Jueves, 29 de diciembre de 2005

Mañana

Lo despertó una blasfemia. Balistreri se dio la vuelta en la cama y miró hacia la ventana. Estaba amaneciendo. Echó un vistazo al despertador: las cinco y cuarenta. Metió la cabeza debajo de la almohada, pero no consiguió volver a dormirse. Rumiaba.

Esa zona de Roma era a la vez infierno y paraíso. Desde hacía tres años se veía obligado a vivir en el casco histórico, aunque lo odiaba, tan mágico por la noche como caótico y pestilente durante el día. Vivía en un pisito, cerca del Ministerio del Interior, destinado a funcionarios y directivos; en una segunda planta, en esa callejuela en medio del ruido de los coches, las masas de turistas y el frenesí de las compras. En ese agujero se refugiaba solitario casi todas las noches, cerrando las ventanas al mundo exterior, con un cedé o un buen libro. Cada vez más esporádicamente con una mujer. Dormía poco y mal, percibiendo todos los ruidos, grandes y pequeños, de esa maldita ciudad. No podía tomar somníferos porque interferían con los antidepresivos.

Otra blasfemia, esta vez más fuerte. Resignado, se levantó. Abrió la ventana y se asomó a la callejuela. De una camioneta blanca con las puertas traseras abiertas, dos inmigrantes estaban descargando mercancía en la tienda de ropa de abajo. El propietario de la tienda, un viejo judío, estaba discutiendo con un tipo enorme que se había bajado de un todoterreno tan grande como él. Estaba claro que la camioneta bloqueaba el paso del todoterreno. El conductor de este último blasfemó por tercera vez, dio un empujón al judío y le gritó con un fuerte acento romano:

—¡Quítame de en medio a esos dos gitanos de mierda, joder!

Los dos jóvenes dejaron de cargar y se aproximaron hacia el todoterreno. Balistreri vio al blasfemador deslizar la mano debajo de su chaquetón negro de piel.

—Será mejor que no lo hagas —le dijo.

Estaba lo bastante cerca como para hacerse oír sin gritar. Los cuatro se volvieron a mirarlo.

—¿Quién coño eres? Vuélvete a la cama, gilipollas —le gritó el blasfemador.

—Será mejor que no lo hagas —repitió Balistreri—. Si sacas esa pistola y haces daño a alguien no tendrás escapatoria. Además, yo también tengo una. —Y, apuntando hacia el energúmeno, blandió alegremente una Magnum 44 de juguete que le habían regalado unos años antes en un curso del FBI.

El blasfemador se refugió en el portal, fuera de tiro. El judío se había quedado en mitad de la calle y miraba confuso a Balistreri.

—Señor Fadlun, ordene a la camioneta que dé la vuelta al edificio para que así ese señor se pueda ir.

El viejo sonrió e hizo un gesto a los dos hombres, que rápidamente cerraron las puertas traseras y se fueron con la camioneta.

—La calle está libre, señor; puede irse tranquilo —dijo Balistreri al blasfemador escondido.

El energúmeno lo miró desde su escondite, algo indeciso.

—Mi pistola es de juguete —lo tranquilizó Balistreri.

El tipo recuperó todo el valor.

—Entonces baja para que te rompa los huesos, gilipollas.

Balistreri sonrió paciente, preguntándose si con los años se había vuelto más razonable o más blando.

—Tranquilícese —el judío apaciguó, melifluo, al hombre—, ese señor es policía, seguro que no le dispara.

La camioneta blanca había dado la vuelta y ahora estaba detrás del todoterreno.

—Pero puedo disparar a las ruedas de su bonito cochazo si no se quita de en medio en cinco segundos —le avisó Balistreri volviendo a blandir en el aire la Beretta Magnum descargada.

El todoterreno se marchó de inmediato; Balistreri cerró la ventana y fue a prepararse el café.

Al cabo de unos minutos llamaron a la puerta. Era el señor Fadlun. Estaba en el umbral con un paquete en la mano que despedía un olor sublime.

—Mi mujer acaba de sacar del horno los baklava; sé que le gustan mucho.

Se mostraba arrepentido; Balistreri le había repetido infinidad de veces que descargara después de las seis, como los cristianos.

—Dele las gracias a su mujer, señor Fadlun.

—Y discúlpeme de nuevo.

Ahora Fadlun sonreía un poco; se conocían bien desde hacía tres años.

—Ya sabe cómo son los negocios; en la temporada de Navidad hay que tener mucha mercancía.

Balistreri le miró la muñeca, en la que tenía marcado de forma indeleble el número que aún seguía identificándolo como Ka-Tzetnik de Auschwitz. Pensó con un escalofrío en lo que habría dicho de aquel viejo el Balistreri de treinta años antes. Le dio las gracias amablemente y no le regañó por abrir antes de tiempo la tienda.

Las dos últimas semanas del año habían sido imposibles. El centro de Roma se había llenado como siempre de gente en busca de regalos navideños, convirtiéndose en una barahúnda insoportable.

Balistreri se tomó el protector gástrico y las tostadas integrales mirando con tristeza los dulces de la mujer de Fadlun, se bebió el café descafeinado y se fumó el primer cigarrillo del día mientras comprobaba que en el paquete no hubiera más de cinco. Aquel brebaje era como su vida: insípido. Su padre, como buen siciliano, decía que el descafeinado era como el coitus interruptus o el humo del cigarrillo no aspirado. Y, de la mitad siciliana de su padre, Balistreri había eliminado la parte que detestaba y perdido la parte que amaba.

Se duchó y se vistió. Los pantalones le bailaban en el cuerpo. Había adelgazado todavía más, cinco kilos en los últimos seis meses, y tenía las sienes cada vez más grises. Con el último sorbo de café se tomó el antidepresivo.

«En el pasado no me daba miedo la muerte. Hoy trato de retrasarla lo más posible.»

Salió cuando no eran todavía las siete de la mañana. Llegó a las dependencias de la Unidad Especial en cinco minutos. El agente de la entrada corrió a abrirle obsequioso el ascensor. Era un gesto que a Balistreri no le gustaba, pero eran costumbres dictadas por otros jefes. Y su descenso de popularidad desaconsejaba cualquier crítica al sistema. Por lo demás, llevaba trabajando en aquel sistema desde hacía veinticinco años. Era parte integrante de él desde hacía demasiado tiempo.

Subió al tercer piso; su despacho era el de la esquina: una habitación grande con un friso del siglo XVIII en el centro del techo, de tres metros y medio de altura, y vistas al Coliseo y al Foro Romano.

Todos los demás despachos estaban vacíos, salvo el puesto de Margherita, la nueva operadora de centralita y a la vez secretaria, que lo saludó con una sonrisa. Rostro sin maquillar, aire de buena chica.

«Podría ser mi hija. Y si lo intentase, le entraría la risa.»

Desde hacía años había ido espaciando gradualmente sus conquistas. Ya no era capaz de herir con desenvoltura y vivir sin sentimiento de culpa. Así, las prohibiciones que iba imponiéndose se habían extendido lentamente a casi todas las categorías: mujeres casadas o prometidas, chicas solteras todavía en edad de tener ilusión por casarse. Resultado: entre sus autolimitaciones morales y su decadencia física y psíquica el campo se había limitado a las benefactoras y a las putas.

Disponía de media hora antes de que llegaran sus dos subcomisarios, Corvu y Piccolo. Comenzó con la rutina de todos los días. Se llevó a la boca un cigarrillo apagado, encendió el ordenador y repasó el correo electrónico. Solo los dos mensajes más importantes, como hacía cada mañana. El primero era de Graziano Corvu: «Actualización investigaciones». Era un resumen de todas las investigaciones abiertas en los últimos dos años y todavía no resueltas, con las eventuales novedades destacadas en rojo. Eran solo cuatro casos: tres recientes más el caso Samantha Rossi, el caso R.

Solo había una novedad, un joven senegalés había sido acuchillado mortalmente al salir del club nocturno Bella Blu, detrás de via Veneto, en la noche del 23 al 24 de diciembre. Papa Camarà, instructor de culturismo en el gimnasio Sport Center. Por las noches trabajaba también en el Bella Blu como gorila. Había habido una pelea a la entrada del local entre Camarà y un motorista no identificado poco antes del acuchillamiento, que había tenido lugar hacia las dos y media de la mañana. El director del Bella Blu era un abogado, Francesco Ajello, que había llamado a la policía.

Escribió una nota en un post-it que pegó a un lado del escritorio y encendió el segundo cigarrillo. Pasó a leer el mensaje de Giulia Piccolo: «Hechos nuevos». La Unidad Especial de Extranjería no solo se ocupaba de asesinatos, sino también de cualquier infracción penal o hecho relevante para la investigación en el que estuvieran implicados sujetos extranjeros. Peleas con heridos graves, secuestros, personas desaparecidas. En los días festivos anteriores los mensajes de Piccolo habían sido más bien breves. En Navidad no sucedía nada realmente serio: tirones a señoras durante las compras, vendedores a quienes les robaban la caja, robos de mercancía, chiquillos de vacaciones aburridos que se dedicaban a cometer pequeños hurtos en los centros comerciales, vagabundos muertos de frío, peleas entre parientes de diferentes etnias incautamente reunidos para las fiestas, y obviamente los accidentes de tráfico multiplicados por diez debido al gran número de italianos en movimiento y a la bebida. Banalidades con las que se podía convivir. Nada que mereciera su atención.

Aquel día una sola novedad: «Prostituta rumana denuncia ayer por la mañana la desaparición de una amiga suya desde la noche del 24 de diciembre». Otro post-it.

Al otro lado de las persianas, que Balistreri tenía bajadas, Roma empezaba a desperezarse. Dejó encendida tan solo la lámpara de mesa y puso un cedé de Leonard Cohen a bajo volumen. El psiquiatra que lo trataba le había dicho que dejara de oír a Cohen, Lennon y De André, que los guardara en el baúl de los recuerdos durante un tiempo. Fue a tumbarse en el sofá de piel cuarteada y rajada, casi un manifiesto de su estatus y de su humor, y se quedó dormido. Soñó que se encendía un cigarrillo.

Los dos jóvenes subcomisarios entraron juntos en el despacho de Balistreri a las siete y media en punto. Tenían en común la puntualidad y la dedicación plena. Por lo demás, no podían ser más diferentes.

Graziano Corvu procedía de un pueblecito del interior de Cerdeña. De familia pobre, se había matado a estudiar y se había licenciado en matemáticas en Cagliari. Después había cursado un máster nocturno de economía cuando ya trabajaba en la policía. Al ser el menor de cinco hijos varones, dominaba de forma innata el arte de complacer. Por todas partes tenía amigos a quienes había hecho algún favor. Corvu era el analista más eficaz de la policía romana. Su talón de Aquiles eran las chicas. En aquel terreno el pequeño e infatigable Corvu era una mezcla de torpeza y mala suerte, a pesar de los consejos y los ánimos de un viejo maestro como Balistreri.

Giulia Piccolo, en cambio, había crecido en una pequeña ciudad de la costa cerca de Palermo, de donde había huido nada más alcanzar la mayoría de edad, perseguida por las habladurías sobre su dudosa sexualidad. Alta y fuerte, uno ochenta y siete centímetros de músculos siempre entrenados bajo un rostro de rasgos bellos pero angulosos, en Roma se había licenciado en educación física y había llegado a ser cinturón negro de kárate. No se le conocían hombres en su vida, lo que, según Balistreri, era una pésima señal. Tenía un carácter demasiado impulsivo, pero en ella eran evidentes el valor y la intransigencia, algo de cuya pérdida con el paso de los años era consciente el jefe de la Unidad Especial.

—Buenos días, señor.

Se las había visto y deseado para convencer a Corvu de que no le llamara «señor subjefe superior adjunto», que era su grado real. Corvu había aceptado llamarle solo «señor» cuando Balistreri había apelado a su gran capacidad analítica para hacerle ver que dos de las cuatro palabras de su título eran diminutivos.

—Parece cansado, señor —observó Corvu.

«Están preocupados. Les ha llegado el bulo de que estoy a punto de que me prejubilen.»

—¿Antecedentes? —preguntó Balistreri a Corvu para cambiar de tema.

—Tanto Camarà como el abogado Ajello están limpios; su certificado de antecedentes penales es inmaculado —respondió Corvu, sin saber a cuál de los dos se refería.

—¿Lo has comprobado también con la Interpol?

—Sí, nada.

—¿Y en los tribunales?

—Hecho.

—¿Y en el SISDE?

Era una pequeña maldad, Corvu no tenía suficiente autoridad para acceder a los archivos informáticos de los Servicios Secretos.

—Hecho, no aparece nada.

Corvu desvió la mirada. Balistreri prefirió no preguntar cómo lo había conseguido.

—¿Y no te parece raro que el director de un club nocturno con gogós y gorilas seguramente pagados en negro no tenga siquiera un pequeño antecedente, no digo ya una condena, pero sí al menos una denuncia por hurto de manzanas...?

—Cuando se mueve mucho dinero en efectivo siempre hay algo —insistió Piccolo.

Corvu se ensombreció.

—Perdone, señor, tendría que haber pensado en ello. Comprobaré con la Agencia Tributaria.

—Házmelo saber mañana. Ahora háblame de la víctima.

—Papa Camarà trabajaba en el Bella Blu desde principios de septiembre. Llegaba a las diez de la noche y se iba a las seis de la mañana, cuando cerraba el local. Evitaba que entrara gente «inadecuada», así nos ha dicho el abogado Ajello. Hubo un altercado delante del club.

—¿Qué sabemos de ese altercado?

—Un testigo, un turista norteamericano que llegó hacia las dos, vio a Camarà discutir con un motorista que después se fue. A Camarà lo encontraron agonizante en la acera, delante del local, a las dos y media de la mañana. Le habían clavado una navaja en el vientre.

—¿Tienen una descripción del motorista?

