Domingo, 9 de julio de 2006

Mañana

Había transcurrido algo más de un mes desde su vuelta al trabajo. Días tranquilos. Nadie, desde que volviera al despacho, había aludido al tiroteo ni a los asesinatos. Estos ya estaban en manos de los jueces, y los asesinos en la cárcel. Los cuatro subordinados de Hagi, cómplices de Vasile, que habían cambiado a Nadia por un coche para cometer un robo, habían muerto. El asesino de Camarà era un desconocido motorista que seguramente le había matado después de una pelea por entrar en el Bella Blu. Ningún contacto entre los dos casos. Menos aún entre la ENT y los Servicios Secretos.

Balistreri vivía con Linda pero sin Linda. Con amor, sin sexo. Hizo cosas que no había hecho nunca, como arreglar una fuga en una cañería, ver películas policíacas por la tele e intentar jugar al golf. Pasó un domingo entero en el garaje, manchado de grasa y aceite, intentando arreglar el viejo ciclomotor de Linda.

«La paz de la que hablábamos hace treinta y seis años. Una pareja, una casa, amigos, trabajo, hijos creciendo. Una paz que no he merecido.»

La pasión futbolera había sacudido la modorra veraniega. Los últimos días habían transcurrido en un delirio creciente y colectivo. La galopada italiana hacia la final del mundial en Berlín contra Francia había sido tan inesperada y abrumadora como veinticuatro años antes. Banderas italianas en todos los balcones, centro atascado todas las noches por el tráfico enloquecido de los coches de fiesta. En oficinas, iglesias, hospitales, calles, no se hablaba de otra cosa. En los bares y restaurantes solo se servían platos «nacionales»: tomate, mozzarella y lechuga, o sandía, melón y kiwi. En un país sacudido por las veleidades secesionistas de la Liga Norte volvía a recuperarse el viejo tricolor. En el bochorno de un julio agobiante cada italiano auténtico vivía como suya la aventura de la selección «Azzurra» en tierra germana.

Hasta la política y el gran enfrentamiento con los inmigrantes habían quedado relegados en periódicos, televisiones y conversaciones. Es más, muchos extranjeros, unos por convicción y otros por puro oportunismo, apoyaban a Italia. Y hacían su agosto vendiendo camisetas falsificadas de los azzurri en todas las esquinas. En las celebraciones de después de los partidos todos se abrazaban. A nadie le importaban un bledo los asesinatos.

Balistreri y Dioguardi hablaron por teléfono a eso de media mañana.

—Durante el partido podemos dar un buen paseo por el centro con Linda y Margherita —propuso Balistreri.

—Es que Margherita no quiere perderse la final por nada del mundo. Van a ir todos a casa de tu hermano Alberto. También ha convencido a Linda. Dicen que somos dos antisociales.

—Entonces vamos tú y yo, ya nos alcanzarán ellas. Total, Italia va a perder y el centro seguirá desierto.

—Vamos a ganar, Michele. Y Margherita y Linda lo celebrarán con todo el mundo.

—Linda no iría nunca a una de esas celebraciones callejeras, Angelo.

—Pero Italia va a ganar y Linda tardará tres horas en volver de casa de Alberto.

El déjà-vu estaba bien presente en su conciencia, ausente adrede de sus palabras. No habían vuelto a hablar de aquella noche de 1982, pero el fútbol, inexorablemente, se había hecho un hueco entre sus pasiones. A ambos se les ocurrió la única solución posible: paseo por el centro desierto y al final del partido seguir paseando si Italia perdía, o retirada estratégica en el balcón de Linda en caso de victoria. Los dos, solos.

Para Giovanna Sordi había sido una mañana idéntica a todas las demás de los últimos veinticuatro años. El tranvía hasta el cementerio del Verano a las ocho y media. Los domingos tocaba cambiar las flores. Tulipanes para el corazón romántico de Elisa, claveles rojos para el corazón socialista de Amedeo. Un recogimiento breve, concentrado, sin lágrimas. Un réquiem rezado en un susurro: veinticuatro veces por Elisa, diez por Amedeo. Luego, otra vez el tranvía hasta la vieja casa del extrarradio, de la que no se había movido. Una misa a las doce en la parroquia del barrio. Una confesión vacía de pecados salvo el último, el de siempre, ese que el viejo cura ya ni siquiera escuchaba y absolvía sin penitencia.

«Señor, por lo menos dime quién fue.»

Noche

Paseando por el centro de Roma tenían la impresión de estar en la luna. Hasta los turistas despistados que en su vida habían visto un partido de fútbol se vieron atraídos fatalmente a las plazas donde unas pantallas enormes proyectaban la final. Por las calles vacías el silencio total se alternaba con los gritos colectivos. Era imposible desentenderse por completo de la evolución del partido, del resultado incierto, del comienzo de las prórrogas.

A la sensación auditiva de Michele Balistreri y Angelo Dioguardi se sumaba una emoción que no tenía nada que ver con el partido. Caminaban sin hablar y a medida que lo hacían se iba abriendo paso el recuerdo, lento, sutil, inexorable. Se acumulaba poco a poco, fino como una nevada en una noche de invierno. Rodeados de la llamativa e inigualable belleza del centro histórico, vagaron casi dos horas sin pronunciar palabra.

Cuando el partido llegó al cruento azar final de los penaltis, ambos estaban, lívidos y agotados, junto al portal de Linda Nardi. En el silencio de la respiración contenida de millones de personas encendieron un cigarrillo de veinticuatro años de largo. Balistreri y Dioguardi subieron corriendo la escalera mientras la muchedumbre enloquecida se echaba a la calle. Se refugiaron en el balcón de Linda mientras la alegría estallaba, irresistible, a su alrededor, acompañada de los estampidos y colores de los fuegos artificiales.

«Durante un jolgorio como este, mientras nosotros nos escabullíamos de él, un monstruo la descuartizó.»

Balistreri oyó un silbido muy cerca y se volvió para ver el juego pirotécnico. Una línea blanca subía recta por el cielo. De un momento a otro estallaría en mil colores. Pero no, alcanzó un punto en el cielo, no consiguió subir más y se apagó.