Viernes, 21 de julio de 2006
Mañana
El móvil reservado sonó a las siete, mientras Pasquali se arreglaba para ir a misa y luego a su despacho. Esa mañana no había sido tan cuidadoso como de costumbre. Un cortecito al afeitarse, la raya del pelo desigual.
La voz de siempre.
—Todo está listo, cerramos esta mañana.
Trató de darse ánimos.
—Le he puesto una cita a las diez, así no nos molestará.
—Muy bien. Procederá personalmente, sin ninguna interferencia.
—Es preciso que el sujeto esté armado. Y que reaccione a la detención.
Pasquali nunca hubiera imaginado que tendría que disparar contra alguien, ni siquiera contra un asesino en serie. Pero si disparaba contra un asesino en serie, estaría de sobra justificado. No se atrevió a mirar el crucifijo mientras formulaba este pensamiento.
—Evidentemente usted se convertirá en un héroe nacional, una estrella.
Una mezcla de ironía y desprecio.
—Este asunto ha ido mucho más lejos de lo acordado, luego tendremos que hablar de ello.
Era solo un pequeño amago de rebelión, lo máximo que le permitía el miedo.
—Sí. Nuestro amigo estará en la suite número veintisiete. Procure no mancharse los zapatos de polvo.
La última burla a su respetabilidad comprometida. Ese día no se atrevió a comulgar.
Llegaron puntualmente a las diez. Había decidido que le acompañara Piccolo para tenerla controlada, porque siempre estaba pasada de revoluciones. Habían llevado a los tres gitanos a Regina Coeli, la cárcel que está junto al Trastevere.
Dejaron las pistolas y los móviles en la entrada y les acompañaron a una sala donde les estaban esperando los tres gitanos con el intérprete y el abogado. Tenían entre dieciocho y veintiún años pero parecían mucho mayores de como los recordaba Balistreri.
Piccolo empezó por el principio. Cuándo habían llegado a Italia. Las chapuzas, los hurtos. Cómo se conocieron. Los muchachos respondían con monosílabos. No se los veía muy interesados. Cuando llegaron a la noche del asesinato las preguntas de Piccolo fueron más detalladas. ¿A cuál de ellos se había dirigido el cuarto hombre? Descripción. Estatura mediana, pelo negro largo y liso, gafas metálicas. ¿Dónde estaba mientras ellos bebían el whisky que les había dado? Tal vez en el bar, tal vez fuera. ¿Fue él quien les invitó a salir? Sí. ¿Y la cocaína? Sí, era suya. Samantha. ¿Quién sugirió la idea? Él. ¿Quién la atacó primero? Él. Luego la arrastraron a ese basurero. Él tenía más cocaína, más whisky. El relato se volvía mucho más confuso. ¿Quién fue el primero en violarla? ¿Quién fue el último? Y él, ¿dónde estuvo durante todo ese tiempo? Allí, en alguna parte. Le oían toser y fumar.
—Alto —dijo Balistreri.
Piccolo asintió. También ella lo había entendido. Les preguntó otra vez a cada uno de ellos:
—¿Dónde estaba él mientras violabais a la chica?
Uno de los tres estaba un poco más lúcido.
—Apartado, no le veíamos pero oíamos que fumaba y tosía.
—Nunca dijisteis nada de la tos —observó Piccolo mirando el acta del interrogatorio.
El chico se encogió de hombros y contestó directamente en italiano:
—¿Y eso qué coño importa?
Mostraron una foto reciente de Hagi. Ellos la miraron de mala gana.
—No —dijo uno.
—No sé —dijo otro.
—Quizá, es posible —dijo el tercero.
Luego mostraron una foto de Hagi reconstruida por ordenador, con pelo largo y gafas.
—Sí, es ese —dijeron los tres.
—¿Y el último de vosotros que habló con él?
No se acordaban. En un momento dado el hombre desapareció, como si se lo hubiera tragado la tierra. Confirmaron su versión. Samantha estaba viva, se quejaba, cuando se marcharon. Esta vez a Balistreri no le cupo duda: decían la verdad, el Hombre Invisible la había matado.
Cada vez que desaparecía un teléfono móvil relacionado de algún modo con una actividad delictiva se avisaba al operador telefónico para que detectara y comunicara inmediatamente la posible reactivación de la SIM. La noticia le llegó a Corvu a la oficina a las diez en punto, justo cuando Balistreri y Piccolo entraban en Regina Coeli. La SIM de Selina Belhrouz se había reactivado. La empresa telefónica fue muy precisa: la microcélula era de Roma, de la zona, muy restringida, que incluía el Casilino 900.
Como no conseguía comunicarse con Balistreri y quería respetar el procedimiento, Corvu avisó a Pasquali.
—Vamos allí enseguida con dos agentes. Sin sirena, para que nadie se ponga sobre aviso —decidió rápidamente Pasquali.
—Pero, señor Pasquali —objetó Corvu—, voy yo con algún otro agente, puede ser peligroso, usted no debe...
—De la detención nos encargamos nosotros. Usted limítese a poner un coche en cada salida, con discreción. Nos vemos abajo dentro de cinco minutos —le cortó Pasquali.
Corvu se puso el chaleco antibalas y la funda con la Beretta. Avisó a dos agentes. Era la formación reglamentaria para una detención ordinaria. Pero no estaba claro que fuera a ser una detención rutinaria. Volvió a llamar a los móviles de Balistreri y Piccolo. Nada. Les dejó un mensaje de texto a los dos: «Llamad enseguida».
Pasquali hizo tres cosas, rápidamente. Se puso el chaleco antibalas, preparó la Beretta y se volvió hacia el crucifijo.
