Domingo, 1 de enero de 2006
Noche del 31 de diciembre al 1 de enero
Balistreri recibió la llamada poco antes del brindis de medianoche. Escuchó en silencio; luego llamó a Corvu y le ordenó que dejara a Natalya y fuera a buscarle enseguida con un coche de servicio.
A la una estaban en la cima de la colina. Los proyectores iluminaban la escena. Al subir se habían cruzado con la ambulancia que se llevaba al pastor herido en la pierna por Colajacono. El otro estaba esposado y vigilado por dos agentes. Un paramédico se ocupaba de la nariz de Tatò.
Vio a Piccolo en un coche de policía, sola, arrebujada en una manta.
—Corvu, mientras hablo con Piccolo inspecciona la chabola. Tú solo. ¿Tienes el equipo?
—Claro, señor.
Y fue a buscar la bolsa donde llevaba todo lo necesario para analizar la escena sin contaminarla.
Balistreri se metió en el asiento de atrás del coche, junto a Piccolo. Vio que estaba tiritando, pero no le preguntó nada. Ella se lo contó todo espontáneamente, salvo el bofetón que le había dado Colajacono. Ya arreglaría cuentas con él.
—Lo siento —concluyó—. Tenía miedo de que se nos escaparan y no sabía si Colajacono era de los nuestros o uno de ellos.
«Será lo más difícil de explicar a Pasquali. Peor incluso que la nariz de Tatò.»
—Está bien. Ahora la acompañarán a su casa —dijo Balistreri amablemente.
—Primero busquemos a Nadia —dijo ella con obstinación.
—La buscaremos nosotros. Usted ahora váyase a su casa, haré que la acompañen.
Era una orden indiscutible, y poco después Piccolo estaba en un coche que la llevaba por fin con las lentejas de Rudi.
Balistreri se dirigió a Colajacono.
—Lo siento por la nariz de Tatò. Ya tendremos tiempo de hablar de eso, y de cómo llegaron hasta aquí.
Él le miró de arriba abajo con mal disimulado desprecio.
—Cuando quiera, comisario. Luego nos explica por qué ordenó a esa loca que nos siguiera.
Balistreri no pestañeó.
—Mientras tanto explíqueme qué hacían aquí.
—En el chamizo vive uno de los gitanos, aquel —y Colajacono señaló al joven pastor esposado—. El rebaño es suyo y el coche también. Recibimos una información anónima después de que divulgásemos que estábamos buscando un Giulia T con un faro roto.
—¿Anónima? ¿Y os fiáis de todas las informaciones anónimas?
—Ya se lo expliqué, señor Balistreri. Aquí no estamos en sus elegantes dependencias del centro, con nosotros no se juega.
Balistreri mantuvo la calma.
—Y el otro gitano, ¿quién es?
—Otro pastor. También vive aquí, en un chamizo al otro lado de la loma, a un kilómetro de distancia. Esta noche han aprovechado el fin de año, cuando sale mucha gente. Han entrado en un chalet de aquí cerca y se han llevado la tele, el aparato de música, una videocámara y unos objetos de plata. Está todo en el maletero del Giulia T. Se llama Vasile Geoana, es gitano.
Se acercó al pastor. Era flaco, huesudo y con la barba larga. Una chupa sobre la camiseta y unos vaqueros. Desprendía un fuerte olor a oveja y alcohol.
—¿Hablas italiano?
Gesto afirmativo, mirada dura y huidiza.
—¿Es tuyo el coche?
—Sí, mío.
Voz ronca, acento gutural.
—¿A quién se lo has comprado?
—Egipcio que hace pizza. Doscientos euros.
—¿Con el faro roto?
—¿Qué es faro?
—Lámpara, luz.
Negó con la cabeza.
—No, roto después. Yo prestado sano, después roto.
Corvu salió del chamizo. Se acercó a Balistreri y le enseñó dos cabellos largos y rubios en un sobre de plástico. Balistreri se los enseñó al pastor.
—¿Dónde está la chica? —le preguntó bruscamente Colajacono al pastor.
Vasile tomó aire rápidamente y clavó la mirada en el suelo.
—¿Quién chica?
—Esta chica —insistió Colajacono señalando el sobre con los cabellos.
—Yo traer putas. De vez en cuando.
