Domingo, 18 de julio de 1982
No fui a ver a Teodori, ni siquiera lo llamé. Después de aquel interminable helado no me apetecía, me quedé dormido como un angelito entre las elegantes sábanas del hotel.
Me marché de allí a primera hora de la mañana. Ella salía hacia Florencia, donde se reuniría con su marido, que venía de Londres. Tenía la impresión de que le había gustado demasiado, de modo que le di un número de teléfono falso para quitármela de encima y regresé a mi estudio de la Garbatella, donde volví a quedarme dormido.
Hacia mediodía me despertó el teléfono. Pensé que sería Teodori y respondí secamente con voz de sueño. Me había tomado un día de descanso y no quería que nadie me diera el coñazo.
—Menudo recibimiento, Mike, ¿has pasado mala noche?
Era mi hermano Alberto. Solo a él le permitía que pronunciara mi nombre a lo yanqui. Me había olvidado por completo de su invitación a almorzar y jugar al póquer después. Su novia alemana se encontraba en su país con sus padres y él, cosa rara, no tenía que trabajar ese fin de semana. Nos había invitado a Angelo y a mí a comer y después un colega suyo se reuniría con nosotros para jugar al póquer.
Mi ejemplar hermano lo hacía muy bien todo, incluso cocinar. Una licenciatura en ingeniería con la nota máxima, un trabajo de directivo en una multinacional, buenos contactos políticos en todos los partidos excepto en el de los posfascistas, una bonita casa con terraza, una novia que sería una madre perfecta para sus futuros retoños. Habría podido odiarlo, pero lo adoraba. Y no solo porque había sido él quien me había sacado de todos los atolladeros, sino porque nunca me había pasado factura. Y porque su moderación no era la utilitarista de mi padre, la cara buena de la prepotencia. No, Alberto era moderado en el alma, creía en el compromiso como fuente de bienestar y felicidad para todos.
Angelo ya estaba allí cuando llegué; se divertían cocinando juntos, se complementaban: Alberto un chef sofisticado, Angelo un auténtico pizzero. Yo debía limitarme a poner la mesa, quitarla y meter los platos en el lavavajillas.
Comimos pasta fría y una ensalada caprese acompañada de vino blanco. Hacía mucho calor, pero en la terraza había una pequeña pérgola.
—Pareces cansado, Mike. ¿Has dormido poco?
No había ironía alguna en la pregunta de mi hermano. Simplemente se preocupaba por mí, como de costumbre.
—Demasiado calor y demasiado ruido. Por suerte hoy todos los romanos están en la playa; el domingo pasado muchos no fueron por el partido.
—¿Te das cuenta de lo que ha supuesto el triunfo de la selección, Mike? La recaudación del IVA de mediados de julio ha sido claramente superior a las previsiones.
—Un país cuyos ciudadanos pagan los impuestos según los resultados futbolísticos no es precisamente un gran ejemplo de civismo —dije.
«Un país así se merece un comisario de policía que pasea en su Duetto por las zonas prohibidas al tráfico para ligarse a las turistas.»
Hablábamos de política para hablar de nosotros sin juzgarnos. Porque nosotros somos nuestra forma de ver el mundo. Y la mía era todavía bastante burda. Por una parte, los honrados y los ingenuos, por lo general unos pardillos. Por otra, los delincuentes y los impostores, entre los que se encontraban muchos de los que vestían traje y corbata y se sentaban en los consejos de administración, en el Parlamento, en la administración pública y en el Vaticano.
De joven había soñado con que aquel sistema explotara, arrastrando por el fango del deshonor y de la ruina a los bribones que infestaban Italia. Pero el único naufragio había sido el mío. Me había dejado involucrar por la secreta cuando me di cuenta de que mis amigos neofascistas se habían convertido en asesinos manejados por intereses intocables y se cargaban sin hacer distingos a personas inocentes e indefensas, deshonrando los ideales en los que yo creía, pero luego, tras el secuestro de Aldo Moro en 1978, comprendí que la secreta estaba relacionada con aquellos intereses intocables. Llegados a ese punto, servir al Estado oficialmente había resultado la única forma de evitar una deriva definitiva.
—Nunca dejaré que me involucren en toda esta porquería, Alberto. Intentaré descansar un par de años más y después me volveré a África a cazar leones y pasear a turistas idiotas.
Alberto movía la cabeza, entre sonriente y preocupado.
—Mike, Italia era un país pobre destruido por la guerra. Ahora ha resurgido. Estos políticos, los católicos y los comunistas, los industriales y la Iglesia, también han debido de hacer algo bueno, ¿no crees?
—Son los que aconsejaron a Mussolini ir a la guerra y después lo abandonaron. Estaban en las grandes industrias y en el Vaticano, los mismos que al final de la guerra resultaron ser de pronto todos antifascistas.
—Son estupideces sin ningún fundamento histórico. Mussolini fue quien decidió la guerra y las leyes raciales... Los antifascistas fueron perseguidos y asesinados por el fascismo. Como la resistencia libia por los militares italianos.
Solo Alberto podía permitirse decirme impunemente una frase de ese tipo.
En Libia, mi profesor de historia en el liceo era un tipo delgaducho con barba, anorak, vaqueros y zapatillas deportivas. Un joven profesor de izquierdas que había aceptado aquel destino incómodo en Trípoli para tener un puesto fijo. Nunca dejaba de hacernos ver lo que pensaba de nuestros abuelos y padres colonialistas. Un día, en la clase de antes del recreo, habló de Italo Balbo, del mariscal Graziani y de la banda de criminales que habían deportado y asesinado a la resistencia libia. Yo sabía que era verdad, pero él no tenía ningún derecho a hablar de ello ni de relacionar a nuestras familias colonialistas con aquellos actos.
