Martes, 3 de enero de 2006
Mañana
Durante el vuelo nocturno Balistreri no pegó ojo. Los asientos eran pequeños e incómodos. La clase business solo se la pagaban a los políticos y hombres de negocios, no a los que iban por ahí buscando asesinos. Corvu, a su lado, aprovechaba la pantallita en el respaldo del asiento de delante para jugar interminables partidas de póquer.
Por fin, agotado, Balistreri se quedó dormido en la última hora de vuelo, cuando ya sobrevolaban la península Arábiga, oyendo música a través de los auriculares.
La odalisca tenía la cara medio cubierta, pero el cuerpo estaba envuelto en velos transparentes. Cuando sus ojos se clavaron en los pechos, una arruga vertical le surcó la frente. Él murmuraba palabras de disculpa, pero no era capaz de apartar la mirada y se percató, con terror, de que eran sus manos, desconectadas de las órdenes de su cerebro, las que desataban los nudos que poco a poco desvelaban las desnudeces de la muchacha. Ella le dejaba hacer, inmóvil y muda. Sus ojos le miraban desde la abertura del velo. «Tú decides», decían.
Se despertó bañado en sudor cuando el tren de aterrizaje tocó la pista. Corvu ya estaba listo, con plano de Dubai, dirección de Media City, teléfono del abogado Nabil Belhrouz, pasaporte, tarjeta de desembarque, gafas de sol, gorra de béisbol, polo y pantalones finos de algodón. Balistreri le miró asombrado.
—Corvu, te falta el cazamariposas.
—Comisario, será mejor que se quite esa chaqueta de lana, son solo las ocho de la mañana y ya estamos a 25 grados.
El aeropuerto era un edificio modernísimo, lleno de tiendas lujosas. Unos funcionarios locales sumamente amables con largas túnicas blancas les ayudaron a cumplimentar rápidamente los trámites aduaneros.
Grandes paneles publicitarios anunciaban nuevos centros residenciales en medio del mar, con forma de palmera. Fuera de la terminal les esperaban un cielo limpio y una temperatura de primavera avanzada, además de una algarabía de chóferes con carteles que esperaban a los hombres de negocios. Vieron a uno con un cartel en el que decía MR BALISTRERI — MR CORVU. Se miraron algo perplejos.
—Se ve que forma parte del paquete viaje-hotel, pero nuestro departamento de traslados no nos había avisado —dijo Corvu.
El chófer, con traje azul oscuro, era un joven paquistaní que les llamaba continuamente sir. Les guió en medio de una selva de coches de gran cilindrada y de todoterrenos hasta una limusina. Dentro había aire acondicionado, minibar y pantalla de televisión.
Corvu iba a pasarle la dirección, pero el conductor se adelantó:
—¿Media City, yes?
Lo primero que hizo Balistreri fue pedirle que subiera la temperatura, heladora a causa del aire acondicionado. El tráfico era ya muy intenso. El chófer les explicó que en Dubai se había producido una explosión demográfica y urbanística, y que tardarían mucho en llegar al centro. La limusina se movía despacio entre Porsches, Ferraris y Lamborghinis, desfilando por carreteras flamantes. La cantidad de grúas y rascacielos en construcción era increíble. Cruzaron el puente sobre el mar, el Creek, que divide las dos partes de la ciudad, y se acercaron a la zona más moderna.
Rascacielos centelleantes de formas atrevidas, vidrieras, mármoles. Corvu estaba entusiasmado y muy metido en su papel de cicerone.
—El petróleo lo traen del emirato vecino, Abu Dabi. Pero el sitio pijo es Dubai: rascacielos, hoteles de siete estrellas como La Vela, centros comerciales de ciencia ficción, una pista de esquí llena de nieve justo delante de las playas... y alcohol, discotecas, chicas...
