez más ligero.

Comimos todos juntos en el jardín, al sol, hablando de cosas triviales: de las vacaciones que se acababan, de las clases que empezaban, de los torneos de póquer. Después de comer Alberto nos dijo que tenía que llevar a su mujer y a los chicos a una fiesta de fin de verano que se celebraba en otro pueblecito. Era su excusa para dejarnos solos. Antes de marcharse, mi hermano nos cogió a los dos del brazo.

—Cuando Angelo vuelva de Australia nos echaremos un póquer con Graziano.

Me enterneció oír ese intento de mi hermano de convencerse a sí mismo, más que a nosotros. Luego se fueron a la fiesta.

En el gran jardín un gorjeo desesperado rompía el silencio. La segunda cría, mucho más pequeña que la que había salido volando, estaba en el suelo justo debajo del nido. Su madre daba saltitos a su alrededor, preocupada. El polluelo parecía herido en el ala. Daba la impresión de que se había caído en su primer intento de volar.

Lo miramos sin saber qué hacer. Decidimos dejar que lo resolviera su madre y nos sentamos en el jardín delante del gran valle verde, con whisky y cigarrillos. Muchos años atrás nos habríamos puesto a hablar de mujeres, de póquer y de Paolo Rossi. Ahora fumábamos en silencio, contemplando la montaña y el valle. Los gorjeos de los dos aviones eran el único sonido en todo el valle.

«Dos viejos amigos con sus recuerdos. Muchos bonitos y unos pocos muy feos.»

Dejé caer la pregunta, más que nada para romper ese silencio absoluto.

—¿Sabes dónde está?

—Me llamó por teléfono a mediados de agosto, se iba a África. Ha puesto en marcha un proyecto de recogida de fondos para una fundación en memoria de Manfredi. Ha conseguido muchos donantes, quiere construir un hospital nuevo semejante al de Nairobi.

No estaba sorprendido, no estaba indignado. Linda Nardi era de otro mundo, ya lo sabía.

—Cree que si ella no le hubiera rechazado, Manfredi no habría matado a las otras mujeres —explicó Angelo.

—Además, Manfredi no podía haber dejado embarazada a Elisa, y Linda lo sabía por experiencia propia —añadí.

Angelo lo confirmó asintiendo, absorto en un pensamiento lejano.

—Linda sabe que Manfredi atacó a Elisa, pero también sabe que no la mató él.

No le pregunté por qué estaba segura de ello. Ya conocía la respuesta.

—Os arriesgasteis a que os matara, Angelo. Bastaba una indecisión momentánea y Manfredi os habría matado.

Se volvió a mirarme.

—Hay momentos en que no titubeo, Michele. He tratado de hacértelo entender de todas las maneras posibles.

Una nube negra, salida de la nada, ocultó de repente el sol y una ráfaga fría barrió la hierba del jardín. Apuré el whisky para reprimir un escalofrío. Angelo Dioguardi observaba tranquilamente el valle, desde una distancia que podía ser un metro o el infinito.

—Antes de partir pasé por el cementerio —dije—. Había flores frescas en las tres tumbas.

Angelo asintió.

—A Elisa le encantaban los tulipanes. Me contó que según una leyenda turca la flor nació de las gotas de sangre vertidas por una joven enamorada.

En 1982 y en 2005 había tenido delante esa flor, pero no había querido verla.

—Un tulipán en el alféizar de Elisa. Un tulipán en el cajón de Manfredi. Un tulipán en la mesa de Margherita. Todos marchitos, Angelo. Salvo el tulipán fresco que dejaste en la tumba.

Angelo Dioguardi me miró con una sonrisa de disculpa, la misma sonrisa infantil de aquel día, delante de la casa de Paola, cuando corría al cuarto de baño simulando arcadas para ayudarme a montármelo con una chica. Otra vida, el mismo hombre. El mismo que durante muchos años se había disculpado por sus faroles bien logrados en el póquer. Ahora se disculpaba conmigo por el farol con el que se había jugado el todo por el todo con la vida misma. Ganando y perdiendo a la vez.

—Margherita se le parece un poco —continuó Angelo—. Es vital, confiada, ingenua. La noche en que nos conocimos me dijo que adoraba los tulipanes. Durante un tiempo soñé con que podría volver a vivir. Luego la madre de Elisa, al tirarse por el balcón, se encargó de recordarme quién soy realmente.

«¿Quién eres, Angelo Dioguardi? Erraste una sola vez en toda tu vida, por esa joven diosa. Y de repente te encontraste con un embarazo. Michele Balistreri lo habría solucionado todo con un brutal “ahí te quedas, guapa”. Tú, en cambio, cargaste con todo, las mentiras a tu novia y a su tío el cardenal, el aborto, el llanto y el arrepentimiento de Elisa, que estaba a punto de contárselo todo al padre Paul. Y por un instante, un solo instante en toda tu vida, aplastado por todas esas cargas, te dejaste vencer por la desesperación y la rabia.»