Le abordé en el patio durante el recreo, junto a otros dos compañeros que pensaban lo mismo que yo al respecto.
—Mi abuelo trabaja en Libia desde 1911. Aquí ha organizado el prensado industrial de las aceitunas, y después, junto con otros colonos italianos, ha construido carreteras donde solo había arena, ha potabilizado el agua y ha creado la escuela de artes y oficios para los jóvenes árabes. ¿Es por eso un criminal?
El profesor estaba fumando, y también eso me molestaba, dado que los estudiantes lo teníamos prohibido. Nos dirigió una mirada fría.
—Hablaremos de ello en clase la próxima vez, Balistreri.
Perdí los estribos. El consejo de mi padre y de mi hermano Alberto, «Cuenta siempre hasta diez, Mike», quedó olvidado para siempre. Era como si hubiera descubierto finalmente quién era yo y me hubiera hartado de tenerlo que ocultar.
Mientras daba aquel empujón al profesor y este caía contra el suelo del patio, sabía que mi vida estaba a punto de dar un giro de ciento ochenta grados. Había leído en alguna parte que hay muy pocos actos de nuestra adolescencia que nos condicionen después en la vida adulta. Bueno, pues aquel fue uno.
Mientras el profesor gritaba y todos los compañeros del liceo nos observaban perplejos, lo agarramos entre los tres. Hubiera preferido hacerlo solo, pero me habría resultado imposible. Yo lo cogí por las piernas, y los otros dos de un brazo cada uno. Lo llevamos así hasta el estanque de los peces rojos y lo arrojamos dentro, junto con nuestros expedientes escolares y nuestros miedos.
Volví a sonreír a mi hermano, que sabía en qué estaba pensando.
—Te agradezco que siempre consigas recordármelo, hermano. Pero esta democracia decadente y corrupta acabará entregando el país al Partido Comunista, o peor todavía, a las Brigadas Rojas.
Yo estaba convencido de ello, mientras que Alberto estaba muy tranquilo.
—Eso no sucederá nunca, Michele. Infravaloras el pragmatismo de los católicos y sobrevaloras el comunismo. Ya no tiene sentido, acabará.
Naturalmente él tenía razón como siempre y yo estaba equivocado. Era una discusión de toda la vida, que solo variaba en función de las circunstancias. Una especie de mantra sobre nuestro desacuerdo.
Angelo asistía mudo pero interesado a estas conversaciones entre Alberto y yo, sin dar nunca su opinión. Era una de sus formas de conocernos. Cuando Alberto fue a preparar el café me quedé solo con él. Sentados con la última copa de vino y un cigarrillo, observábamos el tráfico lento del domingo por la orilla del Tíber, cien metros más abajo.
—Quienquiera que haya sido la conocía —dije sin mirarlo.
—No quiero hablar de ello como amigo. Como testigo y como imputado, sí. Pero solo con el comisario Teodori y de forma oficial.
Angelo estaba triste, y la tristeza era algo tan ajeno a él que me deprimía.
—Dime solo una cosa, Angelo. ¿Viste a Elisa o hablaste con ella el domingo por la mañana?
—Ya te lo he dicho. Estuve con Paola todo el tiempo antes de venir a tomar el té a las cinco. Desde casa de Paola llamé a Elisa hacia las dos y media. Ella me tranquilizó, me dijo que a las cinco daría el trabajo a la señora Gina para que esta se lo entregara a su vez al cardenal; no era necesario que yo me pasase por allí. Después ya no volví a hablar con ella. Es posible que Teodori no te lo haya dicho, pero ya ha ordenado interrogar a Paola acerca de mis movimientos. Y también acerca de los tuyos, Michele.
Así pues, estas eran las personas a las que Teodori podía investigar: Valerio Bona, Angelo Dioguardi, incluso el comisario Michele Balistreri. Solo a los pardillos. A los intocables había que dejarlos en paz. Bueno, había llegado el momento de cambiar de tercio.
Salí de casa de Alberto a última hora de la tarde y llegué a la clínica Villa Alba hacia el anochecer. Un bonito lugar reservado, verde, tranquilo.
El horario de visitas había finalizado hacía un buen rato. La recepción estaba prácticamente desierta, solo había una monja anciana. Le mostré la placa de policía rápidamente para que no pudiera recordar mi nombre.
—Estoy aquí por Claudia Teodori —le anuncié decidido.
—El horario de visitas ha finalizado —me dijo amablemente pero con firmeza.
—Comprendo, y no quiero pedirle que haga una excepción. Pero necesitamos confirmar los resultados de los exámenes toxicológicos, y necesitamos hacerlo ahora.
—Pero si se los mandamos justo después del accidente, cuando fue ingresada.
—Nos mandaron una copia no demasiado legible. El fiscal quiere que yo la confirme comprobando el original.
—¿Tan urgente es? —preguntó perpleja la monja.
—En este momento la fiscalía está investigando si el homicidio fue doloso o solo imprudente. Y los datos toxicológicos son decisivos.
—¿Doloso? La chica conducía bajo los efectos de las drogas y el alcohol. ¿Piensan que se chocó a propósito contra el árbol para que muriera su amiga?
Al final conseguí ver la historia clínica. Cuando llegó allí con algunas heridas, Claudia Teodori iba hasta los topes de anfetas. Conducir en aquel estado equivalía a disparar con una escopeta de caza de dos cañones en medio de la multitud. Eso era el dolo. A menos que la chica no fuese consciente de haberlas ingerido. Lo cual estaba por demostrar.