—Señor, perdóname por lo que voy a hacer.
Corvu y Pasquali se sentaron en el coche detrás de los dos agentes de paisano.
—Bien —dijo Pasquali—, la compañía telefónica ha circunscrito la zona a seis chabolas en total. Entraremos con calma, como para una ronda normal. En estos días están acostumbrados a ver policía. Una vez que hayamos entrado no debe salir nadie sin que le registren e identifiquen.
Corvu protestó.
—Señor Pasquali, yo creo que sería mejor un registro general...
—No. Encontraríamos el móvil en un bidón de basura y nunca sabríamos con quién relacionarlo. Quiero atrapar a alguien con ese móvil en la mano.
—Podría ser peligroso —objetó Corvu.
—Por eso estamos nosotros aquí. Y quiero ser muy claro al respecto: ya hemos perdido a tres valiosos policías y el comisario Balistreri se salvó por los pelos. Si ven aunque sea media pistola, disparen de inmediato, no esperen a que alguien lo haga primero.
Los agentes estaban claramente intimidados por la autoridad de Pasquali. Miraron a Corvu.
—Señor —se atrevió a decir Corvu—, según el procedimiento, antes de disparar...
Pasquali lo fulminó con la mirada.
—Subcomisario Corvu, no volveré a permitir que un delincuente le pegue un tiro a un policía. Asumo la responsabilidad, puede estar seguro de que no le faltará respaldo político si dispara contra un gitano armado para que no le maten.
Corvu, intimidado, agachó la cabeza.
—De acuerdo. ¿Cómo lo hacemos?
—Empecemos por la caravana más próxima a la entrada al campamento. Uno de ustedes llama a la puerta. Si abren entramos, identificamos, registramos. Hasta que aparezca el móvil de la joven Belhrouz.
—¿Y si nadie nos abre?
—Entramos y registramos igual.
Corvu se puso tenso. Balistreri se habría puesto hecho una furia.
Vasile confirmó que el hombre que le había llamado por teléfono el 23 de diciembre hablaba perfectamente italiano.
—¿Con acento extranjero? —preguntó Piccolo.
—No sé, a mí me parecía italiano.
—¿Qué más recuerdas de la llamada?
Confirmó la versión de su interrogatorio.
—¿Recuerdas cómo era su voz?
—Ronca. Tosía mucho.
Balistreri y Piccolo se miraron. Tal vez no fuera suficiente para el fiscal. Todas las pruebas eran indiciarias. Mucha gente tose. Mucha gente tiene amigos con moto de cross. Las muertes de Rumanía no podían atribuírsele. Su mujer Alina huía de él cuando tuvo el accidente con el ciclomotor, ¿y qué? No tenía una coartada. Como millones de personas.
Piccolo apretó rabiosamente los labios.
—Pero nosotros sabemos que ha sido él.
Balistreri se levantó, inquieto. Algo iba mal. Nunca le habían gustado las coincidencias. Y allí había muchas; demasiadas.
«Tengo que decirle a Pasquali cómo murió Colajacono. Enseguida.»
Entraron en el campamento bajo un sol de justicia que había secado el barro de la tormenta del día anterior. Se veía a mucha gente rondando por allí, sobre todo mujeres, viejos y unos niños que jugaban a deslizarse por un montón de colchones desfondados. La basura al sol desprendía un hedor tremendo que se mezclaba con el de la orina procedente de los retretes químicos. Grupos de niños correteaban alegremente alrededor de los agentes. Corvu se estremeció. Era una locura. Las fundas de las pistolas estaban desabrochadas bajo la chaqueta y eran visibles para un ojo experto. Vio a Pasquali sudar enfundado en su traje gris de raya diplomática y mirar a su alrededor un poco desorientado.
Hizo un último intento de llamar a Balistreri. Nada, seguían en Regina Coeli.
Llamaron a la caravana número 28. Les abrió una vieja desdentada con un crío en brazos de quien lo mismo podía ser la abuela que la madre.
Entraron. El calor en la caravana era sofocante, lo mismo que el hedor. En el hornillo de la vieja cocina esmaltada hervía el té. No había nadie más, aparte de la vieja y el crío.
—Registre usted, Corvu, aquí no veo peligro. Yo voy a la 27 —le ordenó Pasquali.
—Pero, señor... —objetó Corvu.
Pasquali ya estaba fuera. Corvu pensó que por protagonismo quería ser él quien efectuara la detención. Les indicó a los dos agentes que fueran con Pasquali.
—¿Tiene un teléfono móvil aquí? —le preguntó a la vieja mirando a su alrededor.
Era una pregunta absurda, pero tenía que hacerla.
La vieja no entendía el italiano. El niño se echó a llorar mientras el olor agrio de sus heces se propagaba por la caravana sumándose al hedor de la basura.
Corvu sintió una arcada y se acercó a la ventanilla para coger aire. Desde allí vio que uno de los agentes llamaba a la puerta de la caravana número 27. Pasquali y el otro agente estaban un metro más atrás. Un momento después la puerta se abrió. Era otra vieja. Tres niños pequeños se colaron entre las piernas de Pasquali y los agentes.
Corvu reparó con sorpresa en la moto de cross que había aparcada detrás de la caravana. Y no prestó atención al viejo con gorra y gafas de sol que se acercaba por detrás a los agentes y Pasquali. Luego oyó una tos.
Maldijo en sardo y se volvió bruscamente, tropezó con la vieja y la derribó, junto con el crío, cuyas heces se esparcieron por el suelo. Tardó unos segundos en disculparse y ayudarla a levantarse, luego salió de la caravana gritando con la Beretta en la mano, listo para disparar.