Enfilaron la anchísima Sheikh Zayed Road, que llevaba a los nuevos conglomerados urbanos y a los hoteles junto a las playas de Jumeirah Beach. Llegaron a Media City a las diez y ya hacía mucho calor. Balistreri, que se había obstinado en seguir con la chaqueta y la corbata, sudaba a mares, añorando la lluvia y el frío de Roma.
El chófer los dejó justo a la entrada del edificio donde estaba la oficina de la ENT Middle East. Eran solo dos habitaciones elegantes y una sala de reuniones, en el tercer piso. Una secretaria filipina les recibió y les pasó a la sala de reuniones, que tenía un hermoso ventanal desde el que se veía el mar verde surcado por motoras y catamaranes.
El abogado Nabil Belhrouz era un guapo jovencito de pelo negro y brillante y tez bronceada. Como mucho tendría treinta y cinco años.
—Hablo un poco de italiano, si lo desean.
Balistreri aceptó, la mar de contento por no tener que utilizar a Corvu como intérprete.
—A lo mejor les sorprende un poco mi edad —dijo Belhrouz después de servirles una taza de café americano—, pero aquí en Dubai todo es así, un mundo de enormes posibilidades que deja espacio a los jóvenes.
Balistreri lo encontraba simpático, un muchacho activo que se abría camino en un mundo complicado. Corvu, en cambio, sentía cierta rivalidad y mantenía una actitud distante.
—Bien, señor Belhrouz, como usted sabe, estamos aquí porque uno de los locales de la ENT en Roma, el Bella Blu, fue escenario de un crimen antes de Navidad —empezó Corvu.
—Sí, leí su mensaje y les daré toda la información que tengo, aunque no he entendido bien la relación con el crimen.
Corvu decidió pasar por alto la pregunta implícita.
—Verá, sabemos que una fiduciaria italiana, por cuenta de la ENT Middle East, tiene el noventa por ciento de las cuotas de la ENT. Necesitamos conocer la identidad de los socios de la ENT Middle East.
—Claro —asintió Belhrouz—. Naturalmente, ustedes, señores, siendo italianos, comprenderán perfectamente algunas cosas. Aquí el anonimato está muy protegido.
Balistreri y Corvu cruzaron una mirada de aprensión.
—Lo que quiero decir —explicó Belhrouz— es que si esperan encontrar nombres y apellidos de personas físicas residentes en Europa, aquí en Dubai nunca los encontrarán. Y ese es el caso de la ENT Middle East.
Le dio un papel a cada uno. Era una especie de registro de accionistas simplificado, certificado por Free Zone Media City para la cámara de comercio de Dubai. Solo aparecía un accionista de ENT Middle East: ENT Seychelles, con sede en las Seychelles.
Corvu miró a Balistreri, consternado.
—Tenía que haberlo supuesto —murmuró.
—Entonces hemos hecho el viaje completamente en balde —comentó Balistreri en árabe.
Sorprendido por el idioma, Belhrouz reflexionó un momento y luego contestó en italiano:
—No del todo, señor. La suya es una indagación difícil, y este es un mundo difícil, casi impenetrable. Por varios motivos, casi siempre fiscales pero a veces también menos lícitos. Por lo que yo sé, completamente lícitos en el caso de la ENT. Me gustaría ayudarles, pero...
Era un muchacho simpático, claramente bien retribuido por hacer de testaferro y desconocedor de cualquier asunto turbio. Pero se notaba que estaba preocupado. Él no tenía nacionalidad de los emiratos y una investigación por asesinato no era ninguna broma. Italia tenía embajada en Dubai, e incluso una cortés protesta por falta de colaboración le habría acarreado problemas. Los jeques querían vivir en un país civilizado, ordenado, unido. Un joven abogado libanés sería expulsado aunque no tuviera culpa de nada.
—No hay vuelos nocturnos a Italia, así que supongo que saldrán mañana a primera hora. ¿En qué hotel se alojan? —preguntó Belhrouz.
—Hilton Jumeirah.