Colajacono agarró con su manaza la muñeca esposada del pastor, arrancándole un grito de dolor.
—La chica que subiste al coche en via di Torricola. ¿Dónde está? —dijo Colajacono mientras le apretaba la muñeca. Vasile gritaba de dolor y se retorcía.
Una racha de viento helado barrió el prado. Las lágrimas corrían por la cara del pastor.
Balistreri se dirigió a Colajacono.
—Suéltelo —le ordenó.
Colajacono ni siquiera se volvió a mirarle. Su cara estaba deformada por una mueca cruel de satisfacción.
—No sé —lloriqueó el pastor—, no sé dónde fue...
Ahora estaba de rodillas y tenía la cara azulada.
—Suéltelo o haré que le arresten —ordenó Balistreri a Colajacono.
Esta vez Colajacono se volvió, en actitud claramente burlona.
—¡No me diga! ¿Quiere tratar con guante de seda a estas bestias que nos joden la vida a los italianos? —Escupió al suelo y terminó con desprecio—: Ya, olvidaba que ustedes son los basureros del paraíso.
Luego le dio una patada fortísima en la rodilla al pastor. Este cayó de bruces en el barro llorando y Colajacono se volvió hacia Balistreri con gesto desafiante.
—Todo suyo, Balistreri. A ver qué saca en claro con sus métodos garantistas, el ADN, los palabros en inglés...
Balistreri logró controlarse; ya había bastantes problemas.
«O quizá es que sé que en parte tiene razón.»
El suelo era una mezcla de agua y barro. Llevar a cabo las investigaciones a la luz de los proyectores habría sido complicado. Pero había que hacerlo; era la una y media, y no amanecería hasta cinco horas después. Balistreri dio instrucciones a Corvu para que trajeran también los perros y empezaran ya.
Por fin consiguió encender su primer cigarrillo del año. Miró hacia la ciudad, iluminada por los últimos fuegos artificiales. Le habría gustado estar bien calentito, con Angelo, delante de una mesa de póquer. O con Linda Nardi.
Apartó con rabia la imagen de Linda y echó a andar bajo la lluvia helada.
Mañana
Al amanecer no habían encontrado nada. El viento había amainado y el cielo del 1 de enero se anunciaba de un gris metálico compacto y sombrío. De todos modos esa luz facilitaría las investigaciones. La explanada estaba casi vacía, todos los agentes merodeaban por la colina. En cuanto la científica acabó de tomar muestras, Balistreri entró en el chamizo con Corvu y el pastor.
Había una botella de whisky vacía y otra por la mitad junto a un sillón medio desfondado. Era un auténtico tugurio que apestaba a alcohol, ovejas y excrementos. En un rincón había un colchón sucio tirado en el suelo. También había un televisor, seguramente robado, con una parabólica al lado y la programación de la tele de pago.
—Ahora háblame de la chica —le dijo Balistreri al pastor, que todavía se quejaba de dolor en las muñecas.
—No sé una mierda.
—En Cerdeña te echaríamos a los cerdos —dijo Corvu.
Balistreri le miró, perplejo.
«Hagi lo empalaría, Colajacono le rompería todos los huesos uno a uno, y hasta el apacible Corvu lo echaría a los cerdos. ¿Qué está pasando aquí?»
Habían registrado el coche. Más cabellos rubios, una gorra y unas gafas oscuras, además de lo robado.
—Oye, Vasile —dijo Balistreri, paciente—, a esa chica la vieron subir a tu coche. Tú tenías la gorra y las gafas de sol que hemos encontrado en el coche.
—Esas cosas no son mías. La chica estaba aquí, esperándome.
—Estaba aquí, esperándote. ¿Cuándo?
—Cuando volví de casa de mi amigo. Al que le habéis pegado un tiro.
—¿Para qué fuiste a verle?
—Por la noche dejo a él las ovejas, tiene un corral y un perro. Luego echamos un trago, hablamos. Yo vuelvo siempre a las siete.
—¿Siempre vuelves a las siete en punto?
—La tele, empieza L’eredità, yo veo siempre.
«Maravilloso... Los milagros de la integración.»
—Y la chica ya estaba aquí a las siete. ¿Qué día era?
—Nochebuena. Él dicho regalo para mí.