Pasquali se volvió, pero no le dio tiempo a levantar la pistola que empuñaba. Solo pudo ver la mueca de Marius Hagi bajo las gafas de sol mientras apretaba el gatillo. No pudo pedir perdón a Dios por sus pecados antes de que el proyectil le atravesara la cabeza. Hagi tiró la pistola lejos y levantó los brazos en señal de rendición. Los agentes le apuntaron con sus armas, temblando de miedo y rabia.
—¡Quietos, quietos! —les gritó Corvu, corriendo sin dejar de apuntar a Hagi con la Beretta.
Él le miraba, sereno, con una sonrisa burlona.
—Llamad a una ambulancia y cerrad todas las salidas —gritó Corvu desesperado.
—No hay cómplices, yo solo me basto contra todos vosotros —le dijo Hagi tranquilamente.
Corvu no se atrevía a mirar el cuerpo de Pasquali tendido en el suelo. Ordenó al otro agente que esposara a Hagi, quien no opuso resistencia. Se había congregado una muchedumbre y acudían muchos agentes empuñando pistolas.
Hagi observaba la escena, divertido. Le sonrió a Corvu.
—¿Dónde está su jefe, el gran basurero del paraíso?
Tarde
Balistreri no quiso participar en la rueda de prensa convocada a primera hora de la tarde. La vio por televisión en su despacho, acompañado de Corvu, Piccolo y Mastroianni. El ministro del Interior fue el primero en hablar. Unas pocas palabras para elogiar a la policía y el heroico sacrificio del señor Antonio Pasquali para librar a los italianos de la semilla del mal. Prometió que en breve el gobierno tomaría medidas radicales y restrictivas que afectarían a todos los inmigrantes, con un decreto ley para evitar dilaciones en el Parlamento.
A la pregunta de una periodista francesa sobre las posibles objeciones de las Naciones Unidas, del Vaticano y de las organizaciones humanitarias, contestó con un tono poco diplomático:
—No esperamos objeciones de nadie. No serían bien recibidas.
Luego le pasó la palabra al jefe superior de policía para la reconstrucción de los hechos. Floris estaba circunspecto, pero visiblemente afectado. Hizo un resumen de los asesinatos de las cuatro jóvenes relacionados por las cuatro marcas. Habló del Hombre Invisible y puso algunos ejemplos del cúmulo de pruebas indiciarias que apuntaban a Marius Hagi. Al que, dicho sea de paso, le habían encontrado el teléfono móvil de Selina Belhrouz. Recordó que cuatro rumanos relacionados con Hagi habían muerto en el enfrentamiento a tiros en el que perdieron la vida tres heroicos policías y resultó gravemente herido el jefe de la Sección Especial, Michele Balistreri.
Terminó diciendo que estaba seguro de que la detención de Marius Hagi había librado a la ciudad de una pesadilla. Y añadió que junto con el ministro del Interior había convocado al alcalde de Roma para una reunión urgente. Dijo exactamente «convocado», como si se tratase de un ujier.
Estalló una gran algarabía, los periodistas disparaban preguntas gritando, pero no hubo más declaraciones.
Corvu estaba abatido. Las tomas despiadadas de la televisión le habían mostrado con cara terrosa mientras sacaban el cadáver de Pasquali del Casilino 900 y metían a Hagi en el furgón que le llevaría a la cárcel. Balistreri había intentado que se fuera a su casa, pero no le había convencido. Le había explicado de todas las maneras posibles que él no tenía la culpa, que solo la imprudencia o el afán de protagonismo de Pasquali habían provocado ese desenlace.
—Corvu, olvídate de asistir al interrogatorio de Hagi. Has sufrido un shock. Ya hiciste tu declaración. Ahora tómate tres días de vacaciones y vete a Ucrania con Natalya.
Corvu negó con la cabeza.
—No, señor, gracias —dijo con su tono más obstinado.
Pero Balistreri estaba decidido.
—He mandado que te reservaran el vuelo, sales esta noche. Y Piccolo ya se lo ha dicho a Natalya, que te está esperando. Mi hermano Alberto irá a recogerte a tu casa dentro de un par de horas para llevarte al aeropuerto.
«Ahora solo tengo que protegerte, Graziano, porque esto no ha terminado. Al contrario, acaba de empezar.»
Corvu levantó la cabeza. Su mirada, normalmente tan seria y tranquila, estaba emocionada.
—Gracias, señor —murmuró, levantándose. Luego, respondiendo a una última llamada del deber, añadió—: Le he dado a Mastroianni la lista de las coartadas por comprobar que me había pedido. Puede que ya no sirva...
Piccolo y Mastroianni le dieron un abrazo. Luego Balistreri le rodeó con el brazo los hombros y le acompañó a la salida. Le sentía temblar como una hoja.
Estaban en la acera cuando Balistreri le preguntó:
—¿Cuánto tiempo tuvo Pasquali desde que vio acercarse a Hagi hasta que intentó disparar?
—Menos de un segundo.
«Menos de un segundo. Ya empuñaba la pistola.»
A mitad de la tórrida tarde veraniega Balistreri volvió por segunda vez en el mismo día a Regina Coeli. Presagiando lo que le esperaba, esta vez evitó llevar a Piccolo.
El abogado Morandi le aguardaba fuera de la sala de interrogatorios. Tenía la mirada baja.
—Lo siento por Pasquali.
Balistreri le miró a los ojos.
«Lo sientes por tu reputación, cabrón hijo de puta.»