—El norteamericano estaba ebrio. Además dice que el motorista llevaba un casco integral.

—Está bien, vuelvan a interrogarle. E investiguen a la víctima, a Ajello y su contabilidad, sobre todo.

Se volvió a Piccolo. Cogió el otro post-it y se lo pasó. En él había escrito el número 28 con signos de exclamación e interrogación.

—Tiene razón, señor. Según la chica, esperó cuatro días por una serie de motivos. Tengo el acta de la denuncia presentada ayer en la comisaría de Torre Spaccata. La denunciante, Ramona Iordanescu, conoce desde hace solo un mes a la desaparecida, una tal Nadia, de la que no sabe el apellido, solo que procede como ella de un pueblecito de Moldavia cercano a Iasi. No tiene noticias de Nadia desde última hora de la tarde del 24 de diciembre.

Balistreri frenó con un gesto el torrente de aclaraciones que Corvu estaba a punto de pedir.

—¿Puede sintetizar? —le pidió amablemente a Piccolo.

Siempre tenía mucho cuidado de no herir su susceptibilidad. Hablarle de usted mientras que a Corvu le hablaba de tú pasaba por una forma de respeto, y ella no parecía ofenderse por ello.

—Ramona Iordanescu, nacida el 4 de abril de 1986 en Iasi, Rumanía.

—¿Pero no había dicho que era de Moldavia? —la interrumpió Balistreri.

—No se trataba del país, Moldavia, sino de una región de Rumanía que se llama igual —aclaró Corvu.

—Desde el 1 de diciembre de 2005 reside en via Tiburtina, en un piso propiedad de un tal Marius Hagi, dueño también de la sala de billares que se encuentra al lado y empleador de un primo lejano suyo, Mircea Lacatus. Conoció a Nadia X durante el viaje que hizo en autobús desde Moldavia a Roma a finales de noviembre. Simpatizaron y decidieron compartir la habitación que alquilaba en su casa el empleador de Mircea. Al llegar a Italia, Mircea y su primo Greg las obligaron a prostituirse bajo la amenaza de graves agresiones físicas. Lugar habitual de «trabajo»: via di Torricola, una larga carretera de salida al campo entre la via Appia y la Casilina. El 24 de diciembre Ramona y Nadia llegaron a dicho lugar alrededor de las dieciocho horas. Ramona subió al coche de un cliente hacia las dieciocho treinta y no encontró a Nadia a su regreso, ni allí ni en su habitación de via Tiburtina, cuando volvió al amanecer del día 25. Nadia debería haberse marchado con ella para pasar el fin de año en Rumanía. Ramona dice que no presentó antes la denuncia porque pensaba que su amiga había conseguido huir de sus captores. Entregó esta foto de Nadia y ella.

Piccolo les pasó una foto en la que se veía a dos jóvenes abrazadas en la plaza de San Pedro. Alguien había dibujado con un bolígrafo rojo un corazón alrededor de ellas. No aparentaban tener ni siquiera veinte años. Una era morena y más alta, y la otra bajita, delgada y rubia. Alguien había escrito una R debajo de la morena y una N debajo de la rubita.

—Y ayer se decidió a presentar una denuncia. ¿Por qué? —preguntó Corvu.

Piccolo leyó directamente de la denuncia: «Iordanescu se ha presentado hoy 28 de diciembre de 2005, a las 5 horas de la mañana, para formalizar esta denuncia, ya que dentro de una hora saldrá en autobús para Iasi». Dirigió una mirada indignada a Balistreri.

—A nadie se le ocurrió impedírselo.

Balistreri evitó mostrar signos de contrariedad.

«¿A quién pretendes que le importe que desaparezca una puta rumana sin permiso de residencia?»

Ahora los bocinazos atronaban al otro lado de la ventana; se oían incluso a través de los cristales dobles. Llovía con fuerza. A Balistreri le animaba.

«La lluvia mitiga la vida, como un antidepresivo.»

Miró la hora.

—Son las ocho y diez —le dijo a Piccolo.

—Me he informado. El cambio de turno es a las nueve —contestó ella, ya de pie.

—Llévese al Nano y pongan la sirena. Con la lluvia, Roma es un auténtico caos.

El inspector Antonio Coppola era un cincuentón napolitano conocido por tres cosas: su baja estatura, de ahí el apodo afectuoso de «el Nano», su galantería con las mujeres y un racismo sutil de meridional discriminado a su vez. De joven se había casado dos veces con unas mujeres mucho más guapas que él. Ambas lo habían echado de casa por infidelidad manifiesta. Él decía que lo suyo era una enfermedad compensatoria. En pocas palabras: la conquista femenina era una forma de compensar el complejo de inferioridad debido a su altura. Después se había casado con Lucia, una chica napolitana, su primer amor en el liceo, que era alta y guapa; y había nacido Ciro, ahora convertido en un chico de dieciséis años altísimo, capitán de su equipo de baloncesto. Por entonces Coppola se limitaba a meterse con las mujeres guapas, sin catarlas.

Por si acaso, Balistreri se había resignado a la necesidad de mantenerlo alejado de las investigadas demasiado atractivas. No quería ser ni causa ni testigo de crisis sentimental alguna.

Coppola se sentó al volante y activó la sirena mientras Piccolo le ponía al día sobre la denuncia de Ramona Iordanescu. Conducía enloquecido en medio del tráfico, como si estuviera solo en el circuito de Monza.

Al cabo de un rato salieron del centro, y los bonitos edificios antiguos dejaron paso a los bloques degradados de la periferia este de Roma, los de la especulación inmobiliaria de los años sesenta.

A las nueve menos cuarto llegaron a la comisaría de Torre Spaccata, un edificio de seis pisos con cientos de ventanas sin balcón al que se entraba por una verja oxidada. Llamaron por el telefonillo. «Comisaría», respondió una voz joven, siciliana.

El agente de turno se llamaba Giuseppe Marchese: poco más de veinte años, moreno, pelo muy corto y ojos despiertos. Vestía de paisano y se dirigió enseguida a su colega varón.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo, ignorando por completo a Piccolo.

—Inspector Coppola.

El Nano le mostró la placa. Silencio. El agente empezaba a ponerse nervioso: la Unidad Especial producía siempre aquel efecto. Después Coppola señaló a la mujer que se encontraba a su lado.

—Acompaño a la subcomisaria Piccolo.

—Lla-lla-llamaré enseguida a mi superior —balbuceó Marchese extendiendo la mano hacia el teléfono.

—No —lo detuvo bruscamente Coppola—, es contigo con quien queremos hablar. ¿Hay algún despacho donde podamos hacerlo con discreción?

—Es que... —intentó decir débilmente Marchese mirando el reloj de pared— termino mi turno dentro de cinco minutos.

—Mejor, así nadie nos molestará. ¿Dónde nos metemos? —prosiguió Coppola, cada vez más apremiante.

Le dio un poco de lástima: era solo un chiquillo, no debía de haber visto nada más que su pueblo y esa comisaría en una de las zonas más feas de una ciudad peligrosa. Por otra parte, si Ramona había podido irse, era también por su culpa.

Marchese los condujo a una habitación esquinada, mientras otros agentes de la comisaría se saludaban por el cambio de turno. Algunos los miraron perplejos. Coppola les cerró la puerta en la cara. En la habitación había dos sillas y un escritorio. Coppola acercó la silla más grande a Piccolo, que la colocó en un extremo y se sentó. Él se apoyó pesadamente sobre el escritorio.

—Siéntate —le dijo a Marchese.

El pobrecillo se sentó en el borde de la silla, con Piccolo a su espalda.

—Ramona Iordanescu. Tú tomaste su declaración —comenzó el Nano.

Marchese se puso rápidamente de pie.

—Inspector... —intentó decir.

Coppola le puso una mano en el hombro y el chico se volvió a sentar. Era evidente que se sentía muy incómodo. Piccolo había aprendido a reconocer al vuelo el miedo. Incluso para un chiquillo emotivo esa reacción era excesiva. Era verdad que se trataba de la Unidad Especial y que el Nano tenía una actitud muy dura, pero nadie lo había acusado todavía de nada. Piccolo se levantó y se puso delante del chico mientras, con un sincronismo perfecto, Coppola se retiraba del campo visual del agente.

Se acuclilló sobre los talones delante de Marchese, de forma que sus ojos estuvieran al mismo nivel.

—Giuseppe —empezó con voz muy tranquila—, tú no has hecho nada grave, tu grado no te lo permite.

Él la miró como si fuera la Virgen de Sciacca, venida a salvarlo del infierno.

Ella le dejó que se calmara. Después le dijo en voz baja en un siciliano cerrado:

—Solo quiero que me expliques una cosa ahora mismo: quién fue el que te dijo que la dejaras marcharse a su país.

Los ojos del muchacho se movieron rápidamente hacia la puerta, detrás de la cual empezaba a oírse un discreto vocerío. Echó una ojeada al Nano, que fue a plantarse delante. Alguien llamó con los nudillos. Coppola abrió la puerta, salió al pasillo y la cerró tras de sí. Las voces subieron de volumen. Tenía un minuto, tal vez menos.

—Aquí no estamos en nuestra tierra, aquí debes decir la verdad, de lo contrario te joden —continuó Piccolo.

—A nosotros los pobres nos joden siempre —gimió él.

Después, en voz baja, añadió un nombre.

En el pasillo se había desatado un pandemónium. Piccolo abrió la puerta de par en par. Un cincuentón con uniforme de subcomisario y treinta centímetros más alto que Coppola le estaba gritando a la cara:

—Le denunciaré ante los órganos disciplinarios. Aquí no estamos en Chicago; quiénes cojones os creéis...

Después vio a Piccolo y adoptó una expresión estupefacta, preguntándose quién era esa zorra todo músculos.

Piccolo, casi leyéndole el pensamiento, le mostró la placa. El otro la miró pero después volvió a ponerse de nuevo agresivo.

—En cualquier caso usted no puede entrar aquí y someter a interrogatorio a uno de mis hombres.

Mirándola de forma despreciativa, le enseñó a su vez la placa: subcomisario Remo Colajacono. Era alto y gordo, con un espeso pelo gris peinado con brillantina hacia atrás que le llegaba hasta el cuello, la nariz de boxeador y los ojos negros muy juntos y peligrosos.

—Si no le importa, hablaremos de ello en su despacho, no en medio del pasillo —le dijo Piccolo amablemente.

El otro se dio la vuelta groseramente y la guió hasta un despacho algo apartado. Se sentó en el sillón que estaba debajo del crucifijo y de la foto del presidente de la República y, sin invitarla a tomar asiento, dijo señalando a Coppola:

—El inspector se queda fuera.

Coppola salió y cerró la puerta.

—Bien, hablemos de Ramona Iordanescu —comenzó Piccolo.

—De la denuncia de ayer por la mañana —dijo él rápidamente.

Piccolo reprimió una sonrisa; los hombres violentos suelen precipitarse demasiado.

—No, de la vez anterior. ¿Habló usted con ella?

Colajacono estaba incómodo porque Piccolo no encajaba en ninguna de las categorías en las que acostumbraba a dividir a las mujeres: madres, hermanas, zorras y muertas. Él era alto, pero ella más. Él era musculoso, pero ella más. Él tenía un grado bastante alto, ella también y en una unidad más importante.

Para ganar tiempo encendió un cigarrillo.

—¿Le molesta si fumo?

—No —dijo Piccolo.

Se levantó y, como si se encontrara en su casa, se acercó a abrir la ventana.

Colajacono se decidió por la vía que consideraba poder controlar mejor.

—Aquella vez hablé con ella solo unos minutos. Vino el día 25 de diciembre, a media mañana. El agente Marchese me dijo que una joven rumana quería hablar con el comisario y, para evitarle el coñazo justo el día de Navidad, hablé yo con ella. Me contó que su amiga Nadia había desaparecido. Le pregunté si su amiga tenía teléfono móvil y me dijo que no, no se lo podían permitir. Le pregunté si su amiga estaba contenta con ese trabajo y ella me contestó que no; tampoco ella estaba contenta, ninguna mujer podía estarlo. Todas trabajan de putas, pero ninguna está contenta.

Piccolo no dijo nada, pero su mirada se oscureció aún más.

—Le dije que en el caso de que la ausencia de su amiga se prolongara nos lo hiciera saber —concluyó Colajacono tranquilamente.

Piccolo levantó una ceja.

—¿De veras? ¿Fue así de vago?

Colajacono la traspasó con sus fríos ojillos negros.

—¿Cómo quiere que me acuerde? Lo que está claro es que esa zorra encontró un italiano estúpido que la mantuvo durante un tiempo y ahora ha huido de él.

—¿Según usted es posible huir directamente de via di Torricola?

—Dígamelo usted que lo sabe todo —repuso irónico Colajacono echándole el humo a la cara.

«No puedes tocarlo, Giulia. Aquí y ahora no.»

Piccolo se levantó.

—Localizaremos a Ramona —dijo.

Después, mirándolo a los ojos con aire angelical, susurró:

—Esperemos que mientras tanto no le suceda nada.

En el pasillo encontró a Marchese, que había acabado su turno. Salieron escoltados por Coppola. A pesar de ser las nueve y media el tráfico era muy intenso. Cruzaron por el paso de peatones bajo el diluvio, en medio de los coches y de las motos que les rozaban sin detenerse. El bar estaba lleno de gente, en su mayor parte empleados rezagados que desayunaban tranquilamente. Había también algunos inmigrantes con monos de obrero.

—No entiendo cómo los rumanos pueden beber cerveza a estas horas.

Coppola no conseguía ocultar su desprecio.

El Nano había asumido ahora un rol paternal y Marchese estaba más tranquilo fuera de la comisaría. Piccolo los dejó en el bar tomando un café.

Se metió en el coche y encendió la calefacción. Seguía lloviendo con mucha fuerza y la calle estaba bloqueada por los vehículos, que se movían a paso de tortuga para cruzar un socavón con veinticinco centímetros de agua. Hacer desaparecer los socavones y los campamentos nómadas de Roma.