Balistreri decidió dejar ese «él» para luego y concentrarse en el regalo.
—¿Regalo por qué?
—Por coche —contestó Vasile con presteza.
Balistreri señaló a un rincón entre los harapos, donde había un cubo con una cuerda atada al asa.
—¿Hay un pozo?
—Sí, junto casa mi amigo, pero pozo no bueno ya, agua no buena.
Cruzaron una mirada; Corvu ya estaba fuera.
—Está bien, Vasile —prosiguió Balistreri—, regalo por coche. Explícate.
—Yo prestarle coche, él me da cien euros y polvo con puta.
—¿Y qué hace él con tu coche?
—Transportaba una cama, mi coche tiene baca.
Una excusa, desde luego. Un coche rápido y que no estaba a nombre de su verdadero dueño, lo ideal para un robo. Vasile lo sabía. Él corría poco riesgo porque apenas salía, solo por la noche para robar algo. Y el coche no estaba a su nombre. Un negocio estupendo, cien euros y una puta a cambio de prestar el coche.
—¿Dónde le entregaste el coche?
—No, yo dejado aquí abierto con llaves puestas. Él dijo que pasa a recoger y luego devuelve noche. Con puta.
—No lo entiendo, Vasile. ¿No conoces al tipo ese?
—No, él llama a mi móvil. Propone negocio, yo digo sí.
—¿Cuándo te llamó?
—Día antes, el 23.
—¿Era italiano?
—Hablaba italiano, acento italiano.
—¿Y luego?
—Luego el 23 noche yo vuelvo y encuentro cien euros aquí, como él prometido. Entonces el 24 mañana antes de salir con ovejas dejo coche con llaves y cuando vuelvo a las siete coche aquí, puta rubia aquí. Como él prometido. Ella también dos botellas whisky para mí. Porque él roto faro coche. Nosotros follar, ella hacerme beber mucho, yo no recuerdo cuándo ella se va, yo bebido una botella y media whisky, demasiado... —y señaló las botellas en el suelo.
—¿Y él?
—Él nada, no visto, no más oído. Desaparecido.
Balistreri tuvo un oscuro presentimiento. Oyó unos pasos acercarse. Reconoció los andares de Corvu. Se levantó, pero ya lo sabía.
—Ven —le dijo al pastor, y caminaron por el sendero detrás de Corvu.
Los tres iban en fila india, en silencio, en medio del barro. Había vuelto a llover. Desde algún lado las ovejas balaban. Cuando divisaron a los agentes agolpados alrededor del pozo, Balistreri se detuvo. Cruzó una mirada con Colajacono.
—Quédate al lado de ese cabrón —le dijo a Corvu señalando a Vasile—, que nadie le toque.
El cadáver de Nadia estaba en el agua a quince metros de profundidad. Corvu había bajado con la escalerilla. Lo sacaron con una soga. La chica estaba desnuda; tenía las piernas rotas, quizá de chocar contra el fondo del pozo. A juzgar por el estado del cuerpo era probable que Nadia llevara allí unos cuantos días, quizá incluso desde la misma Nochebuena. De todos modos se veían las marcas de cortes y quemaduras de cigarrillo en los brazos y los muslos.
La letra E, de unos tres centímetros, estaba bien grabada en mitad de la frente.
A las siete de la primera mañana de 2006 Roma estaba desierta bajo el cielo plomizo y la lluvia fina mientras volvían al centro.
Balistreri llamó a Pasquali con el manos libres desde el coche.
—La chica está muerta —anunció. Pasquali esperaba el resto—. Tenemos un sospechoso —añadió.
—¿Desde cuándo está muerta?
La voz de Pasquali era un susurro. Claro, ante todo se preocupaba de las posibles críticas a la eficiencia de su gente.
—Por el estado del cadáver, desde hace varios días. Probablemente la mató la misma noche que se la llevó.
—Menos mal —se le escapó a Pasquali, aliviado.
—Ha sido un pastor gitano sin permiso de residencia.
—Dios mío, más problemas para el alcalde —murmuró Pasquali, que como buen católico se limitaba a invocar el nombre de Dios cuando los otros policías habrían soltado una blasfemia.
—Hay otra cosa —añadió Balistreri.