Había refrescado. El cielo se había llenado de nubarrones y el fragor de los truenos se acercaba. Se veían relámpagos en la lejanía.

Angelo Dioguardi había reaccionado afrontando la vida con decisión, tratando de querer a los demás y ayudando a muchos. Pero no podía bastarle con eso. Cuando Linda Nardi le pidió que la ayudara con Manfredi, le contó toda la verdad y aceptó matar a Manfredi como una expiación más de su inmenso pecado.

Angelo quería explicarme lo que ya sabía y nunca habría querido oír.

—Cuando subí a ver a Alessandrini él estaba furioso. Sabía que Paul había comido con Elisa y me ordenó que la despidiera. Yo estaba aterrorizado, temía que Elisa le contase a Paul lo del aborto, en esos días hablaban cada vez más a menudo. Luego Alessandrini y yo te llamamos desde la terraza y mientras subías le dije al cardenal que iba al baño.

«Habría tenido que subir contigo a ver a Alessandrini. Pero estaba ciego, me lloraban los ojos por la falta de sueño, el tabaco, el alcohol, el sol cegador de aquella tarde, el deseo loco de ver a Elisa...»

—Lo sé, Angelo. Ayer llamé al cardenal. No entendía el porqué de mi pregunta, pero aún recordaba que habías ido al baño.

Angelo continuó su inútil explicación.

—No fui al baño, bajé a ver a Elisa. Quería hablar con ella, tranquilizarla, consolarla. Treinta segundos después me encontraba en el segundo piso. La puerta estaba cerrada con llave, lo cual era extraño. Ahora sabemos que la cerró Manfredi. Abrí con mis llaves. Elisa estaba inmóvil, tendida en el suelo, con los ojos y los pómulos tumefactos, medio desnuda, y sangraba por un corte en el pecho. Vi en la mesa la carta que le estaba escribiendo a Paul: hablaba de la historia conmigo, del aborto. Me la guardé en el bolsillo y perdí la cabeza.

«A Valerio le pareció que estaba muerta. Manfredi jura que la dejó herida. Uno de los dos miente, o simplemente se equivoca.»

Eso había dicho Corvu al final de su repaso detallado de las coartadas. Pero los dos habían dicho la verdad. Manfredi la había dejado viva y unos minutos después Valerio la había encontrado muerta.

—Tú estabas subiendo, Michele. Tenía medio minuto, una ocasión irrepetible.

«Tenía que haberlo entendido enseguida, cuando te encontré tembloroso en aquel descansillo y luego te vi tan alterado y desesperado durante toda aquella noche tremenda. Tenía que haberlo entendido, mientras veía marchitarse esa flor en la mesa de Margherita. Hiciste lo posible por decírmelo, a tu manera.»

Angelo Dioguardi se disculpó por última vez con una sonrisa.

—Vi el cojín sobre el que se sentaba. Lo usé. Treinta segundos después estaba en el descansillo esperándote.

«La vida se puede arrojar por la borda en un momento de locura. Un cojín apretado sobre la cara de una muchacha ya casi muerta. Un barco en medio del mar de África y un muchacho poniéndose el traje de buceo.»

Sabía que él había pensado en Elisa todos los días en aquellos años. Que el dolor de esos dos padres le había atormentado todas las noches. Que, a diferencia de mí, había tratado de remediarlo por lo menos en parte haciendo el bien a todos, todo lo que pudo. Pero también sabía que sus manos habían apretado ese cojín.

Empezaron a caer las primeras gotas. Miré a la madre que saltaba piando alrededor del polluelo herido. El trueno estalló cerquísima, casi sacudiendo la montaña, y el gorjeo cesó de inmediato. El pequeño avión común ya estaba inmóvil. La madre me miraba, insegura.

«Cada uno de ellos podría haberse encontrado en mi lugar.»

Esa frase la había escrito Manfredi del Banchi di Aglieno, el mal al que todos habíamos perseguido, atrapado y, por fin, suprimido. Que había empezado así, en un instante de locura.

Comenzó a llover fuerte. Nos quedamos allí, en silencio, mientras la luz pálida del día se apagaba. La lluvia nos mojaba el pelo, la cara, el cuerpo, nos entraba en los zapatos. Luego, uno a uno, los puntitos de las casas del fondo del valle empezaron a encenderse en el crepúsculo.

La madre miró por última vez al pequeño avión inmóvil. Luego alzó el vuelo y se fue, sola. No era feliz, pero piaba.