La oposición presionaba con eso al alcalde. Socavones y gitanos rumanos.

«Se podrían rellenar los socavones con los cuerpos de los gitanos rumanos. Muchos estarían de acuerdo.»

Llamó a Balistreri. En pocos minutos le puso al tanto de los hechos.

—Está bien, Piccolo. Traiga aquí al agente Marchese, de Colajacono me ocuparé yo.

Piccolo sonrió. Balistreri quería mantenerla alejada de los conflictos.

—Corvu, necesito concertar una cita con Linda Nardi después de comer. Blindada.

Para Balistreri, «blindada» quería decir secreta. Corvu se fue realmente sorprendido. Linda Nardi era periodista, categoría a la que Balistreri evitaba como a la peste. Además escribía para un periódico que había atacado con frecuencia a las fuerzas del orden y que Balistreri había ordenado suprimir de su revista de prensa. Cuando cinco meses antes había tenido lugar el caso de Samantha Rosi, Linda Nardi se había mostrado especialmente enérgica en señalar los errores de la Unidad Especial. Después, extrañamente, no se había unido a la posterior campaña de prensa que pedía la cabeza de Balistreri.

El subjefe superior adjunto de policía encendió el tercer cigarrillo del día. Linda Nardi. ¿Cuántos años podía tener? Debía de rondar los treinta y cinco, aunque había días y momentos en los que parecía tener diez menos o diez más. Una mujer guapa o una chica guapa, según. Un rostro de niña demasiado seria, ojos en los que se alternaban la intensidad y el desapego. Una mujer tan amable y abierta como segura de sus opiniones e inflexible a la hora de defenderlas. Balistreri sabía que en su propio periódico la consideraban insustituible por el interés que sus artículos suscitaban en los lectores, pero también peligrosa por los problemas que sus mismos artículos habían causado en el pasado con la clase política, con los sectores más extremistas de la Iglesia y con algunos países extranjeros.

Según las habladurías, muchos policías y periodistas lo habían intentado con ella, pero sin éxito. Educada, amable, pero en ese aspecto nada de nada, a veces incluso de forma humillante para el cortejador. El predecesor de Balistreri en la Brigada de Homicidios, Colicchia, era un auténtico coleccionista de mujeres, y tener una mujer guapa cerca sin poder mantener relaciones sexuales con ella turbaba su equilibrio. Colicchia, un poco por su presunción innata y un poco porque consideraba que todas las mujeres eran unos pendones, le había enviado un ramo de rosas rojas con una tarjeta en la que la invitaba a cenar donde quisiera. Ella había declinado amablemente la invitación, pero Colicchia había insistido mucho, incluso con alguna amenaza velada de dejarla fuera de las informaciones privilegiadas. Entonces ella había aceptado y había elegido Il Convento. Colicchia, conocido por su tacañería, se había quedado de piedra: aquel era un restaurante con solo ocho mesas donde se comía divinamente y se pagaba una cantidad escandalosa, seguramente prohibitiva para un policía honrado. Pero ya se había comprometido. La había llevado allí, había desplegado el repertorio de delitos más o menos novelados con los que normalmente impresionaba a sus presas y había descubierto que Linda Nardi era tan casta como insaciable en la mesa. Pidió muchos platos y vinos de los más caros que apenas probó. Después empezó a pedirle a Colicchia que le contara casos cada vez más sangrientos. Finalmente, cuando se quedaron solos en el restaurante, ella le contó con mucha seriedad una investigación suya sobre unos asesinatos muy específicos cometidos en Estados Unidos, crímenes de mujeres contra hombres. Historias de mutilaciones espantosas. Al final, Colicchia, que sufría de gastritis como casi todos en la Brigada Móvil y que aquella noche se había liquidado todo el vino que ella había pedido pero apenas catado, había tenido que ir corriendo a los servicios a echar la pota y había regresado a la mesa blanco como un cadáver. Fin de la velada.

Como de costumbre, decidió no utilizar el coche de servicio. Seguía lloviendo; Roma estaba inundada.

Eran las nueve y media pasadas, la hora en que la ciudad abría realmente sus puertas: comerciantes que subían las persianas, hordas de empleados que llegaban tarde o que habían fichado ya y bajaban al bar a desayunar, lacayos o botones de la política. En los alrededores del Ministerio del Interior se había formado un follón de autobuses, taxis, coches oficiales y coches privados con permiso para entrar en el casco histórico por motivos de trabajo, prácticamente media Roma. Todos tocaban el claxon como locos, como si el estruendo pudiera deshacer el atasco.

Caminó hasta el metro de via Cavour. El vagón estaba sucio y casi vacío. Vio a dos inmigrantes negros saltar riendo los torniquetes de acceso y bajar corriendo las escaleras mientras el controlador gritaba «¡Cabrones!» y después, dirigiéndose a su colega, añadía: «Estos negros de mierda...».

Al salir del metro, su PDA encontró cobertura y le entraron dos mensajes de Corvu. El primero con generalidades y noticias sobre los rumanos que él iba a buscar. El segundo con una dirección y un horario: «L. N. — Santa Inés en Agone 15 horas».

Cogió el autobús para el tramo de calle que le quedaba. Allí al menos la cosa se movía, nada que ver con las callejuelas del centro. Pero el hedor a basura era enorme: los basureros estaban en huelga desde el día posterior a Navidad. Aun así, una empresa privada había limpiado el centro para que los turistas no vieran ese desastre. En el extrarradio los contenedores estaban volcados y los desperdicios desparramados por las aceras y en medio de la calzada.

Cuando bajó del autobús, Balistreri vio a dos mendigos recogiendo envoltorios de panettoni y pandori en los que debía de quedar algún resto. Al pasar a su lado le llegó el tufo a orina y a alcohol. Uno de los dos se dirigió a él bruscamente.

—Dame de fumar, jefe.

Balistreri le dio un cigarrillo. Mejor, así fumaría uno menos.

La sala de billares formaba parte de un bloque de pisos decadente cuyo portal estaba justo al lado. El bar tenía una puerta de cristal desvencijada y el letrero azul de neón encendido, pese a ser por la mañana, pero con la letra B fundida. Detrás del mostrador había un joven guapo y delgado con coleta y un rostro de rasgos perfectos. Dos filipinos jugaban a las máquinas tragaperras.

Balistreri pidió un café. El camarero no tardó en preparárselo y servírselo con una chocolatina. En la puertecita de los servicios habían escrito AVE RIADO, como en todos los bares de Roma. Pero aquí, en lugar de un cartelito, habían usado un rotulador, como para señalar que la avería era definitiva. Junto a esa puertecita había otra, cerrada, en la que ponía SALA DE BILLARES.

Entró un joven bajo y robusto con la cabeza afeitada, una barba de tres días y un abrigo largo de piel negra.

—¿Quieres una cerveza, Greg? —preguntó el camarero con amabilidad y acento de Europa del Este.

Greg asintió, se apoyó en la barra y encendió un cigarrillo justo debajo del cartel de PROHIBIDO FUMAR. En ese momento los dos filipinos de las máquinas tragaperras también encendieron uno.

—Aquí no se fuma; apagadlos enseguida —ordenó Greg.

Los filipinos apagaron los cigarrillos en el suelo y siguieron jugando.

—Recoged las colillas y tiradlas fuera; no estáis en vuestra casa —les recriminó.

El más joven de los dos filipinos se volvió hecho una furia, pero el otro lo detuvo. Recogieron las colillas y se fueron.

—Amarillos de mierda... No vuelvas a dejarles entrar aquí dentro, Rudi —dijo Greg al camarero.

Después cogió la cerveza, eructó y se fue a la sala de billares, cerrando la puerta tras de sí.

—¿De dónde eres? —preguntó Balistreri al camarero.

—Albanés, señor —respondió el camarero.

Balistreri le mostró la placa de la policía, no la de la Unidad Especial.

—Quiero hablar con los primos Lacatus.

—Solo está Greg.

—¿Y el primo de Greg no está?

—Mircea se fue esta mañana.

—Pensaba encontrarlo aquí —dijo Balistreri haciéndose el sorprendido—. ¿Cuándo se ha ido?

—Estaba aquí con el señor Hagi. Pero hace media hora cogió el coche y se fue. En cambio el señor Hagi ha ido a Mariustravel, su agencia de viajes.

—¿Qué coche tiene Mircea?

El chico se lo pensó un momento.

—No lo sé, pero tengo la matrícula porque me ha pedido que le pague el impuesto.

Balistreri envió con la PDA a Piccolo los datos y la orden de detener el coche y presentarse en el bar lo antes posible.

Después cambió de tema.

—¿Has conocido a Ramona y Nadia?

El albanés empezó a temblar mirando la puertecita de la sala de billares.

«Esa es la gran diferencia entre los cómplices y los delincuentes verdaderos: los primeros se desesperan, a los segundos les importa un huevo.»

—No debes preocuparte por Greg y Mircea. Si quiero los meto en el trullo y, cuando salgan, tú ya estarás lejos de este bar.

—Con vuestra justicia saldrán antes de que llegue a la parada del autobús —objetó el camarero.

«Es realmente espabilado.»

—Si me dices toda la verdad, yo te ayudaré.

—Y luego ¿dónde me escondo? —gimió Rudi apretándose las sienes con las manos.

Por detrás de la puerta se oyó la voz de Greg.

—Eh, culito, otra cerveza.

Balistreri se acercó a la puerta y giró con cuidado la llave. Después fue a la puerta del bar y volvió hacia fuera el cartel de CERRADO.

Por detrás de la puerta se oyó un nuevo grito de Greg.

—Eh, ¡date prisa con esa cerveza! ¿O quieres que te rompa de nuevo el culo?

El albanés se puso nervioso.

—Quiero un abogado —dijo en un arrebato de rebeldía.

Balistreri negó con la cabeza.

—No lo necesitas, no se te acusa de nada.

Lo llevó fuera del bar, a la acera, donde las amenazas no se oían. Seguramente Greg llamaría por el móvil a algún cómplice para que le liberara. Mandó un sms a Piccolo pidiéndole que le enviara refuerzos.

—¿Cómo te llamas?

—Rudi.

Ahora el chico estaba más tranquilo. Se sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y un encendedor plano de color azul.

—En el bar no se puede fumar. ¿Quiere uno?

—Gracias, tengo los míos, pero ahora no.

Rudi encendió el cigarrillo con manos temblorosas.

—Greg y Mircea las traían de vuelta aquí al amanecer.

—¿También Hagi las explotaba? —preguntó Balistreri.

—No. El señor Hagi no es como esos dos, me paga y me da de comer y un sitio donde dormir. No vive aquí, solo viene a echar un vistazo por las mañanas.

—¿Dónde viven las chicas?

—Su habitación está en la vivienda del primer piso. En una habitación duermen Greg y Mircea, en otra yo y la tercera la ocupaban ellas dos. Salían a las cinco de la tarde, cuando empezaba a oscurecer. Solo cuando tenían algún trabajo privado en casa de algún cliente salían más tarde, pero en ese caso las llevaba Mircea.

—¿Y sabes dónde las llevaba?

—No; una vez se lo pregunté a Ramona y me dijo que no podía contármelo.

—¿Recuerdas cuándo fue la última vez que Mircea las llevó fuera de aquí?

—Eso es fácil, fue el 23 de diciembre. Solo llevó a Nadia. Ramona había salido como de costumbre a las cinco, a Nadia vino a recogerla a las ocho y media. Esa noche Ramona volvió antes, se encontraba mal. Era medianoche, yo había cerrado ya el bar. Poco después llegaron Mircea y Greg, Nadia no estaba. Se pusieron a jugar al billar y yo subí a la casa, donde me encontré a Ramona vomitando. Así que volví abajo y le subí una jarra de limonada caliente sin decirles a Mircea y Greg que ella había vuelto. Brindamos a medianoche con la limonada caliente, porque la noche del 24 no podríamos hacerlo juntos.

En aquel momento dos jóvenes con chaqueta de piel y vaqueros bajaron de una moto de cross y se acercaron.

—Eh, culito, ¿qué coño haces aquí fuera? ¿Te dedicas a ligarte a viejos en las horas de trabajo? —dijo el más alto.

Tenía un fuerte acento del Este; era gordo, peludo, con tatuajes en el cuello y los hombros.

—Me parece que te van a romper otra vez el culo, gilipollas —lo amenazó el segundo, bajito y con dientes amarillentos.

—¿Has dejado a Greg encerrado para enrollarte con este viejo?

Balistreri aparentó estar cohibido.

—Perdonen, perdonen, es culpa mía. He pedido a Rudi...

El más gordo de los dos motoristas le increpó.

—Lárgate de aquí, viejo. Búscate a algún otro para que te la mame.

Escupió al suelo y añadió:

—Todos los italianos sois maricones o putas.

Dos coches sin distintivo se acercaron en silencio. De ellos se apearon Piccolo y cuatro agentes de paisano. Ellos también parecían delincuentes. Balistreri hizo un gesto y entraron.

Los dos rumanos también entraron, y Balistreri los siguió junto a Rudi. Después cerró la puerta del bar con llave.

—Qué coño haces, viejo maricón... —empezó a decir el más gordo.

Piccolo les enseñó la placa; los cuatro agentes se las arreglaron para que se vieran bien sus pistolas.

—Arriba las manos —les ordenó Piccolo.

Les registraron. Ambos llevaban navaja. Magnífico.

Piccolo les leyó sus derechos y les dijo que estaban detenidos. Los esposaron a todos, a Rudi el primero.

Después abrieron a Greg, que estaba hecho una furia. Llevaba una bolsita de coca en el bolsillo. Intentó abalanzarse sobre el agente que lo estaba registrando. Piccolo le asestó un único puñetazo en el plexo solar que le hizo caer de rodillas sin respiración. Un golpe perfecto que no dejaba señales. Mientras Greg braceaba, lo esposaron. Balistreri lanzó a Piccolo una mirada admonitoria.