—Muy bien. Tienen todo el día libre. Disfruten del sol, yo pasaré a buscarles a las siete. Les invito a cenar. Hablaremos de un modo menos formal.
Estaba claro que no quería hablar allí. Solo les quedaba aceptar. Antes de salir Balistreri dijo:
—Gracias también por el conductor que mandó a buscarnos al aeropuerto.
Belhrouz se percató de su asombro cuando dijo:
—Yo no he mandado a nadie, ustedes no me lo pidieron.
Balistreri tuvo un mal presentimiento.
—Entonces habrá sido nuestro departamento de traslados. Hasta la noche.
Tarde
Habían quedado el día anterior, después de las breves explicaciones frente a la Mariustravel.
—Me las habría arreglado con el viejo espray de pimienta —había dicho Linda—; de todos modos, gracias por la ayuda. Supongo que tendrá que decírselo al comisario Balistreri.
Piccolo había sonreído.
—La estaba siguiendo después de enterarme de su visita al restaurante. Pero la idea fue mía. Balistreri no lo habría aprobado. Será mejor que quede entre nosotras.
Y habían quedado para el día siguiente en ese bar donde ahora tomaban el té plácidamente, como dos viejas damas.
—Giulia, quiero hacerte una proposición.
Piccolo la miró. Linda Nardi era guapa, inteligente, sensible. Pero también era evidente que no tenía ningún interés sexual por ella.
Escuchó la proposición en silencio, mientras la sangre empezaba a hervirle y sentía un temblor de excitación.
«Una hermana mayor. Más juiciosa que yo, pero dispuesta a todo, como yo.»
—¿No tienes miedo? —preguntó Piccolo, para que la otra le dijera lo que quería oír.
Y Linda se lo dijo, con su mirada serena:
—Lo único que me da miedo es que esto siga.
El previsor Corvu se había traído dos trajes de baño, uno para él y el otro para Balistreri. Pasaron el día en la playa del hotel, hasta las cinco. De vez en cuando Corvu llamaba por teléfono a Natalya y le contaba lo que estaba viendo. Sacaba fotos con el móvil y se las mandaba a su chica. Dio una vuelta en parapente tirado por motora. Fue a la pista de esquí. Nadó durante más de una hora. Balistreri no quiso acompañarle en ninguna de estas actividades y durmió la siesta en la playa.
Tuvo un sueño confuso, en el que Linda Nardi le hablaba en un idioma que no conocía.
Noche
Cuando Belhrouz pasó a buscarles con su Audi A8 ya había anochecido, pero soplaba una brisa ligera y la temperatura era templada y agradable.
El restaurante estaba en una glorieta sobre el mar. Se sentaron fuera, junto al agua iluminada por los rascacielos. La edad media de los presentes rondaba los treinta años, y todas las chicas eran impresionantes. Lo mismo que los precios que Balistreri entrevió en la carta y los langostinos que pidió.
Durante la cena, Belhrouz les habló de su familia de origen palestino, de sus abuelos expulsados por los israelíes y de cómo sus padres se habían salvado milagrosamente de la incursión del ejército cristiano libanés en Shatila en 1982. Mientras tanto el joven abogado bebía vino blanco y seguía con la mirada el magnífico ir y venir de chicas.
Al final de la cena, delante de un vaso de whisky con hielo y un buen puro, Belhrouz dijo:
—Dubai es un gran juego de azar en el que la banca es la evolución de la economía mundial. Verán, aquí pasa como en sus Evangelios, se multiplican los panes y los peces, todos los días. Inmuebles, bancos, turismo, todo.
—Porque nadie pregunta de dónde sale el dinero —observó Corvu.
—Exactamente. Aquí llegan rusos, chinos, iraquíes, iraníes, saudíes, todos con maletas repletas de dinero en efectivo para comprar un rascacielos. Nadie les pregunta de dónde lo han sacado. ¿Actividad industrial o contrabando de armas? ¿Supermercados o tráfico de órganos? No difference, money is always good.