—Lo que ha pasado era completamente imprevisible —continuó Morandi—, pero confirma lo que le dije la última vez.
—Que mejor me hubiera quedado en Dubai.
—Ahora tiene al culpable. Mi cliente lo confesará todo, sin omitir nada.
—¿De veras? ¿También me dirá por qué provocó una pelea para destripar al pobre Camarà?
Balistreri le vio palidecer bajo el bronceado de lámpara.
—Confórmese con la verdad evidente —dijo fríamente Morandi.
Balistreri resistió la tentación de ponerle las manos encima; le habrían retirado de la investigación, y esta vez quería llegar hasta el fondo. Se felicitó a sí mismo por su autocontrol. Le dio la espalda y entró en la sala, seguido de Morandi.
El fiscal ya estaba dentro. Cruzó unas palabras con el abogado y luego se dirigió a Balistreri.
—El abogado Morandi me ha adelantado que su defendido se declara culpable de todos los homicidios, incluido el de Camarà. Hará una extensa confesión con todos los detalles.
Trajeron a Hagi esposado. Sus ojos negros se posaron tranquilamente sobre los de Balistreri. Estaba más flaco que la última vez que le había visto, siete meses atrás. Y tosía mucho más. Pero su mirada, sobre unas profundas ojeras oscurísimas, todavía era ardiente. En ese momento su parecido con el demonio era completo.
Después de los preliminares de rigor el fiscal dejó que Balistreri iniciara el interrogatorio.
—Empecemos por el principio, señor Hagi.
—Está bien, comencemos por Samantha Rossi.
Balistreri negó con la cabeza. Había llegado el momento de tomar una dirección definitiva.
—No, señor Hagi. El principio está en 1982.
Hagi asintió sonriendo.
—¿Elisa Sordi?
Como si fuera la cosa más evidente del mundo. Todos se sobresaltaron: el fiscal, Morandi, los guardias. Solo Balistreri permaneció impasible.
«Te brindo tu espectáculo, el que querías. Para dar un paso hacia la verdad.»
—Usted se lo tomó muy a pecho ya entonces, comisario Balistreri.
Ahora la burla era evidente.
—Le ruego que se atenga estrictamente a las preguntas, señor Hagi, sin comentarios —dijo el fiscal con expresión pétrea.
—Un momento —intervino Morandi algo aturdido—, antes tengo que consultar con mi cliente; no entiendo por qué sacan a colación a Elisa Sordi.
—No hace falta, abogado —le tranquilizó con aplomo Hagi—, usted solo tiene que preocuparse de que estos señores no tergiversen mis palabras. Quiero que todo quede perfectamente claro y aquí hay unos liantes de cuidado. Ya lo eran en 1982.
—¿Cuándo conoció a Elisa Sordi? —preguntó Balistreri haciendo caso omiso del comentario despectivo.
—No lo recuerdo con exactitud, poco antes del verano de 1982. Fui al complejo residencial de via della Camilluccia y allí me encontré con uno de los chicos que me había presentado Alina. Elisa estaba con ese chico.
—¿Cómo se llamaba?
Hagi se encogió de hombros.
—No me acuerdo. Era un tipo insignificante, mientras que la chica era un bomboncito.
«Quiere provocarte, no te alteres.»
—¿Por qué fue usted a via della Camilluccia? —preguntó Balistreri.
—A través de Alina me salió un trabajillo. Tenía que organizar un viaje a Auschwitz para una señora.
—¿Recuerda su nombre?
—La señora era extranjera, del norte de Europa. Y su marido era un aristócrata italiano con un apellido larguísimo.
—Está bien, ya hablaremos de eso. Allí conoció a Elisa Sordi. ¿Y después?
—¿Qué quiere saber?
Balistreri vio que el fiscal y Morandi se removían en sus sillas cruzando miradas confusas.
—¿Qué pasó después? —preguntó.
Hagi le miró con total desvergüenza.
—¿Ha comprendido que lo que rodeaba el pecho izquierdo era una O? No entonces, era demasiado joven. Pero ahora, ¿por fin lo ha comprendido?
Morandi casi se cae de la silla, el fiscal se puso pálido y se levantó de un salto.
—¿Su primera letra? —preguntó Balistreri, impasible, como si estuviesen hablando de banalidades.
—Llevé el cuerpo al centro del río con un bote, bien lastrado con piedras, pensando que a las ratas también les encantaría hincarle el diente.
Balistreri les hizo una seña al fiscal y a los guardias para calmarles. El juego de Hagi era evidente: arrastrarles a todos a su nivel.
—¿Y por qué ocultó con tanto cuidado esa obra de arte? —preguntó Balistreri.
—No estaba seguro de no haber dejado restos orgánicos o huellas sobre la chica. Así se encargaría el río.
Balistreri llegó al punto más complicado.
—Su mujer Alina lo descubrió todo, ¿verdad?
Hagi tuvo un acceso de tos. Balistreri vio sangre en el pañuelo. Luego Hagi se repuso.
—Ya le dije que no pienso hablar de mi mujer. En cualquier caso, nunca le habría hecho daño.
—Permítame dudarlo, señor Hagi. Sé lo que les pasó a esos dos delincuentes que mataron a su hermano en Rumanía.
Hagi se encogió de hombros.
—Me la sudan sus dudas, Balistreri.
—¿A cuántas mató en los veinticuatro años transcurridos entre Elisa y Samantha?
—A ninguna —dijo enseguida Hagi—, y como comprenderá no tengo motivos para mentirle. Fue la muerte de Alina lo que cambió mi vida.