«Es exactamente como era yo. Debo enseñarle un poco de prudencia.»

Piccolo ya había llamado a otros coches de las comisarías cercanas. Los enviaron a todos a la jefatura de policía, salvo a Rudi. Balistreri se dirigió al muchacho:

—¿Quién está ahora en la habitación de Nadia y Ramona?

—Nadie. Tengo las llaves. Yo me encargo de la limpieza.

Balistreri miró a Piccolo. Estaban en el límite.

—Tal vez esté abierta —sugirió Piccolo—, ¿verdad, Rudi?

El chico era muy despierto.

—Ahora que lo pienso está abierta.

—De acuerdo, señorita, suba usted con él y eche un vistazo. Después reúnanse conmigo.

—¿Llamo también a Corvu para que avise al fiscal para los detenidos? —propuso ella.

Balistreri asintió.

—Está bien. Y recuerde que los basureros están en huelga.

A Giulia Piccolo el chico le había caído muy bien enseguida. Era amable, estaba indefenso. Y además, le sorprendió pensarlo, era muy guapo.

Cuando salieron del bar para meterse en el portal de al lado, le dejó las esposas puestas y le dio un brusco empujón.

«Por si alguno de esos cabrones nos está observando.»

Entraron con las llaves de Rudi. El piso tenía tres habitaciones con dos camas individuales de hierro oxidado cada una, cocina, baño y ningún cuarto de estar. Amueblada con lo justo, cosas de desecho. En la primera habitación, que era la de Mircea y Greg, había un televisor con un lector de DVD. La del medio era la de Rudi y los invitados. La habitación del fondo pertenecía a Nadia y Ramona, una obra ilegal común en media Roma, un cuchitril unido a un balcón cerrado con aluminio y plástico. Dos camitas desvencijadas, una vieja cajonera, ningún armario. Las paredes estaban llenas de manchas de humedad. El baño ciego tenía un retrete sin tapa, un lavabo, un bidet y una ducha en pésimas condiciones. Hedor a colillas y a amoníaco por doquier.

Entraron en la habitación de las chicas. Ahora Rudi estaba otra vez nervioso.

—Gracias, señora, por las esposas, y también por el empujón en la calle.

—No me llames «señora».

—¿Señorita? —preguntó él, indeciso.

«Maldito Balistreri.»

—Soy subcomisaria —le dijo Piccolo.

Las dos camas estaban hechas. En una de ellas las sábanas estaban limpias; en la otra, no.

—¿Cuál es la cama de Nadia?

Él señaló la de las sábanas limpias.

—Mircea me dijo que las cambiara.

—¿Cuándo te lo dijo?

—El 25, hacia las seis de la tarde, después de que Ramona se fuera a trabajar. Yo estaba abajo en el bar, me dijo que subiera y lo dejara todo en orden.

—¿A qué se refería con «en orden»?

Rudi se rizaba el pelo con los dedos; no se encontraba a gusto en esa habitación.

—Era una leonera. Estaba todo por el suelo. Los vestidos de Nadia seguro que estaban, los ordené un poco, pero también los de Ramona, que por lo general es ordenada. Estaban tirados por el suelo. Nadia lo dejaba siempre todo manga por hombro y yo lo ordenaba, pero nunca había visto un follón así. Después cambié las sábanas de la cama de Nadia e hice también la otra...

—¿Habías vuelto a esta habitación desde entonces? —preguntó ella.

Ahora Rudi temblaba como una hoja.

—No puedo seguir hablando aquí dentro...

—Tranquilo, ya nos vamos.

Bajaron al bar. Piccolo se asomó a la sala de billares. Dos mesas de billar, un futbolín, dos mesitas para jugar a las cartas, otras dos máquinas tragaperras, un teléfono de pared. En un rincón había tres bolsas de plástico negro cerradas con cordeles negros.

«Los basureros están en huelga.»

—¿Qué hay en esas bolsas? —preguntó.

—Mircea me ha dicho que tire en la acera las que huelen mal y deje aquí las otras hasta que pase el camión de la basura. Pero me parece que solo había dos bolsas.

Piccolo ordenó a los agentes que abrieran las tres bolsas. Las dos primeras estaban llenas de latas y botellas de cerveza, colillas, periódicos, revistas y papeles. En la tercera bolsa había un abriguito rojo, dos camisetas, dos minifaldas de poliéster, un par de vaqueros, un par de zapatillas de deporte viejas, un jersey azul y varios pares de medias, sujetadores y braguitas. Dos tipos de ropa interior: de puta y de adolescente, todas ellas prendas de mala calidad compradas por Nadia en alguna mercería de su país.

Piccolo vio a Rudi llorar en silencio, con la dignidad de los desamparados. Le puso una mano en el hombro.

El chico señaló una de las bolsas abiertas, de la que sobresalían unas revistas en lengua rumana. Por las fotos de portada parecían las típicas revistas del corazón.

—Eso también es de Nadia —dijo.

Piccolo se agachó, cogió tres o cuatro revistas y se puso a hojearlas. De una de ellas cayó una cartulina del tamaño de una tarjeta de visita. La recogió. En ella decía lo siguiente: «Roma — Iasi — Estación Tiburtina — 29 de diciembre de 2005, 6 horas — asiento 12».

Salió pensando en aquel asiento vacío en el autobús de vuelta a casa.

Había dejado de llover y el sol iluminaba las calles brillantes. El tráfico había disminuido y Balistreri cogió un taxi para volver al centro.

Por la ventanilla observó el extrarradio: transeúntes, calles destrozadas por los baches llenos de agua de lluvia, basura por todas partes. El taxista no paraba de hablar por los codos despotricando contra el alcalde.

—Mire qué baches, señor. Tengo que cambiar los neumáticos cada dos meses. ¿Usted cree que con el Duce había baches en Roma? ¡Y mientras tanto esos sucios políticos haciendo sus negocios! Y nosotros debemos circular de noche por San Basilio, Tor Bella Monaca, Tor de’ Cenci, el Quartuccio... Que vaya este alcalde comunista de los cojones a vivir a esos sitios, con los negros, con los rumanos...

Conforme se acercaban al centro la basura disminuía y la fauna que se veía en las aceras cambiaba. Pasaron por delante del Coliseo y del Foro Romano, ya atestados otra vez de turistas felices.

«He aquí la Roma exquisita, los edificios color ocre, los mármoles, la orilla del Tíber.»

Llegó al despacho a la hora de la comida y le preguntó a la nueva operadora de la centralita si no le importaba bajar al bar y traerle algo de comer. Al cabo de cinco minutos Margherita volvió con una pizza blanca rellena de jamón serrano y mozzarella de búfala, y una cerveza.

—Margherita, eres una adivina, sabes lo que me gusta.

La chica se puso roja como un tomate y salió del despacho a toda prisa.

«Esto es lo que te ha quedado, Balistreri: los dobles sentidos.»

Balistreri comió con gusto mientras leía el mensaje de correo electrónico de Piccolo sobre lo que había descubierto. Corvu llegó en ese momento con una sonrisita de satisfacción asomando en su rostro serio.

—Cuéntame, Corvu.

No le dijo que se sentara, sabía que Corvu se encontraba más a gusto si podía moverse mientras hablaba.

Corvu miró el bloc que sostenía en la mano.

—Tengo novedades sobre el abogado Ajello, el gerente del club nocturno donde asesinaron al chico senegalés. El Bella Blu pertenece a una sociedad, la ENT, y las novedades provienen de la Agencia Tributaria —comenzó satisfecho.

—Eso después. Ahora quiero que me informes acerca del agente Marchese. ¿Dónde lo has metido?

Corvu se ensombreció al ver su guión desbaratado.

—Está en mi despacho, pero usted me ordenó que no lo interrogara...

—Oficialmente —completó Balistreri—, pero supongo que no os habréis quedado mudos mirándoos a la cara.

—Hemos hablado de nuestras respectivas islas.

Balistreri guardó silencio y Corvu continuó hablando un poco incómodo.

—Él dice que el mar de Cerdeña parece más bonito desde fuera porque es más transparente, pero que el mar siciliano es más auténtico porque tiene el alma fuerte...

—Vale, ¿pero no te ha dicho nada de Ramona? —lo interrumpió impaciente Balistreri.

—A eso iba. —Corvu elegía con cuidado las palabras—. Marchese me ha dicho que es como con las chicas, las sardas parecen más disponibles, pero en lo esencial las sicilianas...

—¿En lo esencial? Pero ¿se puede saber de qué coño habéis hablado? ¿Y qué tiene que ver Ramona con eso?

Corvu enrojeció, claramente turbado.

Piccolo entró en ese momento.

—Señor, los hemos traído a todos aquí, Mircea incluido.

—Avisen a Mastroianni y al Nano para que estén preparados. Ustedes más ellos dos, son cuatro; los rumanos también son cuatro...

—Son cinco —precisó Corvu—, Marius Hagi llegará por la tarde con su abogado.

—A Marius Hagi lo interrogaré yo cuando ustedes hayan acabado con esos cuatro.

—Pero también está el chico albanés.

Corvu ya se había obcecado.

Piccolo intervino rápidamente.

—A Rudi debemos protegerlo. He ordenado que lo traigan aquí; ahora está encerrado en mi despacho.

—Ha hecho bien, dejémoslo en paz. Ahora...

Balistreri miró con pesadumbre la botella de cerveza ya vacía.

—Corvu me estaba contando las noticias que el agente Marchese le ha transmitido.

El subcomisario, todavía confuso, se fue por las ramas.

—Perdone, señor. En resumidas cuentas, Marchese ha dicho que Ramona era todo lo contrario a las sicilianas, es decir... es decir... —Se trabó de nuevo, miraba a Piccolo desesperado, con el rostro colorado.

Antes de que Balistreri se cabreara del todo, Piccolo completó:

—Es decir, ¡santas por fuera y putas por dentro! Los hombres sicilianos siempre igual de gilipollas.

Después recordó los orígenes de su jefe y miró por la ventana.

Balistreri rompió el silencio fingiendo no haber oído la última parte de la frase de Piccolo.

—Entonces, según él, Ramona Iordanescu es una santa...

Corvu se aferró al cariz profesional de la conversación.

—Sí, una santa. Porque tuvo el valor de volver la segunda vez por lo de su amiga después de que Colajacono le dijera que, si la volvía a ver, se la follaba encima de la mesa del despacho y después la mandaba al trullo.

Balistreri vio contraerse el rostro de Piccolo.

«Problemas a la vista. Hay que mantenerlos controlados.»

Tarde

Disfrutó yendo a pie a piazza Navona, aunque estaba atestada de gente, como siempre a finales de año.

Pasó entre los puestos, los acróbatas, los retratistas y los pordioseros y llegó delante de la iglesia de Santa Inés en Agone. Linda Nardi ya estaba allí. Ojos extraordinarios de niña, sin maquillar. Ropa de cincuentona. Balistreri había notado que a veces se le formaba una arruga vertical desde la mitad de la frente hasta el arranque de la nariz. Un día, durante una entrevista, le había mirado el pecho. Era bonito, prometedor, aunque no despampanante; ciertamente esa mirada no debería haberla incomodado. Y sin embargo, la arruga había aparecido de inmediato. Esa arruga era inexplicable, y demasiado fría esa mujer tan alejada de los estándares de mercado, que habría podido utilizar su belleza de mil maneras en un mundo en el que con la seducción el sexo femenino podía obtener muchísimo. Pero Linda Nardi no trataba de seducir a nadie.

—Señora Nardi, le agradezco que haya aceptado verme.

—No es ningún problema. Solo estoy un poco sorprendida, usted no tiene costumbre de pedir citas a los periodistas.

—Tiene razón —confirmó él.

—Entonces será mejor que entremos, no creo que quiera dar publicidad a nuestro encuentro.

En la iglesia el silencio casi contrastaba con el ruido de la plaza. Muchos turistas que paseaban mudos por las naves laterales, algunas familias italianas con los niños que tiraban de sus padres para salir. Estaba empezando la misa.

Linda le señaló los bancos. Se sentaron en un lugar apartado. Ella miraba a su alrededor tranquila, como si hubieran entrado allí para hacer una visita.

—¿Conoce la historia de santa Inés, señor Balistreri?

—Cuéntemela.

No le interesaba especialmente, pero tampoco estaba preparado para pedirle sin preámbulos lo que quería.

—El hijo del prefecto de Roma se enamoró de la cristiana Inés sin ser correspondido, y por el dolor de ser rechazado enfermó gravemente. ¿Sabe usted lo que hizo el prefecto?

Balistreri intentó hacer una broma.

—También él se enamoró de Inés.

Ella negó con la cabeza.

—El prefecto, sabiendo que Inés había hecho voto de castidad, la obligó a vivir en clausura con las vestales de la diosa pagana que protegía la ciudad de Roma.

—Pero Inés no aceptó.

—Exacto. Inés se negó y el prefecto ordenó que la encerraran en un prostíbulo. ¿Le aburro, señor Balistreri?

Aquella historia no le gustaba, y tampoco le gustaba la forma en que ella se la contaba. De alguna forma, se sentía casi un cómplice lejano de aquel prefecto.

—¿Se negó también Inés a ir con los clientes? —preguntó, sabiendo que no había sido así.

—Las mujeres pueden negarse a hacer casi todo, pero no pueden defenderse de la violencia física de los hombres. Inés fue afortunada. Todos sabían por qué estaba allí, ningún cliente se atrevió a tocarla durante mucho tiempo. Hasta que se enamoró de ella un ciego al que, según la tradición, un ángel había privado de la vista. Inés quiso interceder ante el Señor para conseguir que recuperara la vista y fue acusada de practicar magia —continuó Linda.