Se estaba imaginando a Pasquali tumbado en su cómoda cama, bajo el crucifijo, susurrando por el móvil para no despertar a su mujer, en el fondo contento por la noticia que desestabilizaría aún más al equipo municipal de centroizquierda.
Pasquali guardó silencio. Barruntaba malas noticias. Malas de verdad.
—Tiene una letra E grabada en medio de la frente —completó Balistreri.
Silencio.
Tal vez Pasquali se levantara ahora de la cama y fuera en silencio al cuarto de baño. La letra E volvía a abrir inexorablemente una puerta que había cerrado con doble llave.
«Se felicita por haber resistido la tentación de echarme la otra vez. Por su prudencia.»
—Michele, yo aviso al jefe superior de policía y tú a la fiscalía. Solo de lo que hemos hablado. En cuanto a los periodistas, haremos un breve comunicado de prensa a primera hora de la tarde. Nos vemos en la oficina dentro de una hora.
A las nueve de la mañana Roma estaba sombría y desierta, con las calles mojadas por la lluvia y llenas de basura de la Nochevieja. A pesar del día festivo y de las dependencias medio vacías, Pasquali llevaba un traje gris metálico con corbata de lunares azules, impecable como siempre; ya había ido a misa.
Floris, menos formal, llevaba la chaqueta deportiva con la que había salido a pasear a su perro por la mañana temprano, a pesar de que era primero de año y llovía. Balistreri todavía llevaba el jersey que se había puesto para ir a ver a Angelo, estaba sin afeitar y tenía los zapatos llenos de barro.
Se sentaron en la salita de Pasquali. Balistreri resumió los hechos sin omitir nada. Habría sido inútil ocultar cualquier detalle porque ya se habría encargado Colajacono de que se supiera todo.
—¿Cómo se encuentra el inspector Tatò? —preguntó Floris al final.
—Le operan esta mañana, no es nada grave.
—La subcomisaria Piccolo le atacó.
Pasquali quería tener un punto de ventaja para lo que se avecinaba.
Balistreri negó con la cabeza.
—No le atacó. Estaba en una situación de peligro, notó que alguien la agarraba por los hombros y reaccionó instintivamente. Tatò intervino de un modo imprudente y recibió un golpe.
—Así que Tatò fue imprudente. ¿Y qué me dices de Piccolo? ¿Meterse en una situación así sin avisar a nadie?
—No había cobertura, Pasquali, no podía avisarnos.
—Cordura es lo que no había. Digamos que fue la fiebre. Pero me gustaría saber por qué seguía a Colajacono y Tatò.
—Porque desconfiaba de ellos, ya te lo dije ayer.
Pasquali meneó la cabeza.
—Pues ahora ya sabemos que todo eso eran estupideces. Si hemos encontrado el coche, a la chica y al culpable ha sido gracias a Colajacono y Tatò, que, como buenos profesionales, antes de subir a la colina dieron la alarma a la central con la radio portátil.
—¿Cómo supieron dónde tenían que buscar el coche? —preguntó Floris oportunamente.
Balistreri hizo una mueca.
—Por una llamada anónima recibida ayer sobre las ocho y media de la noche. Un tipo había visto bajar de la colina poco antes un Giulia T con el faro roto. Eran Vasile y su socio, que iban a robar. Fin de la historia. Si nos la creemos.
—Pues claro que nos la creemos —atajó Pasquali—, y en cualquier caso, que Piccolo se quede en su casa curándose la fiebre, que descanse. Lo digo por su bien, debe mantenerse alejada de este caso.
Balistreri no dijo nada. Pasquali dejó apenas traslucir su nerviosismo jugueteando con las gafas. El hecho de haberle ocultado al jefe superior de policía la petición de Linda Nardi le tenía sobre ascuas. Sobre todo porque Balistreri lo sabía.
—Hablemos de la letra E —dijo Floris—, y naturalmente también de la R.
Pasquali se ajustó el nudo de la corbata. Ya debía de haber sopesado los pros y los contras. Los políticos, como de costumbre, no los policiales.
—Podríamos reanudar la investigación sobre Samantha Rossi, que además no se ha cerrado oficialmente —dijo, como si fuese verdad—, pero la prensa tiene que quedar fuera. Ninguna conexión oficial entre los dos casos.