—¿Y por qué mató a Samantha hace un año?
—Porque hace un año enfermé. Cáncer de pulmón.
El fiscal miró a Balistreri, que le hizo una seña tranquilizadora y continuó.
—Ya lo comprobaremos. ¿Así que usted se entera de que está enfermo y por ese motivo vuelve a su antiguo vicio? No me lo creo.
Hagi se limpió con el pañuelo un hilillo de sangre que le salía de la boca.
—Si quieren más respuestas quítenme las esposas. Quiero fumar.
El fiscal miró a Balistreri, que asintió. Un guardia procedió. Balistreri le ofreció un cigarrillo a Hagi y se lo encendió con el mechero del Bella Blu. Luego Hagi reanudó su relato.
—Alina comprendió la verdad, era demasiado inteligente. Le pegué porque quería denunciarme y durante un tiempo se calmó. Luego Anna Rossi se entremetió, vio los moratones, le propuso que me dejara y se fuera a vivir con ella. Esa maldita noche intenté retenerla, pero Alina se escapó en moto, a casa de esa puta.
Otro acceso de tos, más sangre en el pañuelo. Ahora la rabia y el odio le deformaban la cara.
—Yo no olvido a los amigos, pero tampoco a quien me la juega. Hacer que esos tres gitanos se ensañaran con su hija fue un auténtico placer. Pero el colmo del placer es pensar en el momento en que ustedes le expliquen a Anna Rossi que su hija murió por su culpa.
Balistreri bendijo la idea de no haberse llevado consigo a Giulia Piccolo. Nadie habría podido impedir que se abalanzara como una furia sobre Hagi. El odio inundaba la sala como una emanación de gas tóxico. Morandi escondía la cabeza entre las manos, incrédulo; el fiscal ya ni siquiera tomaba nota, estaba blanco como una sábana. Los guardias parecían dispuestos a echarse encima de Hagi y descuartizarlo allí mismo.
—¿Y a Nadia por qué la mató? ¿Qué tenía ella que ver?
—Nadia era la viva imagen de Alina. Simbólicamente quería vengarme también de mi mujer, que me arruinó la vida al escaparse y morir de ese modo.
«Respuesta preparada, cogida por los pelos. Este es un aspecto sobre el que no quieres contestar.»
—Su mujer le arruinó la vida porque descubrió que usted era un asesino y se mató al huir de su casa. ¿De quién era la culpa, señor Hagi?
—Una esposa no traiciona a su marido, se queda con él pase lo que pase. Fueron esos tipos de la parroquia de San Valente los que la pusieron en mi contra, su tío monseñor, su religión católica de los cojones...
—¿No podía cambiar de presa? Con Nadia el riesgo era enorme después de que Camarà les viera en el reservado y de que ella se llevara el encendedor, el mismo con el que acabo de encenderle el cigarrillo.
Hagi perdió el aplomo que había mostrado hasta entonces.
—Era una doble perfecta, me habría costado mucho encontrar otra. En cuanto a ese negro de mierda, fue un juego de niños destriparlo en la acera.
—¿Y con Selina Belhrouz y Ornella Corona? ¿Qué tiene que ver la venganza con ellas?
Hagi tosió un buen rato, escupiendo sangre en el pañuelo.
—¿No le han gustado las letras, la V y la I?
«Sobre algunas cosas no quiere responder. Probemos por otro lado.»
—Tenemos cinco letras, señor Hagi, a partir de 1982. Por este orden: O R E V I. ¿Quiere darnos una explicación?
—Creo que no —dijo Hagi, como si se tratase de un vulgar jueguecito—, pero le daré una pista. Debe tener en cuenta también a mi mujer Alina, muerta a causa de mi maldad, como usted dice.
—¿Y qué letra es esa?
—Sencillamente, su inicial, la A.
—Así que O R A E V I. Bueno, ¿qué quiere decir?
Hagi le miró. Los ojos de Lucifer.
—Veo que nada de lo que le digo le sorprende, Balistreri. Entonces trataré de darle una novedad sobre la que pensar.
Balistreri comprendió de antemano lo que Hagi estaba a punto de decir. En ese breve instante tuvo la certeza de que no estaba ante un simple asesino en serie, sino ante una maquinación despiadada de la que aún no conocía el principio ni el final.
—Espere a la próxima letra, Balistreri.
Fiorella Romani, veintitrés años, nieta de Gina Giansanti, la antigua portera de via della Camilluccia, recién licenciada y recién empleada en un banco, había salido de su casa de las afueras a las siete y media de esa mañana, como todos los días, para coger el metro e ir a la oficina. Pero no había llegado. A las seis de la tarde, al ver que no volvía a casa, su madre, Franca, la llamó varias veces al móvil, pero estaba apagado. Después de hablar por teléfono con todos sus amigos decidió poner la denuncia.
—Han transcurrido demasiadas horas —comentó Mastroianni al principio de la reunión vespertina en el despacho de Balistreri—, es probable que Hagi la secuestrara a las siete y media, recién salida de casa, y la matara enseguida, enterrándola en algún bosque o tirándola al río o a un pozo. Luego fue al Casilino 900 para matar a Pasquali.
Balistreri escuchaba en silencio, fumando y hojeando el informe de Mastroianni sobre el registro en casa de Hagi. Habían encontrado los disfraces del Hombre Invisible: pelucas, gafas, gorros.
—También tenemos el trabajo que ha hecho Corvu, comisario —dijo Mastroianni.
Las comprobaciones de las coartadas que había pedido.