—Y ese fue su verdadero error, ¿no cree? Un inútil acto de desafío al poder, un acto de soberbia. ¿Quería curar a un ciego que la amaba o mostrar al pueblo el poder de su Dios?

La mujer lo observó en silencio, sin hostilidad. Parecía como si también ella estuviera tratando de conocerlo mejor a través de sus reacciones ante esa historia. Después continuó.

—Seguramente Inés no deseaba tanto la curación del ciego como mostrar la debilidad de los fuertes y la fuerza de los perseguidos. Al final fue denunciada y degollada con una espada, como se hacía con los corderos.

Lo había contado todo sin ningún énfasis, como si fuera la historia de Blancanieves. Solo sus ojos se habían oscurecido, como si una tempestad se hubiera concentrado allí dentro.

—Estoy investigando la posible desaparición de una joven prostituta rumana —soltó de repente Balistreri, también para cambiar de tema.

Linda Nardi lo miró perpleja.

—Perdone, pero no entiendo. Usted fue el que dijo que en el mundo de los inmigrantes el límite entre culpable y víctima es muy frágil.

«Una frase pronunciada sin querer durante una rueda de prensa incendiaria, después de docenas de preguntas absurdas de ustedes los periodistas.»

—Usted interpreta como racismo unas afirmaciones basadas en la estadística. Sea como sea, en este caso se trata de una chica rumana jovencísima y...

—Seguro que el señor Pasquali no aprueba que el jefe de la Unidad Especial pierda el tiempo con tales bobadas —lo interrumpió ella.

—Por eso necesito que usted haga algo por mí. Pero no tengo nada que ofrecerle a cambio.

Ella consideró con cautela la propuesta.

—No haré nada ilegal.

—Seré yo quien cometa una pequeña ilegalidad, usted no corre ningún riesgo.

—¿Y se fía de mí?

No había ironía en la pregunta, solo perplejidad.

«Estoy haciendo una gilipollez. Pero es el único camino. Solo ella puede atemorizar a Pasquali.»

—Me veo obligado por las circunstancias, pero no le contaré nada acerca de esta investigación, no antes de que...

—No se lo he pedido. Yo también debo hablar con usted. Pero de otra cosa y no aquí ni ahora. Si puede, hablaremos de ello una noche durante la cena.

Dicho por Linda Nardi era diferente a como lo habría dicho cualquier otra mujer. No había ninguna posible alusión o equívoco. Una cena de trabajo. Se acordó del pobre Colicchia.

Ella le leyó el pensamiento, sabía que él y Colicchia habían sido muy amigos.

—Yo invito.

Balistreri la miró.

—No le prometo nada.

—Ya me lo ha dicho, señor Balistreri. Ahora explíqueme qué necesita.

Se lo dijo. Ella escuchó, muda de principio a fin.

Después movió la cabeza como para decir que no, pero al final dijo:

—De acuerdo.

El inspector Marcello Scordo era un calabrés de unos treinta años muy bien parecido, de ahí el apodo de «Mastroianni». Estaba comprometido con una paisana suya y le era fiel, a pesar de que muchas policías guapas le hubieran hecho proposiciones incluso muy directas, por lo que de algún modo el apodo sonaba irónico.

—Giorgi y Adrian tienen un permiso de residencia en condiciones y trabajan como empleados en la agencia de viajes Mariustravel —comenzó a decir Mastroianni—. Dicen que Marius Hagi es un excelente patrono, bueno y honrado.

—Si por ellos fuera, lo harían Papa —ironizó el Nano.

—Giorgi y Adrian no saben nada de las chicas. A las seis de la tarde del día 24 fueron directamente en metro desde la agencia al Casilino 900, con Hagi, Mircea y Greg. Estuvieron juntos todo el tiempo y a las diez se dirigieron a la plaza de San Pedro. Ellos no fueron los que raptaron a Nadia.

El Nano meneó la cabeza, incrédulo.

—¡Esos mierdas... en la plaza de San Pedro!

Balistreri se dirigió a Corvu.

—Pasemos a Mircea y Greg.

—Greg y Mircea Lacatus provienen del extrarradio más pobre de Galati, en Moldavia, cerca del mar Negro, como Marius Hagi. Él los trajo aquí a finales de 2002. En Italia nunca han sido procesados, en Rumanía lo estamos comprobando. También ellos trabajan como empleados de la agencia de viajes Mariustravel.

—¿Qué dicen de las chicas?

—Sostienen que Nadia y Ramona se prostituían por decisión propia. Habían rechazado un puesto de camareras porque querían ganar mucho y volverse enseguida a Rumanía. Mircea y Greg les proporcionaron un alojamiento gratuito en la casa de Hagi. En resumidas cuentas, dos ángeles custodios.

Balistreri se dirigió directamente a Piccolo:

—Rudi nos ha dicho que la noche del 23 de diciembre Nadia no fue a trabajar a via di Torricola porque salió con Mircea.

Piccolo asintió.

—Mircea sostiene que la llevó al restaurante y nada más. Después de cenar discutieron porque ella no quería acostarse con él, de modo que la dejó plantada y volvió a casa con Greg, que se encontraba por la zona. Rudi confirmó que a medianoche llegaron allí los dos y que ya no volvieron a moverse.

—Corvu, pide una relación de llamadas a la compañía de teléfono —ordenó Balistreri—. Encuentra algún cargo, los detendremos durante cuarenta y ocho horas. En cuanto a Rudi...

Piccolo levantó la mano.

—Rudi debe estar en un lugar seguro antes de que salgan.

Balistreri sonrió.

—De acuerdo, encárguese usted. Mastroianni, vete enseguida a via di Torricola: las prostitutas empiezan dentro de poco. Hazte pasar por cliente...

—Perdone, señor —lo interrumpió Corvu—, pero Mastroianni no es creíble como cliente. Mejor... —Y con un poco de apuro señaló al Nano.

Coppola se enfureció.

—Mira, Corvu, si hay alguien aquí con pinta de muerto de hambre que se hace pajas y va de putas...

Balistreri lo interrumpió pacientemente. Con los años había aprendido ese arte de la mediación que tanto detestaba de joven.

—Corvu tiene razón, Mastroianni no es la persona adecuada. Ve tú, Coppola, porque necesito a Corvu en otra parte —dijo para evitar más polémicas.

—Corvu, tú echa mano de tus contactos rumanos para hacer un interrogatorio informal a Ramona en Iasi mañana por la mañana. Creo que todavía hay tiempo para tomar el último vuelo a Bucarest.

Mientras los demás salían, Corvu tomaba nota diligentemente. Alzó el rostro para mirar a Balistreri.

—A ver a Ramona irá Mastroianni, ¿verdad?

Balistreri se levantó.

—Parece ser que ya lo has decidido. ¿Querías decirme algo sobre el asesinato del gorila en el Bella Blu?

Corvu tenía en la mano dos tacos de registro de llamadas telefónicas que Balistreri miró con disgusto.

—Oye, Corvu, hagamos lo siguiente: tú me pones al día sobre las conclusiones de tus análisis y, si tengo dudas, miramos los registros de llamadas.

Corvu se levantó.

—¿Le importa que camine mientras hablo?

Balistreri se lo imaginó cenando con una chica. Corvu con un montón de hojas delante llenas de cifras, gráficos y fórmulas. Ella le hace una pregunta cuya respuesta no está en esas hojas y él se levanta y se pone a caminar.

—Corvu, si caminas me desconcentro, pierdo el hilo. Es mejor que te sientes.

Resignado, Corvu se sentó en el borde de la silla y echó una ojeada a sus apuntes.

—Bueno, el Bella Blu pertenece a una cadena de clubes nocturnos, salas de apuestas y salas de juegos que forman parte de una sociedad, la ENT. Ajello es administrador único de dicha sociedad desde finales de 2004, cuando compró el diez por ciento de las cuotas a los herederos del anterior socio y administrador, un tal Sandro Corona, fallecido en accidente a finales de octubre de 2004.

»El restante noventa por ciento de la sociedad, desde su constitución a mediados de 2002, es de una fiduciaria —prosiguió Corvu.

—Lo que significa que necesitamos un juez y un motivo válido para saber quién está detrás —comentó Balistreri.

—En cualquier caso —continuó el subcomisario—, el abogado Ajello posee un certificado de antecedentes penales inmaculado. Y la ENT tiene unos beneficios que dan miedo. Cinco millones de euros, medio millón de los cuales va a Ajello.

—¿Y contra la ENT no hay nada? —preguntó Balistreri.

Corvu consultó sus apuntes.

—Sí, hay un procedimiento por una notificación de la policía fiscal en septiembre de 2004. En una de las salas de juego encontraron unas máquinas tragaperras no conectadas con la red telemática que funcionaban en negro. En esa época el administrador era Corona, no Ajello.

—Está bien, Corvu, después seguimos. Ya debería haber llegado el señor Hagi.

Balistreri conocía al abogado Massimo Morandi desde hacía más de treinta años. Su primer encuentro había tenido lugar en 1971 en la Sapienza de Roma, donde ambos estudiaban y militaban en tendencias políticas opuestas. Morandi había sido el último en hablar en la asamblea, ya era el jefe reconocido del movimiento estudiantil de extrema izquierda. El grupo de estudiantes de derecha había irrumpido en el aula con barras de hierro y porras, y al final Morandi y Balistreri habían acabado insultándose en el mismo furgón de los carabineros. Ahora Morandi era un senador de izquierdas que defendía a cambio de elevadísimos honorarios a administradores delegados acusados de falsificación de documentos contables y, muy esporádicamente, a inmigrantes, como Marius Hagi, que podían permitirse pagarle generosamente.

Cuando Balistreri y Piccolo entraron en la habitación para proceder al interrogatorio informal, no sabían con quién se iban a encontrar, si con una especie de padrino o con un sosias de Greg. Hagi no era ni lo uno ni lo otro. Era delgadísimo, casi ascético, con pelo corto y negro, mejillas hundidas surcadas por profundas arrugas y ojos negros bordeados por cejas espesas y grandes ojeras. Iba vestido de una forma casi anónima, y estaba recostado en la silla con sus delgadas manos abandonadas tranquilamente sobre la mesa. No parecía preocupado, como si el asunto no fuera en absoluto con él. Tenía aspecto cansado, una tos nerviosa y la voz ronca del fumador empedernido.

—Y bien, señor Balistreri —empezó Morandi—, ¿de qué se acusa a mi cliente?

—Formalmente de nada. Pedimos su colaboración —respondió Piccolo.

—No hay motivos para ello —le dijo Morandi sin ni siquiera mirarla, con el tono que habría utilizado con la más estúpida de las ayudantes de su bufete.

—Entre sus empleados figuran dos sujetos armados y otro con cocaína encima —continuó Piccolo.

—La cocaína no la llevaba encima el señor Hagi y además él no sabía nada. En cuanto a las dos navajas, ni siquiera estaban en el bar.

—En cualquier caso querríamos que su cliente nos proporcionara de forma voluntaria información sobre ciertos hechos —insistió Piccolo.

—Primero veamos de qué se trata, y después sugeriré a mi cliente lo que debe hacer.

—Nos gustaría saber por qué motivo un honrado hombre de negocios alberga en su casa a unas prostitutas y da trabajo a gente que se pasea por ahí armada con navajas y con cocaína en el bolsillo —empezó Piccolo.

Morandi ni siquiera la miró. Soltó una risita y se dirigió a Balistreri.

—Pero ¿ustedes creen realmente que voy a dejar que mi cliente responda a preguntas de ese tipo sin una imputación pertinente? Quiero saber ahora mismo de qué se trata. Aquí estamos en la Unidad Especial, no en la comisaría de distrito.

—Tiene razón, abogado —respondió Balistreri—, el hecho es que una de las dos chicas rumanas alojadas en el piso del señor Hagi de via Tiburtina se encuentra desaparecida desde el 24 de diciembre y la segunda chica no denunció el hecho hasta ayer, día 28, y partió enseguida para Rumanía. Tenemos motivos para estar preocupados por la suerte de la chica desaparecida y por la posible implicación de sus empleados.

Hagi clavó en él sus ojos negrísimos y ardientes.

—¿Usted piensa que los italianos son todos honrados? Con respecto a los rumanos hay muchos prejuicios, aunque en su mayor parte sean personas normales e inofensivas. Entre los rumanos a los que yo ayudo, dándoles una casa, un trabajo o un regalo, hay personas muy honradas y también chicos difíciles. Sería fácil lavarse las manos, pero entonces, ¿qué ayuda sería la mía si abandonara precisamente a quien lo necesita?

—Pero usted está enterado de sus actividades ilícitas.

Piccolo insistía y Hagi ni siquiera la miraba.

—Si por actividades ilícitas entiende el hecho de que Nadia y Ramona comercien con su cuerpo en la vía pública, sí, estoy enterado. Como está enterada la policía italiana, que las ve allí todas las noches. Solo que yo no gano ni un euro, mientras que su policía...

Morandi se movió algo incómodo.

—Todos ellos son empleados de su agencia de viajes, ¿no es así? —continuó Piccolo.

—Sí. Y trabajan duro al menos doce horas al día. A Greg y Mircea los envío a menudo a Polonia y Rumanía para que busquen nuevos hoteles y restaurantes con los que firmar convenios; Giorgi y Adrian trabajan en la oficina de Roma.

—Con la navaja encima —lo interrumpió Piccolo.

Hagi la miró sardónico.

—Viven en el Casilino 900. Si usted viviera allí no le bastarían sus músculos para dormir tranquila.

—¿Nos está diciendo que son unos buenos chicos? —preguntó Balistreri.

Hagi tuvo otro acceso de tos y esbozó una media sonrisa.

—Me pregunta si Greg y Mircea son buenas personas. No, son de lo peor y muy difíciles. Pero sus padres me ayudaron a escapar de la Rumanía de Ceausescu cuando era un muchacho. En 2002 me dijeron que Greg y Mircea se habían pasado del contrabando a la droga. Me pidieron que los trajera a Italia y les diera un trabajo. Lo hice con gusto, esas personas me habían salvado la vida. Impuse unas normas muy claras a Greg y Mircea: debían trabajar seriamente para la agencia, no debían usar armas de ningún tipo ni desarrollar actividades ilegales.