—Pero si la economía se frenase y unos estados empeñados en gravarlo todo entorpecieran el reciclaje... —dijo Corvu.
Belhrouz señaló el magnífico perfil del hotel más bonito del mundo.
—Todas esas suites de cuatro mil dólares por noche como mínimo están reservadas para los próximos dos años. Pero podrían vaciarse en un par de días. Y yo volvería a Beirut Este —concluyó, con una sonrisa triste.
Balistreri decidió que era el momento adecuado para reanudar la conversación donde la habían dejado esa mañana.
—¿Y nosotros con qué nos encontraríamos si fuéramos a las Seychelles?
Belhrouz sonrió.
—Otras playas preciosas. Y a otro testaferro. Y así sucesivamente.
—¿Y cuando acabáramos de dar vueltas?
El joven abogado miraba con avidez el trasero de la camarera rusa mientras apuraba el cuarto whisky.
—Al final, señor Balistreri, se encontrarían en el punto de partida, en Italia. La verdad está ahí.
—Pero ¿cómo vamos a...?
—Escuche —dijo Belhrouz bajando la voz—, usted me parece un hombre serio. Solo quiero que me dé su palabra sobre dos cosas.
—Le escucho.
—Mi nombre no debe salir a relucir.
—De acuerdo. ¿Y la segunda cosa?
—Mi hermana está estudiando en una universidad italiana, en L’Aquila. Una vez, cuando yo estaba en su casa, contestó por equivocación a mi móvil; era uno de los socios de la ENT. Puede que necesite un favor.
—Tiene mi palabra.
Belhrouz vació el último vaso de whisky y pagó la cuenta. Estaba visiblemente borracho. Les dio una tarjeta de visita.
—No quiero hablar aquí y tengo que pasar por el despacho a recoger un documento para ustedes. Nos vemos en mi casa dentro de una hora, entréguenle al taxista la tarjeta con mi dirección privada.
Lo acompañaron a la salida. Le trajeron su Audi, y Belhrouz, un poco tambaleante, se despidió con la voz ronca del borracho alegre.
—Hasta luego, amigos italianos.
Balistreri siguió con la mirada el coche que se dirigía a la Sheikh Zayed Road. En cuanto salió del aparcamiento un todoterreno enorme se puso detrás de él.
Sacó el móvil y llamó al hotel. Pidió que le pusieran con el recepcionista.
—Quería saber si en la reserva que hizo nuestro departamento de traslados está incluido el trayecto de ida y vuelta del aeropuerto al hotel.
Oyó que el filipino consultaba su ordenador.
- No, sir, this service not included.
Cortó la comunicación y corrió hacia la parada de taxis. Corvu le siguió, sorprendido.
—¿Qué pasa, señor?
—Sígueme y no preguntes.
Balistreri le dio cincuenta dólares al taxista paquistaní y le señaló el Audi 8 y el todoterreno que estaban a doscientos metros de ellos.
A esa hora había menos tráfico y la alarma acústica de exceso de velocidad del taxi sonaba sin parar. El paquistaní le miró por el retrovisor.
- We go prison, sir.
Balistreri le enseñó un billete de cien dólares y el conductor aceleró. Vio las luces traseras del gran todoterreno y el Audi adentrándose en la serie de curvas que hay antes del paso elevado.
—¿Tienes el número de móvil de Belhrouz? —le preguntó bruscamente Balistreri a Corvu.
—Sí.
—Llámale enseguida y pásamelo.
Belhrouz contestó al segundo timbrazo con la voz pastosa por el alcohol.
—Amigo italiano —dijo alegremente.
—Tiene un todoterreno detrás, aminore y trate de parar.
—Pero ¿qué dice? —rió Belhrouz.
Balistreri vio que el todoterreno se echaba a un lado y aceleraba, poniéndose a la altura del Audi.