Para evitar problemas no habían interrogado directamente al conde, ni a su hijo, ni menos aún al cardenal Alessandrini sobre los asesinatos del último año. Corvu se había limitado a repasar con mucho detalle los actos oficiales.
En los periódicos de Nairobi estaban las fotos de la inauguración del nuevo pabellón del hospital, que había tenido lugar el 25 de diciembre en presencia de Manfredi, el conde Tommaso, los compañeros de Manfredi y las autoridades municipales. Corvu también había comprobado que el único vuelo directo desde Europa que habría podido llevar a Manfredi a Nairobi a primera hora de la mañana salía de Zurich a medianoche, y que el último vuelo de Roma a Zurich la tarde del 24 de diciembre salía a las dieciocho horas, antes de la desaparición de Nadia. No había rastro de la presencia de Manfredi en Roma ni en las listas de pasajeros ni en el registro de pasaportes. De modo que mientras mataban a Nadia, Manfredi estaba en Nairobi. En cambio para los asesinatos de Samantha, Selina y Ornella tanto el conde como Manfredi carecían de una coartada comprobada.
También estaba documentada la presencia del cardenal en el Vaticano para asistir a actos oficiales durante toda la tarde y toda la noche del 24 de diciembre, pero no se podía asegurar que no se hubiese ausentado en algún momento. El día de la muerte de Samantha Rossi estaba en Madrid, pero no se sabía a qué hora había vuelto. Y la noche en que mataron a Ornella Corona estaba solo en casa.
A Ajello, Paul y Valerio les habían interrogado. Se habían mostrado más preocupados y sorprendidos que enojados. Paul y Valerio estaban juntos en la parroquia la noche del 24 de diciembre para la cena de Nochebuena con los huérfanos; sus movimientos se podían comprobar por lo menos a partir de las veinte horas. Ajello estaba en la inauguración de un local nocturno de la ENT la noche en que mataron a Samantha, había muchos testigos. La coincidencia absurda era que los tres estaban en Ostia la noche en que mataron a Ornella Corona. Ajello se había acostado con ella, Paul había llevado a los huérfanos a la playa y se había quedado a dormir allí con ellos, y Valerio había estado navegando solo en su barco y nadie sabía a qué hora había vuelto. En cuanto al caso de Elisa Sordi, no había nadie que confirmase la coartada de Ajello después de tantos años.
Una cosa estaba clara: Hagi era el único que nunca tenía coartada. Y, además, se acusaba de haber cometido todos los asesinatos.
Balistreri se sentía muy cansado. Veía a su alrededor las miradas de los colegas, que oscilaban entre la conmiseración, el desdén y la burla.
Antes de que anocheciera recibió la llamada del jefe superior de policía.
—Balistreri, es una catástrofe, empezando por las víctimas y sus seres queridos y terminando por la publicidad en los medios y las consecuencias políticas.
—Señor, estamos ante algo muy complejo y cuidadosamente planeado.
—Así que usted no cree que Marius Hagi haya montado él solo todo esto.
—Sinceramente no lo sé. Podríamos estar solo al principio.
—¿Al principio? —saltó Floris, exasperado—. ¡Después de cinco mujeres jóvenes asesinadas de un modo horrible, la primera de ellas hace veinticuatro años, Camarà, Colajacono, Tatò, Coppola, Pasquali, usted mismo medio muerto, y ahora Fiorella Romani! ¿Qué significa que estamos solo al principio? ¿Tiene que estallar la Tercera Guerra Mundial?
Balistreri, ciertamente, no podía tranquilizarle. No podía quitarse de la cabeza el hecho de que Pasquali empuñase ya la pistola cuando el agente llamaba a la puerta de la caravana.
«Era demasiado prudente para ir personalmente al Casilino 900 a cerrar el caso empuñando una pistola. A menos que estuviera aterrorizado.»
—Tengo que volver a hablar con Hagi —dijo Balistreri.
—¿Y qué espera de ese monstruo?
—Tiene un plan. Si queremos tratar de salvar a Fiorella Romani tenemos que seguirle la corriente.
—¿Seguirle la corriente? ¿Qué quiere decir? —preguntó Floris, irritado.
—Fiorella Romani está ya muerta o morirá dentro de poco. Si Hagi la tiene escondida en algún sitio y no la encontramos morirá de inanición. Si en cambio...
—¿Si en cambio?
—Si en cambio quiere que la encontremos, Hagi jugará con nosotros.
—¿Pero de qué me está hablando? —preguntó el jefe superior de policía, exasperado.
—Es un asunto demasiado complicado —concluyó Balistreri.
Floris suspiró, abatido. Era un hombre equilibrado, compasivo, respetado. Ahora estaba completamente desorientado, encadenado a una silla sobre arenas movedizas.
Noche
Ya había oscurecido cuando Balistreri volvió por tercera vez a Regina Coeli. La imagen de Angelo junto a Linda le atormentaba sin tregua. Él la apartaba con rabia, tratando de concentrarse en Hagi y Fiorella Romani. Pero esa imagen le hacía retroceder a sus pesadillas, al verano de 1970 en África.
Corvu le llamó desde Kiev para saber cómo estaban las cosas. Balistreri le dijo que Hagi había confesado todo, también el asesinato de Elisa y la letra O. Luego le habló del secuestro de Fiorella Romani.
—Entonces vuelvo mañana, señor. Natalya se ha puesto muy contenta al verme, pero yo no aguanto más aquí.
—Está bien, Corvu. No te preocupes, esta misma noche le pediré al jefe superior de policía que te traslade urgentemente a las preciosas montañas de tu Cerdeña para que puedas dedicarte a contar cabras, y así te tranquilizas. —Y cortó la comunicación.