—La E de Nadia saldrá a relucir, era demasiado visible; por lo menos el que la sacó tuvo que verla, además de los de la científica —objetó Balistreri.
—Si es así, paciencia. Pero nadie sabe nada de la R del otro caso. Y tampoco está claro que estén relacionados —replicó Pasquali.
—Tenemos el mismo modus operandi —observó Balistreri—, culpables gitanos en bandeja de plata y una figura externa que desaparece.
—¿Un complot contra los gitanos? —ironizó Pasquali—. No me parecen tan importantes como para desencadenar una serie de asesinatos.
—Aparte de los gitanos, quizá tengamos un asesino en serie que graba letras en sus víctimas. Primero una R, luego una E. A lo mejor está escribiendo una palabra.
Ahora era el jefe superior de policía el que parecía bastante perplejo.
—También hay diferencias importantes entre los dos crímenes —dijo Pasquali.
Balistreri prefirió esperar a que siguiera antes de intervenir.
—Diferencias importantes justamente en el modus operandi —continuó Pasquali—. A Samantha la atacan y violan unos desconocidos. Nadia sube al coche de una persona conocida y va espontáneamente a acostarse con el gitano. Eso si la autopsia confirma que no ha habido violencia.
—También hay otra diferencia importante —añadió Balistreri—: Samantha es una estudiante italiana y Nadia una prostituta rumana.
—Justamente —asintió Pasquali—, podrían ser dos casos aislados y las letras podrían ser una mera coincidencia. O bien los tres gitanos del primer caso conocían a ese Vasile y le contaron cómo habían matado y marcado a la chica antes de que les detuviésemos. Y él les ha imitado.
Balistreri negó con la cabeza.
—Vasile está en Italia desde septiembre; los tres gitanos llevan desde agosto en la cárcel.
—Cuando interroguéis a Vasile más a fondo sabréis si se lo ha inventado todo —dijo Pasquali indeciso—. Esa historia del coche prestado tiene toda la pinta de ser una trola. Él se llevó a Nadia para tener sexo y en vez de pagarle la tiró al pozo. Fin.
—Falta un detalle: la E grabada —puntualizó Balistreri.
Pasquali se levantó.
—Haremos un breve comunicado de prensa a primera hora de la tarde sin hablar de la letra. Un caso sencillo, no hay mucho que decir. Una prostituta rumana, un pastor gitano. Oficialmente. Mientras tanto, extraoficialmente, investigaremos sobre el caso de Samantha.
Era una solución inteligente. Podría colar si las letras permanecían en secreto.
Y si el asesino había terminado de escribir.
Corvu la llamó y le contó lo de Nadia. Piccolo se lo dijo a Rudi. Él lloró un buen rato, en silencio, mientras le preparaba las compresas.
Ella estaba en chándal, tumbada en el sofá; el termómetro marcaba más de treinta y nueve. En la salita de su apartamento hacía calor. Rudi decía que le iba a sentar mal y había abierto la ventana para que entrara aire frío.
Le preparó compresas de alcohol y se las puso en la frente, las muñecas y los tobillos.
—Voy a exprimirte más naranjas —le dijo.
Desde que Piccolo había vuelto a casa en condiciones deplorables y él la cuidaba, había más confianza entre ellos.
—Ya me has hecho dos zumos.
—Tienes que beber. Líquidos y vitaminas.
—No he comido tus lentejas de Nochevieja —dijo ella débilmente.
—Ni tampoco la salchicha. Pero esta noche estarás mejor y entonces...
—La he liado buena; llevo dos noches haciendo locuras.
—No hay dos sin tres. Pero hoy no sales; la locura, si quieres, la haces en casa.
Ella percibió una leve alusión y la sorprendió sentir cierto placer.
Desde la calle se filtraba la luz débil y gris de media mañana. Piccolo no quería luces encendidas, le hacían daño en los ojos. Rudi se sentó al pie del sofá. No se había recogido la cola de caballo y a ella le parecía aún más guapo, un ángel esbelto, cariñoso, aunque todavía asustado.
—Si sabes algo tienes que decírmelo, Rudi. Ayúdanos a encontrar a la persona que le hizo eso a Nadia.