Oyó claramente la exclamación de sorpresa de Belhrouz: «What the fuck?» y el choque metálico de los dos coches. El Audi, embestido, se desvió a la derecha, chocó contra el quitamiedos, capotó y patinó hasta el otro lado de la calzada, donde al impactar con el otro quitamiedos se inclinó. Luego cayó desde una altura de veinte metros.
El móvil reservado sonó tres minutos y medio después de que el Audi 8 de Belhrouz se estrellara en la Sheikh Zayed Road y se incendiara. Pasquali acababa de llegar a casa y estaba saludando a su mujer. Cuando ese móvil sonaba, sabía que debía alejarse de ella. Solo una persona tenía ese número. Una persona a la que Pasquali respetaba y temía, y de quien se había fiado.
«Señor, lo hice por el bien del país, quizá por poder, no por dinero.»
Fue a su despacho y aceptó la llamada sin decir nada.
Era la voz que tan bien conocía.
—Ha habido que intervenir seriamente.
Pasquali suspiró profundamente y no dijo nada. Eso no era lo que estaba previsto, pero protestar sería tan peligroso como inútil.
—No queremos tener problemas cuando vuelva su hombre. Ocúpese de él —concluyó la voz.
La comunicación se cortó; Pasquali no había pronunciado palabra. Antes de salir del cuarto echó una ojeada fugaz al crucifijo. Agachó la cabeza.
Como estaba previsto, Colajacono salió de la comisaría a las nueve, solo. Piccolo había filtrado, por vías que no podían involucrarla, la noticia de que Giorgi y Adrian habían hablado de él. Las dos mujeres vieron entrar a Colajacono en el Casilino 900 sin problemas. Llevaba uniforme y le conocían bien allí.
Poco después le siguieron y entraron ellas. Se habían vestido como dos gitanas y nadie les preguntó nada. El campamento estaba apenas iluminado por las lámparas de petróleo de las chabolas; fuera de ellas se aventuraban pocos adultos, a causa del frío. El olor a basura y excrementos era muy fuerte.
Se adentraron, siguiendo a Colajacono a una distancia prudencial.
—Síguele tú, yo iré detrás —le dijo Piccolo—. Si Colajacono me ve la fastidiamos.
Linda avanzó, tratando de no perder a Colajacono ni la orientación en el laberinto de chabolas y montones de basura.
«Conocí el miedo hace muchos años. Y desde entonces lo he borrado de mi mente.»
Colajacono entró en una caravana.
—Es la de Adrian y Giorgi —le informó Giulia.
Linda se acercó a la ventana medio abierta.
—¡Os lo voy a cortar con mis propias manos!
La voz de Colajacono resonaba con furia.
Linda se agachó. Debía tener paciencia. Preparó con calma la pequeña cámara portátil de infrarrojos.
Oyó claramente el chasquido del primer bofetón, luego el segundo. Los dos rumanos protestaban en tono quejumbroso.
—Ahora vais a decirme la verdad si no queréis que os rompa el culo a patadas.
Era el momento. Cogió aire y se enderezó, lista para grabar.
La toma era perfecta: dos chicos en el suelo y el policía con uniforme apuntándoles con la pistola. Grabó durante unos segundos, luego Colajacono la vio. Antes de que saliera, ella le lanzó la cámara a Piccolo, que la escondió detrás de una chabola cercana.
Colajacono salió blasfemando. Todavía empuñaba la pistola.
—¡Te voy a matar, puta!
El puñetazo alcanzó a Linda en la mejilla y la tiró al suelo.
«Qué previsibles son los violentos. Grábalo bien, Giulia.»
—Gitana de mierda, dame esa jodida cámara —le ordenó Colajacono.
—Soy una periodista italiana —dijo ella, poniéndose de pie y limpiándose la sangre que le brotaba del labio roto.
Él retrocedió, perplejo, y luego miró con cara de lelo el carnet. Conocía el nombre. Después de pensárselo un momento se decidió.