Entró en la sala con el fiscal y Morandi, quien se sintió en el deber de farfullar algo, sin que Balistreri le hiciera el menor caso.
Hagi parecía relajado después de esas pocas horas de pausa. Sus vigilantes, que no le perdían de vista, dijeron que había comido un poco y también había dormido. Pero los exámenes médicos que le habían hecho tras el primer interrogatorio confirmaban la presencia de un tumor en los pulmones, en fase avanzada. Los médicos estaban seguros de que iba a morir pronto.
—Está cansado, Balistreri. Tiene las ojeras cada vez más profundas y oscuras. Si sigue así morirá de infarto antes de que yo muera de cáncer —dijo alegremente Hagi.
—No se preocupe demasiado por mí. Me gustaría hablar de Fiorella Romani. ¿Está viva?
Parecía que Hagi sopesaba cuidadosamente la pregunta.
—Creo que sí. Naturalmente, depende de su capacidad de resistencia.
El fiscal no pudo contenerse más.
—Dé gracias a este país civilizado que le acoge desde hace muchos años; aquí nadie puede torturarle como hicieron los sicarios de Ceaucescu con su hermano. Si de mí dependiera, con tal de saber dónde ha escondido a la chica, no dudaría en imitarles.
Hagi miró al fiscal con conmiseración.
—Usted sería incapaz de lastimarme un dedo aunque estuviésemos en una isla sin ley. Son ustedes unos blandos, como lo fueron en los últimos años del Imperio romano. Llegará un día en que aquellos a los que llaman bárbaros violarán a sus mujeres, se apoderarán de sus casas y su país, y ustedes se quedarán mirando, impotentes.
Hasta Morandi intervino.
—Señor Hagi, le conmino a que salve la vida de Fiorella Romani. El tribunal lo tendrá en cuenta.
Hagi se echó a reír.
—Moriré mucho antes de ver a un juez. Pero estoy dispuesto a salvar a Fiorella Romani con ciertas condiciones.
Balistreri se inclinó hacia Hagi.
—¿Qué quiere a cambio?
—Solo la verdad, Balistreri. Sería sencillo si usted no fuese un inepto.
El fiscal y Morandi le miraron desconcertados.
Pero Balistreri estaba preparado, él sabía de qué verdad se trataba.
«La que yo no he encontrado. La que he renunciado a encontrar durante todos estos años. Pensaba que lo expiaría renunciando a la vida.»
—Lo cual significa hablar con la abuela de Fiorella Romani y reabrir la investigación sobre Elisa Sordi, y entretanto Fiorella podría morir —dijo Balistreri, mientras el fiscal y Morandi le miraban atónitos, como si hablase en chino.
—Veremos cómo podemos mantenerla viva todavía un poco más. Pero le aconsejo que sea más rápido esta vez, Balistreri: Fiorella no vivirá otros veinticuatro años.
Intervino el fiscal:
—No comprendo, usted dijo antes que había matado a Elisa Sordi, señor Hagi. ¿De qué verdad estamos hablando?
Hagi les miró a todos con desprecio y odio.
—Nunca dije que la matara, solo que tiré su cadáver al Tíber. Son ustedes una panda de inútiles, como Balistreri, el basurero del paraíso. Quiero la verdad, solo la verdad podrá salvar a Fiorella Romani.
El jefe superior de policía y el fiscal convinieron en que había que reabrir el caso de inmediato. Y que había que interrogar a Gina Giansanti, que entonces tenía ochenta y cuatro años. Su hija Franca, la madre de Fiorella, les informó de que la mujer llevaba más de veinte años enferma y se había mudado a Apulia, a una urbanización de las afueras de Lecce, su ciudad natal. Se puso un avión militar a disposición de Balistreri y la madre de Fiorella para que viajaran a la mañana siguiente.
Cuando Balistreri salió de Regina Coeli era casi medianoche. Había fumado por lo menos treinta cigarrillos y bebido diez tazas de café. Estaba física y anímicamente destrozado. Resistir a Marius Hagi sin reaccionar había sido durísimo; tenía los nervios a flor de piel, los pensamientos incontrolables y salvajes.
«Estará besándola en la terraza, donde yo vacilé. Luego la llevará a la cama...»
El paseo de Regina Coeli a su casa le obligó a cruzar el caos del Trastevere, amplificado por ser viernes por la noche. Coches por todas partes, bocinazos, música a todo volumen, helados, chicos con botellas de cerveza caminando entre los coches. Pero él no oía nada, recorría un túnel que tenía una sola salida posible.
«¿Y si marcase a otra chica?» Esa había sido la pregunta de Linda Nardi la primera vez que salieron a cenar, el 30 de diciembre de 2005. Ya era hora de saber cómo se le había ocurrido esa idea.
«No confundas la investigación con tu rabia. Detente ahora, Michele, mientras estás a tiempo.»
Pero sus pasos le llevaron sin pensarlo hasta su casa. Cuando llegó al portal eran algo más de las doce. Miró hacia arriba y vio las ventanas débilmente iluminadas. Aún tenía la llave que ella le había dado. Subió la escalera a pie, jadeando.
La puerta de Linda Nardi era la única del descansillo. La cerradura estaba reluciente, se notaba que era nueva. Tocó el timbre. Oyó unos pasos que se acercaban a la puerta. Sintió la tentación de huir, pero permaneció clavado ante la puerta como un condenado a muerte delante del pelotón de ejecución.
—¿Quién es? —preguntó la voz de Linda.
—Soy yo.