—Salvo pasar cocaína y explotar a las prostitutas —dijo Piccolo.

Balistreri le lanzó una mirada admonitoria.

—Si pasaran aunque solo fuera un gramo de cocaína, los echarían; ellos lo saben. La tienen para consumo personal, como muchos italianos, incluidos policías y políticos.

Balistreri captó una gran incomodidad en el rostro de Morandi.

—Está bien —dijo Balistreri—, ahora hablemos de Ramona Iordanescu y de Nadia. ¿Sabe su apellido?

—No. Era una invitada, no pagaba alquiler, por lo tanto no tenía la obligación de declarar su presencia.

«Eres casi un abogado, Marius Hagi. Te hemos educado bien en este país.»

—¿Las chicas estuvieron allí casi un mes, y usted nunca las vio?

—Comprendo que le parezca raro, pero yo no vivo allí y teníamos unos horarios completamente distintos.

—Pero ¿tuvo conocimiento de la desaparición de Nadia y de la marcha anticipada de Ramona?

—Que Nadia había desaparecido lo supe el 25 por la noche por Greg, y que Ramona se había marchado lo he sabido hoy por Mircea.

—¿Y qué pensó al respecto?

—¿De qué?

Hagi pareció sorprendido por la pregunta.

—Nadia desapareció hace cinco días. ¿Qué piensa que le ha podido suceder? —insistió Piccolo.

—No tengo ni la más remota idea.

—Está bien —le apremió Piccolo—. Volvamos al día 24. Nos interesa saber qué hizo usted a partir de las dieciocho horas.

Morandi levantó una mano y le dijo algo al oído a su cliente. Hagi movió la cabeza con aire tranquilo y respondió:

—A las seis salí junto a los otros cuatro de Mariustravel y llegamos en metro hasta via Togliatti. Ellos se fueron al Casilino 900 y yo fui a pie a mi casa a recoger unos regalos para los niños; los cargué en el coche y me reuní con los demás en el Casilino 900. Allí celebramos la Nochebuena con vino espumoso y panettone, y los niños abrieron los regalos. A las nueve y media volví a casa mientras los demás iban a la plaza de San Pedro.

—¿Y usted por qué no fue? —preguntó Balistreri amablemente.

—Porque estaba muy cansado; ya no tengo la salud de antes y por la noche necesito irme a dormir temprano.

Después, tras una pausa, añadió:

—Y porque si Dios existiera, viviría mucho más cerca del Casilino 900 que de San Pedro.

La secretaria de Pasquali, Antonella, era una mujer de unos cuarenta años con una belleza típicamente mediterránea. Había tenido una relación con Balistreri hacía algunos años, nacida tan solo como una aventura sexual. Después él había perdido interés y el sexo había disminuido hasta acabarse del todo. Pero había surgido una amistad en la que el instinto maternal de ella se volcaba sobre aquel hombre tan poco entusiasta de la vida.

Lo hizo pasar a la sala de reuniones pequeña, la más lujosa, amueblada como un bonito salón de casa, con el sofá y los sillones de alcántara, una mesa baja de mármol precioso en medio, un mueble bar del siglo XIX en una esquina y un balcón con un ángel protegido por la Dirección General de Bellas Artes. Pasquali decía que era su ángel protector.

—Pasquali está con el jefe superior de policía; llegarán enseguida. ¿Quieres un café mientras tanto?

Balistreri sabía que no podía fumar y que con el café le entrarían ganas de fumarse un cigarrillo. Declinó el ofrecimiento.

«El jefe superior de policía significa problemas por un lado y ventajas por otro.»

En la mesa de mármol había un teléfono y unas revistas. Echó una ojeada a la portada de un semanario con las fotos del Casilino 900 y un titular que decía: «El regalo que nos hace Europa».

El olor de un aftershave de marca anunció a Pasquali, que entró seguido por el jefe superior de policía. El traje gris oscuro de alta sastrería era impecable, así como el corte del pelo gris y las gafas ultraligeras con montura de titanio. A su lado, el jefe superior de policía parecía un campesino recién llegado a la ciudad y Balistreri un vagabundo un poco aseado por encima.

Pasquali y él se saludaron de forma fría y formal. El jefe superior de policía le regaló en cambio un apretón de manos y una sonrisa fugaz. Floris pertenecía a esa izquierda contra la que Balistreri había combatido cuando la temía. Ahora, que la consideraba tan inofensiva y confusa como un nonagenario en medio del tráfico, miraba a los que eran como Floris con más objetividad. Y Floris no era un genio, pero sí una buena persona.

Con los años había tenido que aprender a convivir tanto con los incapaces como con los capaces de todo como Pasquali.

«Los compromisos inevitables, como los habría definido mi padre. Los que hacen de un niño un adulto.»

Pasquali invitó a sentarse al jefe superior de policía en una de las dos bonitas butacas, y él se acomodó en la otra. Era obvio que a Balistreri le tocaba el sofá.

—Así pues —empezó Pasquali dirigiéndose a Balistreri—, el jefe superior de policía asiste a nuestra reunión por dos motivos, uno contingente y de urgencia y el otro más de fondo.

«El de fondo tiene que ver con mi culo, que querrías echar fuera de aquí. Solo debes convencer al jefe superior de policía.»

—Yo empezaría por el más urgente —sugirió tácticamente Floris.

Aunque estaba claro que el poder estaba desequilibrado hacia Pasquali, había unas apariencias que salvar: grado, edad, hospitalidad. Todo aquello en lo que Pasquali era un maestro. Hizo un gesto de amable condescendencia al jefe superior de policía.

—El señor Floris ha recibido una llamada telefónica del subprefecto de policía...

Pasquali hizo una pausa para tratar de leer en el rostro de Balistreri algún rastro de culpa, temor, o al menos de incomodidad. Era un maestro de las pausas, silencios y preguntas inesperadas. Un gran actor.

—Parece ser —intervino el jefe superior de policía cuidadosamente— que uno de sus subcomisarios, junto a un colega, ha...

Dudó buscando las palabras más adecuadas.

—Ha irrumpido en una comisaría de policía —completó Pasquali.

Balistreri enarcó una ceja y frunció la frente, como si estuviera tratando de recordar algo. Se dirigió directamente a Floris:

—Perdone, ¿ha empleado el prefecto el término «irrumpir»?

—No, no —dijo enseguida Floris—. Se quejan de una presunta acción intimidatoria y ofensiva hacia el subcomisario Colajacono seguida del secuestro de un agente de la comisaría.

—¿Han usado el término «secuestro»? —preguntó Balistreri con un aire todavía más perplejo.

—¡Basta de sutilezas lingüísticas! —interrumpió Pasquali—. Aquí somos nosotros los que te pedimos explicaciones a ti. Y cuando digo nosotros me refiero a nosotros dos y al prefecto.

Su voz era suave, tranquila: estaba acostumbrado a dar órdenes sin tener que alzarla nunca.

Balistreri se levantó. Sabía que ese comportamiento, además de molestar a Pasquali, irritaría también al bueno de Floris. Pero era indispensable ganar un poco de tiempo.

Se acercó al mueble bar. Eligió una botella todavía cerrada de coñac Delamain y la abrió. Se dirigió a los dos:

—Perdonen, pero necesito beber algo.

Balistreri se sentó con su coñac de 1971. Necesitaba que pasaran otros cuarenta minutos. Tardó treinta en contar toda la historia de Nadia y Ramona.

—¿Y dónde están el agente Marchese y el albanés? —preguntó Floris con aire preocupado.

«Eres un buen hombre.»

—No se preocupe —lo tranquilizó Balistreri—, ambos se encuentran a buen recaudo en nuestras dependencias.

—¿Han detenido al agente? —preguntó Pasquali.

—Por supuesto que no; está con nosotros por voluntad propia.

—Pero ¿lo han interrogado? —insistió Pasquali sin conseguir ocultar cierta irritación.

—Solo ha charlado un poco con Corvu, uno de mis subcomisarios, sobre las mujeres sardas y las mujeres sicilianas...

Se dirigió a Pasquali con aire apacible.

—Pensaba informarte durante esta reunión, no mantenértelo oculto. Porque además quisiera proceder a la detención del subcomisario Colajacono.

Pasquali era un verdadero animal de sangre fría. Balistreri le vio reflexionar. Calculaba los pros y los contras. Los políticos, por supuesto, no los relacionados con la investigación. Ahora estaba obligado a dar su opinión en directo delante del jefe superior de policía.

—Antes Floris y yo hablaremos con el prefecto. Mientras tanto, tú te abstendrás de tomar cualquier iniciativa.

No había amenaza alguna en el tono, pero era una orden indiscutible que restablecía con claridad quién de los tres era el que mandaba allí dentro.

El teléfono de sobremesa sonó. Pasquali hizo un gesto de fastidio y contestó.

—Antonella, durante estas reuniones no quiero...

Se calló de golpe.

—Pásemela a mi despacho —dijo finalmente.

Era una descortesía hacia el jefe superior de policía. No solo interrumpía la reunión, sino que además no quería que le oyeran. En alguien como Pasquali era casi inconcebible.

Balistreri decidió que era el momento adecuado para hacer una visita al ángel. Podía permitirse el cuarto cigarrillo del día.

Hizo un gesto a Floris. Sabía que este llevaba siempre un puro a medio fumar en el bolsillo.

—Le acompaño —le dijo el jefe superior de policía con una sonrisa.

El ruido de los coches llegaba ligeramente amortiguado al cuarto piso. Las calles estaban completamente iluminadas y llenas de gente que entraba y salía de las tiendas. Hacía frío, pero ya no llovía. El balcón estaba sucio, el polvo se había acumulado en la barandilla formando una especie de barrillo con la humedad.

—Su relación con el señor Pasquali es un poco tensa —manifestó Floris.

—Trataré de mejorarla —aseguró Balistreri.

Su suerte dependía del jefe superior de policía. Pasquali no podía decidir por sí solo apartarle del cargo.

—Sabe —continuó Floris dando una calada a su toscano—, es una verdadera pena. Hasta el caso Samantha Rossi estaban de acuerdo. Pero a partir de entonces...

—A partir de entonces usted me defiende. ¿Por qué lo hace?

Floris se tomó tiempo para reflexionar.

—Por dos motivos —concluyó—. En primer lugar porque considero que usted es uno de nuestros mejores hombres. Aunque después de lo de Samantha Rossi no sería suficiente. En segundo lugar... —dudó.

Floris era una de las pocas personas que estaba al corriente del asunto. Balistreri dibujó una R en el barrillo.

—Parece fácil, pero hay que saber escribir.

—Sí, y nosotros hemos detenido a tres analfabetos —completó Floris.

Pasquali regresó a la habitación. Empezó a tamborilear con los dedos sobre el brazo del sillón, lo que en alguien como él denotaba una gran agitación.

—Tenemos un problema —comenzó a decir dirigiéndose a ambos—. Era Linda Nardi, la periodista. Mi secretaria le ha dicho que yo no podía hablar y ella le ha pedido que me transmitiera de inmediato una frase.

—¿Qué frase? —preguntó el jefe superior de policía.

Pasquali clavó sus ojos tranquilos en los de Balistreri.

—La frase era: «comisaría de Torre Spaccata».

Floris se sobresaltó visiblemente, mientras Pasquali observaba a Balistreri.

«Sí, crees que yo no soy capaz. Pero no puedes hacer nada. Ahora no.»

Balistreri se mostró interesado y coherentemente preocupado. Debía tener mucho cuidado con no mostrarse ni demasiado desinteresado ni demasiado preocupado. Si Floris hubiera sospechado mínimamente lo que sospechaba Pasquali, él estaba jodido.

—¿Y qué le ha dicho? —preguntó el jefe superior de policía con un tono claramente preocupado.

—Me ha comentado que un informador suyo... —Pasquali torció la boca al pronunciar esa palabra— le ha avisado de que esta mañana se ha producido cierto follón en la comisaría de Torre Spaccata.

Pasquali hizo una pausa, esperando que Balistreri dijera algo. Pero fue Floris el que intervino.

—Pero es absurdo, ninguna de las personas implicadas tenía interés en...

—Perdone —le interrumpió Balistreri—. En la comisaría había muchos agentes y también algunas personas que estaban allí para presentar una denuncia. Por desgracia, Colajacono ha montado un número en el pasillo antes de que la subcomisaria Piccolo le pidiese que hablara en un lugar más reservado.

—Qué idiota —se le escapó entre los dientes a Pasquali.

Debía de estar muy enfadado, esa clase de palabras eran las más vulgares que Balistreri le había oído pronunciar jamás.

—Hay más —continuó Pasquali—. Nardi ha enviado a una de sus reporteras a la comisaría y un agente le ha dicho que la discusión se produjo entre la Unidad Especial y el subcomisario Colajacono debido a la denuncia presentada por la amiga de una rumana desaparecida.

—¿Qué quiere esa bendita mujer? —preguntó el jefe superior de policía, mientras se imaginaba ya el título del artículo en primera página: «La gente desaparece, la policía discute».

Y si la cosa se quedara solo en eso, aún, pensó Floris. Pero Linda Nardi no era de las que se conformaban, no buscaba la exclusiva como sus colegas, sino algo mucho más peligroso: la verdad. Tendría que avisar al alcalde y pedirle que llamara al director del periódico, o mejor todavía, al redactor jefe.

Ahora Pasquali trasladaba con sutil sadismo al jefe superior de policía lo que Linda Nardi le había dicho al teléfono.

—Quiere examinar la denuncia de desaparición presentada por Ramona. El original.

Balistreri reprimió a duras penas una sonrisa. El toque del original era un añadido de Linda Nardi. Una bofetada más. Tratar a los corruptos como corruptos.