Sus ojos porcinos tenían reflejos de puro odio.
—Entonces mi deber es registrarla —dijo, empujándola con el cañón de la pistola dentro de la caravana, donde Adrian y Giorgi les miraban, desconcertados.
Piccolo seguía grabando y se debatía entre la satisfacción por lo bien que estaba saliendo el plan y las ganas de intervenir. Pero Linda había sido tajante: «Solo cuando yo te haga una señal». Se acercó a la ventana de la caravana.
—¿Dónde ha metido la cámara mi preciosa periodista? ¿A lo mejor entre estas dos hermosas domingas?
Piccolo oía las carcajadas de los tres hombres; ahora Giorgi y Adrian también se divertían. Logró ver cómo Linda negaba con la cabeza. La señal iba dirigida a ella.
«Todavía no, espera.»
—De acuerdo, entonces tendré que registrarla. Le va a gustar. Luego yo también grabaré un bonito vídeo mientras les hace una mamada a estos buenos chicos, y si se le pasa por la cabeza crearme problemas me encargaré de que circule por internet.
Piccolo filmaba temblando de rabia mientras Colajacono le quitaba a Linda, inmóvil, el abrigo, luego el jersey y luego la camisa. Se detuvo ante el sujetador.
—Bueno, chicos —les dijo Colajacono a los rumanos—, ahora vamos a ver si la esconde entre las tetas o entre los muslos.
Linda Nardi dijo:
—No, espere. Le diré dónde está.
Era la señal. Piccolo escondió rápidamente la cámara bajo la caravana, empuñó la pistola y abrió de golpe la puerta.
—Manos arriba los tres —dijo, apuntándoles con alegría salvaje.
«No dispares, Giulia, no dispares. Le jodemos mejor vivo.»
Colajacono, aturdido, tuvo un momento de duda mientras miraba con rabia la pistola que había dejado encima de la mesa. La mirada de Piccolo le disuadió. Era evidente que ella esperaba solo eso para disparar. Poco a poco, Colajacono empezó a darse cuenta de que se había buscado la ruina.
—Ahora tumbaos en el suelo —ordenó Piccolo, mientras Linda se vestía y se largaba de allí.
Piccolo dejó que pasaran unos minutos para que su amiga tuviera tiempo de salir del campamento con la cámara. Mientras tanto oía, divertida, las blasfemias y amenazas obscenas de Colajacono.
—Estás acabado, Colajacono. Toda la escena está grabada, incluido el intento de violación de una periodista.
—Eres una puta asquerosa, bollera de mierda. ¿Crees que no sé en lo que andas con las otras camioneras como tú?
Piccolo se rió.
—Pierdes el tiempo provocándome, no pienso tocarte, cabronazo. Ya se encargarán tus compañeros de celda. ¿Sabes lo que les hacen a los policías que acaban en el trullo? Pasarás unos cuantos años chupando pollas y tomando por el culo. Ahora levántate.
Colajacono se levantó. Temblaba de rabia.
—La cámara está a salvo, camino del periódico. Tienes tiempo hasta la medianoche de mañana para decirnos quién estaba con Nadia en el reservado del Bella Blu la noche del 23 de diciembre. Si nos lo dices, nos portaremos bien, y si la información es cierta el asunto no pasará de ahí. De lo contrario, te verás en la tele y en internet.
Colajacono la miraba, perplejo.
—¿Con quién estaba Nadia en el Bella Blu? ¿Y yo qué sé?
—Pregúntaselo a tu amigo Mircea, él seguro que lo sabe. La llevó a cenar y se la entregó a alguien que la acompañó al Bella Blu y la mató.
—Pero mira que eres estúpida. Fue el pastor, Vasile.
Piccolo negó con la cabeza.
—Danos ese nombre, el bueno. Si no, te verás en YouTube.
Le dejó meditando sobre el desastre, incrédulo.