Un breve silencio. Luego Linda abrió la puerta con la cadena. Su rostro no mostraba asombro sino tristeza.
—¿Qué quieres, Michele?
—Tenemos que hablar. Ahora.
Vio enseguida la arruga vertical surcándole la frente. Podría haber contestado «no, nunca». O «ahora no, mañana hablamos». Pero no habría sido Linda Nardi.
«Puede dejarte fuera de su vida, pero no fuera de su puerta.»
Cuando descorrió la cadena y abrió la puerta, Angelo Dioguardi estaba allí de pie, en medio de la salita apenas iluminada por una lámpara de sobremesa. Más desgreñado que de costumbre, ojos cansados, arrugas profundas.
—Él tiene que irse —le dijo Balistreri a Linda.
Angelo no esperó la respuesta de Linda y pasó junto a él dirigiéndose a la salida. Cuando se rozaron Balistreri notó que vacilaba un momento como para decir algo, un último intento de aclarar las cosas. Pero solo se produjo el cruce de sus silencios; luego Angelo salió cerrando la puerta tras de sí.
Linda le miraba con los brazos cruzados. No estaba enfadada.
—Te escucho, Michele.
Estaba guapísima. Nunca la había visto tan atractiva. La camisa, abotonada casi hasta el cuello, contenía esos pechos que tantas veces había imaginado pero solo ahora quería palpar y chupar. Los pantalones como de costumbre no ceñidos, pero precisamente por eso más intrigantes, donde quería hundir las manos. Donde quizá poco antes se habían introducido las manos de Angelo.
El deseo reprimido durante los últimos meses estalló de repente, con fuerza brutal, haciéndole casi tambalearse. Notó que se le doblaban las rodillas. Habría tenido que decirle que no la entendía pero se fiaba de ella. Habría tenido que prometerle que haría cualquier cosa por ella, lo que fuera, aunque no lo entendiera. Habría tenido. Pero no quería, ya no. Ahora Linda Nardi solo era una mujer a la que deseaba, de carne y hueso. Una mujer que le había echado para arrojarse en brazos de su mejor amigo.
Sorprendido, oyó su propia voz, áspera.
—¿Quién te contó lo de la marca en el cuerpo de Samantha Rossi?
Había tristeza en sus ojos. Linda estaba triste por él y eso le resultaba insoportable.
—Me lo dijiste tú, Michele, con tu reacción aquella noche en el restaurante.
El deseo se sumó a la frustración y la frustración a la rabia que se propagaba por su sangre, como heroína que entrara en circulación.
—Bobadas, alguien te lo había dicho, tú lo sabías.
—Tenía una duda, pero tu reacción aquella noche me lo confirmó —dijo ella muy tranquila.
—No te creo. Por lo demás...
Se detuvo un momento antes de terminar la frase que cortaría para siempre todos los puentes entre ellos. La rabia incontenible había vuelto, la del joven Mike Balistreri cuando las cosas no iban como él quería, la que había intentado hundir en el fondo del Mediterráneo el verano de 1970.
Ella trató de detenerle.
—Angelo no tiene nada que ver.
—¿De veras? Si mientes en una cosa puedes mentir en todo. ¿Estabas aquí haciendo de enfermera para asegurarte de que me curase y reanudase la caza del Hombre Invisible? ¿Querías la exclusiva cuando le encontrase?
Oía su voz subiendo de tono, cada vez más amenazadora.
—Michele, sal ahora de la jaula o ya no saldrás.
—Tendría que haberte dado una paliza como a una puta cualquiera, en vez de escuchar tus idioteces sobre santa Inés.
Ella le miraba con una luz distinta en los ojos. Una tristeza. Y un adiós.
—Sí, Michele, tendrías que haberlo hecho. Así quizá habrías entendido esta historia, por fin.
Las mismas palabras, la calma con que fueron pronunciadas, los ojos de ella que brillaban en la penumbra. Se encontró transportado treinta y seis años atrás, en aquel punto exacto que ningún remordimiento transformaba en arrepentimiento.
El bofetón estampó a Linda contra la pared. Con un brazo le sujetó las muñecas mientras con el otro le agarraba el pelo obligándola a mirarle. La besó violentamente tratando de introducirle la lengua en la boca. Ella no se quejaba ni oponía resistencia. Inerte, inerme.
Fue esa pasividad lo que más le exasperó, el que no hiciera ningún intento de defenderse. Le arrancó la camisa y el sujetador y la tiró al sofá. Linda se limitó a cubrirse los pechos cruzando los brazos mientras él le quitaba las zapatillas deportivas y el pantalón. Luego se le echó encima, jadeando de deseo y de rabia.
—¿Ya has follado esta noche?
Ella volvió la cabeza para no mirarle a los ojos y él le arrancó las bragas. Tuvo que echarse hacia atrás para desabrocharse el pantalón. Estaba listo. Pero en ese instante de separación de los cuerpos, en la luz tenue, en el silencio total roto solo por sus propios jadeos, Balistreri vio una figura frágil de mujer medio desnuda, la ropa desgarrada, el pecho cubierto con los brazos, el pubis a la vista. Podía ser Elisa, Samantha, Nadia, Ornella, Alina o santa Inés. Podía ser otra mujer, nunca olvidada desde aquella última noche de agosto de 1970. Y como Linda había predicho, tuvo el primer atisbo de la verdad. Solo una sensación, no un verdadero pensamiento. Incrédulo, horrorizado, retrocedió tambaleándose. Tropezó con la lámpara de sobremesa, que cayó rompiéndose y dejando la casa completamente a oscuras. Y aprovechó esa oscuridad para huir en la noche.