—Pero cómo podemos... —se quejó Floris.

—Si nos negamos, en el artículo de mañana nos pedirá que se la mostremos —dijo Pasquali con calma.

El jefe superior de policía se sirvió una generosa cantidad de Delamain. Se arrellanó en un sillón y, sin pedir permiso a Pasquali, volvió a encenderse el puro. Balistreri podía leerle el pensamiento. Sale el artículo, toda la prensa pide explicaciones. Nosotros nos negamos con la excusa de que se trata de una investigación abierta. ¿Y quién nos asegura que la persona que ha hablado con Nardi no le ha dicho también que Colajacono echó sin contemplaciones a Ramona la primera vez y la desanimó a volver? Sería un grave problema para todos, empezando por el jefe superior de policía.

Pasquali había llegado a la misma conclusión con más rapidez durante la llamada.

—Le he dicho que no sé nada de esa discusión pero que hay una investigación abierta sobre la forma en que fue recogida la denuncia, y que puedo conseguírsela no esta noche, sino mañana.

—¿Y ella ha aceptado? —preguntó ansioso Floris, alabando mentalmente por adelantado la gran capacidad negociadora de la que Pasquali siempre daba prueba.

—Me ha hecho una pregunta antes de aceptar. Quería saber si necesitábamos ese tiempo también para interrogar a Colajacono y al agente que redactó la denuncia.

Pasquali miró a Balistreri.

—Y por supuesto le he dicho que sí.

«Sé que me lo harás pagar caro. Pero esta noche lo haremos a mi modo. Cabréate con tu ángel custodio en el balcón.»

Noche

Antes de bajar se tomó un tiempo para reflexionar. Jadeando un poco por el esfuerzo, subió a pie el último tramo de escalera que conducía al tejado del viejo edificio. Tenía la llave para acceder a la terraza inutilizada, donde antaño estaban los lavaderos y se tendía la ropa. Dado que el edificio se hallaba en lo alto de una calle en cuesta, era como estar en un décimo piso. Ya había oscurecido y el ruido de los coches era solo un suave zumbido. A su derecha podía ver el Quirinal iluminado, con la bandera italiana que ondeaba; delante, el blanco del Altar de la Patria y el balcón del Duce en piazza Venezia; a su izquierda, el Coliseo y los Foros Imperiales con las luces de los coches ordenadas en fila debido al atasco.

El centro del nuevo poder político, el que había sustituido a los partidos tradicionales después del escándalo de Tangentopoli. Nuevo por decirlo de alguna manera, claro. Lo realmente nuevo eran los problemas: un país demasiado bien alimentado y, por lo tanto, perezoso; demasiado viejo y, por lo tanto, cansado; servido por esos inmigrantes jóvenes, a los que, sin embargo, temía tremendamente. Un país sin una cultura de la integración y sin un modelo económico para favorecerla. Y por añadidura, con la majestuosa cúpula de San Pedro, que recordaba a los romanos y al mundo entero un poder inmenso concentrado en menos de medio kilómetro cuadrado entre aquellos muros.

«Creía que podía cambiar el mundo, al menos un poco. Pero el mundo ni siquiera se ha dado cuenta y me ha cambiado a mí.»

Había asistido a la decadencia de Occidente, que se había manifestado al mismo tiempo que la consunción de su cuerpo y de su espíritu. Los errores cometidos con la inconsciencia y la ligereza de la juventud se habían transformado gradualmente en pecados. En la niebla del remordimiento, sus sueños habían acabado por desvanecerse.

Lenta, inexorablemente, se había convertido en lo que nunca pensó que llegaría a ser: un viejo burócrata al servicio de Italia. Como Teodori, su viejo jefe.

«Si me ofrecieran volver a ser niño y volver a empezar, me negaría. Sería un esfuerzo insoportable.»

Cuando bajó se encontró a Corvu y a Piccolo esperándole delante de su despacho. Desde hacía algún tiempo estaban muy preocupados por él.

—Marchese sostiene que fue Colajacono quien les propuso como premio a él y al agente Cutugno cambiarles el turno para que no tuvieran que trabajar la noche del 24, aunque estaba muerto de cansancio —anunció Piccolo irónicamente.

—¿Y quién estuvo en la comisaría en lugar de ellos entre las nueve de la noche del 24 y las nueve de la mañana del 25? —preguntó Balistreri.

—Colajacono y su mano derecha, el inspector Tatò —contestó Piccolo radiante.

Corvu estaba impaciente.

—Son las ocho y media, señor. Debemos irnos si queremos encontrar a Colajacono en la comisaría.

—De Colajacono ocúpate tú, Corvu. Su jefe ya está avisado, se ha encargado de ello el jefe superior de policía.

«No quiero que Piccolo se meta en problemas.»

—¿Y si no quiere colaborar? —preguntó Corvu, siempre muy atento a las normas.

—O viene aquí de forma voluntaria o lo detienes durante veinticuatro horas. No quiero interrogatorios esta noche, hasta mañana por la mañana, nada. Pero no debe tener ningún contacto con el exterior; puede dormir cómodamente aquí, en la habitación de invitados.

Después se dirigió a Piccolo.

—Usted, Piccolo, hable con el tal Tatò, pero fuera de la comisaría. Una última cosa...

—No lo tocaré, señor, puede estar tranquilo —dijo Piccolo cruzando los dedos por detrás de la espalda.

—Señor, hoy es jueves —le recordó Corvu consultando sus apuntes en el momento de irse.

«Jueves. Cena en casa de Alberto. Póquer.»

Cogió el móvil para cambiarlo para otro día.

Su hermano respondió a la primera.

—Michele, no me distraigas, que estoy acabando de preparar la panceta. Esta noche te haré unos espaguetis a la carbonara deliciosos.

Colajacono no se mostró en absoluto sorprendido al verlo llegar. Su mole inmensa ocupaba todo el vano de la puerta de su despacho. Se arregló los espesos cabellos grises y dijo:

—¿Puedo ayudarle en algo?

Corvu se presentó respetuosamente. Era muy bajito en comparación con Colajacono. Una ramita y un roble.

—Vengo a pedirle que tenga la amabilidad de acompañarme a la Unidad Especial para una conversación informal. No será interrogado, le albergaremos en nuestras dependencias durante la noche.

—¿A su Grand Hotel del centro? Me encantaría pero tengo otro compromiso para esta noche.

El acero escondido en el alma sarda y agreste de Corvu saltó.

—Si no viene esta noche, me veré obligado a volver mañana con una orden y se enterará todo el mundo.

Colajacono escupió a un metro de los pies de Corvu.

—Entonces dormiré en su Grand Hotel. ¿Disponen de un buen servicio de habitaciones? —dijo con desprecio.

Salieron juntos al pasillo, donde había algunos agentes. Colajacono se volvió hacia ellos con una sonrisa. Sus ojos pequeños brillaban de ironía.

—Chicos, voy a darme un paseo por el centro, a las dependencias de los policías elegantes. Mañana estaré aquí.

La zona del Eur, al sur de Roma en dirección al mar, había sido proyectada durante el fascismo para albergar en 1942 la exposición universal de Roma, que obviamente no se celebró a causa del conflicto mundial. Los trabajos se completaron en la posguerra manteniendo los criterios arquitectónicos originales inspirados en la arquitectura de la Roma clásica y basados en la monumentalidad, la racionalidad y el clasicismo.

Por la noche, el barrio estaba casi desierto. Los bares y los restaurantes, que trabajaban frenéticamente hasta la hora de comer para los miles de empleados, a la hora de la cena estaban ya cerrados. En el complejo la atmósfera era casi metafísica, lo contrario del desordenado y acalorado caos del casco histórico.

El chalet donde su hermano se había mudado con su mujer alemana y sus dos hijos adolescentes se encontraba al final de una calle estrecha siempre vigilada por una patrulla de la policía, porque en ella vivía un político importante. Para Balistreri, ese coche, eternamente allí aunque el político no tuviera cargos oficiales, era uno de los indicadores de la transformación del país.

Alberto le abrió con el delantal puesto. Era mayor que Michele, pero se había conservado mejor que él. Más actividad física, nada de tabaco, poco alcohol, un matrimonio feliz con dos hijos guapos, un trabajo de gerente bien pagado: el resultado ideal de la licenciatura en ingeniería y del máster en Estados Unidos. Horizontes futuros, pensamientos positivos.

Se abrazaron y entraron en la cocina. La casa estaba caldeada, una luz halógena iluminaba el cuarto de estar y como música de fondo se oía Meddle, un viejo álbum de los Pink Floyd. No eran Cohen o De André, pero se encontraban entre sus preferidos.

—Has adelgazado todavía más, Mike.

Balistreri se dio cuenta de que la ropa le bailaba en el cuerpo, pero no quería que su hermano se preocupara por él. Ya no más, lo había hecho durante demasiados años.

—Qué raro, de vez en cuando me salto alguna comida, pero como. En todo caso esta noche me desquitaré. ¿Qué más has preparado, además de los espaguetis a la carbonara?

Alberto se señaló la nariz. Era su obsesión de cocinero. Las cosas buenas se reconocen por el olor.

—Cordero lechal a la romana —dijo Michele con entusiasmo—, y me llega un olorcillo a Strudel.

—Angelo y Graziano vendrán a tomar el postre —dijo Alberto abriendo una botella de frascati blanco para acompañar los espaguetis—. Está demasiado caliente, pero en una horita la costra absorberá el jugo de las manzanas y estará listo para servir. Tú encárgate de llevar a la mesa el vino tinto para el cordero.

Balistreri vio el brunello di Montalcino abierto dos horas antes y servido en la grolla, el recipiente de madera con varias bocas para beber. Su hermano le quería mucho. Para darle su vino preferido se saltaba una norma que él consideraba fundamental: el plato y el vino de la misma región.

La mesa estaba puesta para dos. Se puso a dar vueltas por la habitación. Muchas fotos, serenidad enmarcada en plata. Alberto, su elegante mujer, dos hijos con el rostro radiante. En el único marco de madera había una foto en blanco y negro, tomada en el paseo de la playa de Trípoli, en la que se veía a Alberto y Michele de niños, con pantaloncitos bermudas y calcetines hasta las rodillas. A los lados, su madre, Italia, y su padre, el comendador ingeniero Salvatore Balistreri.

«Ella miraba el cielo, él la tierra. El honor y la fuerza. Un duelo obviamente desequilibrado.»

Alberto lo sacó de sus pensamientos.

—Bueno, Mike, ya está todo preparado. Angelo y Graziano llegarán dentro de poco.

Los espaguetis estaban exquisitos. La panceta estaba crujiente, el huevo apenas se notaba y la pasta estaba al dente. El frascati frío acompañaba perfectamente.

—Necesito que me des tu opinión sobre el mercado de las tragaperras —dijo Michele después de haber dejado limpio el plato.

—¿Para alguna investigación?

Alberto se sentía más estimulado si su ayuda servía para una causa justa.

El reloj del horno sonó.

—Voy a sacar el cordero y hablamos de ello —dijo llevándose las copas de vino blanco.

Mientras bebían un sorbo de agua para separar los sabores, Alberto reanudó la conversación.

—En 2004, después de una investigación sobre los vídeo-póquer ilegales, el gobierno decidió regular una situación explosiva. También porque en el estado crítico en que se encuentra nuestra balanza de pagos una avalancha de dinero para el país siempre es bien recibida.

—Pero ¿de qué cantidades estamos hablando?

—De quince mil millones de euros al año por los vídeo-póquer legales, los otros... —dijo serenamente Alberto.

—¿Estás seguro de los ceros?

—Segurísimo. Alrededor de tres cuartas partes de ese dinero vuelve a los jugadores como ganancias. Digamos que el sistema se queda con casi cuatro mil millones de euros e ingresa al Estado mil quinientos millones. Antes de 2004 también circulaban esas cantidades. Piensa en los patrimonios ocultos que pueden haberse formado en diez años de vídeo-póquer incontrolados. Y en todo caso también hoy día siguen circulando dos mil quinientos millones de euros cada año. Más la parte en negro...

—¿Es decir?

—Las máquinas tragaperras no conectadas a la red telemática. Nadie puede hacer nada al respecto. Porque además, aunque la policía de finanzas lo descubra, la sanción es solo administrativa.

Balistreri hizo una mueca y se endulzó la boca con el último trozo de cordero y un sorbo de brunello.

A las diez y media en punto sonó el telefonillo. Era Corvu.

Había pasado antes por su casa para arreglarse. Por respeto a Alberto se había puesto chaqueta, ya que durante el día siempre iba con unos vaqueros y un jersey. Tenía el pelo todavía húmedo de la ducha, pero nunca habría llegado tarde. Traía una botella de licor de mirto sardo hecho en casa. Lo metieron en el congelador y Corvu se sentó a la mesa con ellos.

—¿Has cenado, Graziano? —le preguntó Alberto.

Él lo llamaba Graziano, mientras que Balistreri no conseguía llamarlo por su nombre de pila ni siquiera en privado. Era su forma involuntaria de mantener la debida distancia.

—Sí, he cenado, pero cuando cocinas tú, Alberto... —insinuó Corvu dirigiendo una mirada lánguida a los restos del cordero—. Todo arreglado, Colajacono estará alojado en nuestras dependencias durante esta noche —dijo después dirigiéndose a Balistreri mientras probaba el cordero.

Hacía tres años que se reunían a jugar al póquer los jueves por la noche. Corvu había sucedido a Colicchia, el predecesor de Balistreri en la Brigada de Homicidios, que se había jubilado y se había ido a vivir fuera de Roma.

—Alberto me ha explicado cómo ganan dinero los dueños de los bares con las máquinas tragaperras —dijo Balistreri a Corvu.

—Pero ¿qué lugar ocupa la ENT en la cadena de valor? —preguntó Corvu a Alberto, haciendo gala de los términos técnicos que había aprendido en el máster nocturno de economía.

—¿Qué coño es la cadena de valor, Corvu? ¿Se puede saber por qué...? —repuso Balistreri un poco molesto.

Volvió a sonar el telefonillo y Balistreri fue a abrir a Angelo. Con creciente irritación oyó a Alberto responder a Corvu acerca de la famosa cadena y a este decir:

—Claro, así se explica todo.

Piccolo aprovechó la espera para llamar por teléfono a su casa. Rudi respondió al primer tono.

—Residencia de la señora Piccolo.

—Rudi, te he dicho que respondas solo después de dos llamadas de tres timbrazos cada una. Y no con ese tono de mayordomo inglés. No quiero que se sepa que estás ahí.

—Perdone, señora. Su casa es preciosa, le agradezco mucho la hospitalidad.

—Está bien, Rudi. El frigo está lleno, coge lo que quieras.

—No, cocinaré algo y esperaré a que vuelva usted. Soy muy bueno en la cocina.

Ligeramente sorprendida, colgó porque Tatò estaba saliendo de la comisaría. Un hombre gordo de cuarenta años con cabellos ralos y ojos acuosos. Siguió su coche a lo largo de dos kilómetros. El hipódromo delle Capannelle estaba iluminado y el aparcamiento muy lleno. Pero Tatò aparcó en la acera. Piccolo se vio obligada a adaptarse.

El hipódromo estaba casi lleno; le costó seguirle hasta el bar de la tribuna de llegada. Allí, Tatò se sentó a una mesa con tres tipos de mediana edad, claramente apostadores como él. Le vio sacar un fajo de billetes de cien euros y discutir animadamente. Estaban decidiendo las apuestas.

Captó un «... el yóquey jura que va despacio...» y a Tatò que decía: «De todas formas sabe que si nos toca los huevos lo meto en chirona».

Llegaron las copas de whisky mientras uno de ellos se dirigía al totalizador de apuestas. Piccolo ocupó con aire despreocupado la silla que había dejado libre.

—Eh, rubia —la increpó uno de los compañeros de Tatò—, ¿es que estás ciega? ¿No has visto que está ocupada?

Piccolo no le hizo caso y miró a Tatò.

—Debo hablar con usted.

No hubo necesidad de que sacara la placa. Él la había visto perfectamente esa mañana en la comisaría.

Miró a su alrededor. No quería numeritos en su verdadero puesto de trabajo.

—Estoy fuera de servicio, señora.

—Ya lo veo. A menos que su trabajo sea este.

Tatò se dirigió a los otros dos.

—De acuerdo, chicos, nos vemos después.

Ellos se levantaron sin discutir, pero la forma en que la miraron expresaba claramente lo que les habría gustado hacerle.

«¿Por qué no lo intentáis? Os llevaríais una buena sorpresa.»

—¿Le pido algo de beber, señora? —optando por ser amable.

—No, gracias. Yo estoy de servicio.

—Dígame cómo puedo...

Piccolo no tenía ganas de perder el tiempo.

—Hablemos de la noche del 24 de diciembre, cuando usted y Colajacono se quedaron en la comisaría para sustituir a los agentes Marchese y Cutugno. ¿Por qué lo hicieron?

—Los dos chicos tienen un turno infernal en este período festivo: todos los días de nueve de la noche a nueve de la mañana. Pidieron poder pasar al menos la Nochebuena con sus parientes. Sabe, todos los meridionales tienen algún pariente en Roma, nosotros aquí albergamos al mundo entero.

«Primera mentira que me cuentas.»

—A decir verdad, Cutugno y Marchese dicen que fue una idea de Colajacono, que ellos no habían pedido nada.

Tatò se removió algo incómodo.

—Bueno, puede ser. No sé exactamente cómo fue. El caso es que los dos dieron saltos de alegría la mañana del 24.

—¿Y Colajacono le propuso a usted que los sustituyera?

Reflexionó un poco. Esta vez decidió decir la verdad, mentir no habría servido de nada.

—Me lo propuso la mañana del 24. Colajacono es así. Dice que los jefes deben sacrificarse y dar ejemplo. Y además tanto él como yo somos solteros.

—Y ni siquiera van a la misa del gallo, supongo.

—Yo fui a misa a las seis en la parroquia del barrio, junto a la comisaría.

—¿Y después de misa?

—Colajacono me esperaba fuera de la iglesia. Eran casi las siete. Dimos una vuelta por el barrio, todo estaba tranquilo. Todo el mundo se estaba yendo a casa para la cena de Nochebuena. Nos paramos a tomar algo en la tasca que está enfrente de la comisaría, la única que quedaba abierta. Poco antes de las nueve estábamos de nuevo en las dependencias.

Muchas cosas que comprobar. La misa y la tasca, más fáciles; la vuelta en coche por el barrio, menos. Para detalles de ese tipo había que tener la paciencia de Corvu.

El grito del público anunció la salida de la carrera. El pelotón de caballos se encontraba en el otro extremo del circuito. Piccolo vio que Tatò seguía con ansiedad el desarrollo de la competición, en su frente se formaban pequeñas gotas de sudor. Los caballos se acercaron a la tribuna en la que ellos se hallaban; todo el público estaba de pie. Tatò esperó sin pestañear el sprint final. En los últimos treinta metros el número 6 aventajó a todos los demás y ganó limpiamente. Tatò se relajó, visiblemente satisfecho.

Piccolo lo hizo regresar al presente.

—Volvamos al 24, después de la misa. Cuando dieron la vuelta en coche, ¿pasaron por el Casilino 900?

Ahora que había ganado, Tatò estaba más sereno.

—No había motivo. Todo estaba tranquilo; también ellos estaban organizando una fiesta. Parece ser que también los gitanos festejan la Navidad con el dinero que roban a los italianos —concluyó con desprecio.

Piccolo apretó los puños, pero se acordó de las recomendaciones de Balistreri.

—Sea como sea, usted no sabe dónde estuvo Colajacono entre las seis y las siete, mientras usted estaba en misa —dijo con calma.

Tatò asintió pensativo. Un tropel de personas se dirigió al totalizador para apostar.

—¿A partir de las nueve de la noche estuvieron todo el tiempo en la comisaría? —continuó Piccolo.

—Sí, no nos movimos de allí hasta la mañana siguiente.

—¿Ninguno de los dos salió?

—No, ninguno de los dos.

—¿Y cómo puede afirmarlo con tanta seguridad? ¿Estuvieron todo el tiempo juntos durante doce horas?

Tatò soltó una risita vulgar.

—Bueno, no exactamente. No sé usted, pero yo al retrete voy solo.

«Concéntrate en el objetivo. No te dejes distraer por la rabia. Haz como te ha dicho el jefe.»

Contó hasta diez y después continuó con calma:

—Salvo para hacer sus necesidades, no se separaron en ningún otro momento. Por lo tanto estaría dispuesto a jurar que Colajacono estuvo con usted desde las nueve de la noche hasta las nueve de la mañana y que en esas doce horas no se movió de la comisaría.

—Por supuesto —respondió Tatò—. ¿Puedo volver a los caballos, señora?

Balistreri abrió la puerta y se encontró con la amplia sonrisa de quien desde hacía más de veinte años era su mejor amigo. Su único amigo, dado que Alberto era su hermano y Corvu una especie de hijastro. Su amigo apenas marcado por algunas arrugas, como si su misma sencillez le hubiera protegido de envejecer.

Angelo Dioguardi se había fortalecido con los años. La ruptura de su noviazgo con Paola y el cese de su relación de trabajo con el tío cardenal de ella en 1982 le habían abierto nuevos caminos. Paradójicamente, mientras para Balistreri la existencia se había ido marchitando gradualmente, Angelo había hecho el recorrido contrario.

Sus interminables noches de charlas sobre lo divino y lo humano nunca se habían interrumpido, pero los papeles se habían invertido poco a poco. Ahora Angelo cambiaba de mujer no a menudo, pero sí de vez en cuando, en busca de un ideal que no encontraba. De aquel frente, Balistreri se había retirado lentamente: la repetición, el sentimiento de culpa, la ausencia de mujeres que lo estimularan, todo había contribuido. Y mientras que Balistreri se había integrado cada vez más en los mecanismos sociales y en la burocracia que tanto había odiado, Angelo Dioguardi se había convertido en uno de los diez profesionales del póquer mejores del mundo. Seguía entregando buena parte de las ganancias a obras de beneficencia, pero ahora se ocupaba directamente de controlar de qué forma se gastaban.

Mientras Alberto y Corvu hablaban de balances y de esa maldita cadena de valor, los dos amigos se fueron a la salita. Angelo encendió el cigarrillo número treinta del día y se sirvió un whisky doble; Balistreri, el quinto y un vaso de agua. Demasiado alcohol para su estómago.

—Debo pedirte algo, Angelo. Necesitaría alguna información sobre los garitos de juego clandestinos; sé que no los frecuentas desde hace años pero al principio de tu carrera...

Angelo frunció la frente sorprendido.

—¿Te han trasladado a la Brigada de Buenas Costumbres...?

—No seas estúpido, solo necesito información sobre esos ambientes.

—Michele, los tiempos han cambiado. Hoy día se organizan torneos de Texas hold’em en algunos círculos privados, con cuotas muy altas, pero ya es todo juego legal, con sus recibos y todo.

—¿Cuánto se juega?

—Depende de los premios. En los torneos medios creo que el nivel es muy alto. ¿Tú qué quieres saber exactamente?

—Estoy investigando a una sociedad que gestiona clubes nocturnos y mesas de póquer, máquinas tragaperras y salas de apuestas. Forma parte de una sociedad fiduciaria externa. Tengo una idea al respecto, pero quería saber lo que opinas tú.

Angelo reflexionó un poco.

—Puede haber una conexión, Michele. Crimen organizado y blanqueo de dinero. En todo caso son cantidades pequeñas; para el blanqueo de grandes capitales se necesitan otros canales...

—¿Por ejemplo?

—Oye, Michele, yo estas cosas las sé por el ambiente en el que me muevo, pero no porque las haya hecho nunca. Con lo que gano en el póquer me basta y me sobra para mis vicios.

—Vale, ya sé que eres un santo. Ahora dime algo útil.

—El auténtico blanqueo de dinero se hace con los bienes inmobiliarios. No en Italia, obviamente. En los países en los que puedes comprar en efectivo un rascacielos en una semana. Las islas del Caribe, Dubai, Macao...

—¿Y de dónde procede el dinero?

—Las cantidades grandes proceden de las ganancias del crimen organizado: droga, armas, prostitución. No solo del italiano, por supuesto. También ahí estamos perdiendo cuota de mercado respecto a los rusos y a los chinos. Los rusos viajan con maletas llenas de dinero y en un fin de semana compran un par de edificios.

—Pero también los italianos...

—Claro. Pero la delincuencia italiana prefiere reinvertir al menos una parte en Italia. Inmuebles, cadenas de tiendas, hoteles, empresas de servicios, clubes nocturnos. Sirve para crear puestos de trabajo, por lo tanto consenso, por lo tanto votos para influir en los políticos.

—¿Y el dinero de las comisiones ilegales, de los chanchullos entre la política y los negocios? —preguntó Balistreri.

Angelo sonrió.

—¿Ese que después de Tangentopoli se supone que ya no existe? Verás, los que roban dinero público se han vuelto más prudentes. Prefieren intercambiar un contrato por alguna antigüedad comprada con dinero negro para los hijos o por la remodelación de su casa de campo. O, si son cosas pequeñas, por alguna ramera. Esa gente tiene mucha fantasía, a todos los niveles.

—Y entonces mi sociedad de máquinas tragaperras y clubes nocturnos, ¿dónde se sitúa?

—Exactamente en el medio. Reinvierte lícitamente en Italia dinero acumulado ilícitamente que vuelve a entrar desde la lavandería exterior.

Angelo encendió otro cigarrillo. Balistreri lo observó con envidia.

—¿Cuánto fumas?

Él hizo un gesto con la cabeza.

—Depende del humor. De uno a dos paquetes al día. No pensarás echarme un sermón, Michele. De otros podría soportarlo, pero de ti...

—Yo ya no soy el vicioso de nosotros dos. ¿Mujeres?

Angelo sonrió.

—Estoy en un momento de gran libertad, de tránsito, me gusta pensar. Yo intento que dure, pero al poco tiempo se aburren de mis charlas...

—Claro, con esa fijación tuya por el amor eres un coñazo. ¿Después de tantos años sigues sin contentarte con un buen polvo?

—Bah, me parece que también tú estás a dos velas.

—Me he aburrido de sentirme culpable por las desilusiones de los demás. El precio es superior al valor.

Angelo pensó un poco en ello, parecía perplejo por esa afirmación y disgustado por su amigo.

—Michele, si confundes el valor con el precio...

—Confronto, Angelo. No confundo.

—Quería decir que hay valores que no tienen precio.

Lo dijo con la humildad del muchacho ignorante del extrarradio frente al amigo burgués que había estudiado. Aquel «quería decir» que usaba de vez en cuando, casi para disculparse cuando no estaba de acuerdo, era para Balistreri el punto de inicio y de continuidad de esa gran amistad.

Alberto los llamó al orden. La mesa de juego estaba lista. La partida se desarrolló como casi siempre. Angelo ganó, casi sin querer. En todo ese tiempo todavía no habían conseguido dilucidar cuándo se tiraba faroles y cuándo tenía buenas cartas. Al final ganaba él y el dinero iba a una fundación que gestionaba algunas asociaciones que ayudaban a los vagabundos y los pobres.

Cuando Angelo lo llevó hasta el portal de su casa en coche, Balistreri estaba agotado por ese día interminable.

—Tengo derecho al último —dijo señalando el paquete de cigarrillos.

—Entonces te acompaño —respondió Angelo encendiendo el cigarrillo número cuarenta.

Acabaron de hablar a las cuatro de la mañana.