Él negó con la cabeza. Temblaba. En la penumbra de la casa se oían, amortiguados, los primeros ruidos de los despertares tras la juerga de Nochevieja. Sillas corridas en el piso de arriba, voces, la tele encendida. Mientras el mundo se desperezaba en el año nuevo, Piccolo sentía que el sueño, por fin, se apoderaba de ella.
Pero Rudi había empezado a hablar y su voz se oía lejana, como si viniese de una de las casas de al lado.
—Mircea y Greg estaban en el cuarto de Ramona. La insultaban, la abofeteaban. Yo estaba en la cama, tenía muchísimo miedo. Oía que querían algo de ella, pero no entendía el qué. Luego Mircea vino a por mí.
Piccolo notaba que las pulsaciones de la cabeza se atenuaban y desaparecían en las oleadas de cansancio. El olor del alcohol le gustaba, así como los pequeños rumores en los otros pisos y la luz gris de la mañana.
—Ramona lloraba, el cuarto estaba otra vez patas arriba. Greg dijo que si no los ayudaba lo pagarían conmigo, pero ella les suplicó que me dejasen y prometió que haría lo que quisieran. Pero no tenía lo que ellos querían. De modo que Mircea fue a buscar la escoba...
Piccolo notó que le cogía la mano. En el duermevela siguió oyéndole hablar, más cerca. Él continuó hablando largo rato, tumbado a su lado. Luego ella empezó a sentir su aliento ligero en la punta de la nariz, los labios que rozaban los suyos. Se dio cuenta de que era su propia mano la que guiaba la de Rudi por debajo del elástico del pantalón del chándal, dentro de las bragas. Luego todo se confundió en el sueño.
El último hombre que había intentado tocarla era un tipo del instituto. Torpe, brutal, atolondrado. Todo lo contrario de Rudi.
La violencia de esas horas, toda la violencia de todos los hombres del mundo, se disipaba en ese instante, se disolvía bajo esos dedos que exploraban con ligereza. El placer llegó desde un pasado lejano, primero amortiguado, luego cada vez más intenso e imparable.
Se despertó muchas horas después. Sin fiebre.
Balistreri se sabía de memoria el expediente de Samantha Rossi. Cada nombre, cada foto, cada horario. Pero quería releerlo ahora que había visto la E en la frente de Nadia. Abrió la ventana. «Magnífico. Aire frío, silencio, lluvia.»
Ante todo la autopsia. Golpes y violencia sexual múltiple. Luego el estrangulamiento. Y la marca en la espalda. Se detuvo en la descripción de las acciones que habían provocado el deceso. Presión prolongada y fuerte en la base del cuello con ambas manos. Marcas visibles de los pulgares. Manos fuertes. Clara intención mortal.
Pasó a la confesión de los tres gitanos. Llegaron al bar temprano, solo tenían dinero para una cerveza. Dentro del local se juntaron con el cuarto hombre, que salía de los servicios. Hablaba italiano, estaba forrado pero sin amigos y tenía ganas de juerga. Les dio un billete de cien euros para que bebiesen a su salud. Luego desapareció y ellos bebieron como esponjas durante una hora. Entonces volvieron a verle. Les dio coca, que esnifaron en el váter. Le perdieron de vista y a las diez menos cuarto estaba en la puerta del bar llamándoles.
—Vamos de mujeres —dijo.
Pensaron que también quería pagarles unas putas y le siguieron. Al salir, el cuarto hombre les ofreció más cocaína a todos. Luego vieron llegar a la chica corriendo. La explanada estaba desierta, en la parada no había nadie. Él fue el primero que la agarró, los demás lo ayudaron a arrastrarla a los jardincillos mientras pasaba el autobús. Él fue quien golpeó en la cara a Samantha, un puñetazo seco, y ella perdió el conocimiento. Le ayudaron a arrastrarla hasta el vertedero. A él todavía le quedaba whisky para todos en la mochila. Luego la chica volvió en sí y empezó la carnicería. Ninguno de los tres gitanos sabía decir lo que había hecho cada uno exactamente, ni lo que había hecho el cuarto hombre. Uno de los tres dijo que se limitaba a mirar y fumar. Cuando la chica se desmayó él ya no estaba. Volvieron a su caravana. El brazalete ni siquiera recordaban haberlo cogido. Menos aún haber grabado una R en la espalda de la chica. Incluso les sometieron a una prueba grafológica, por si acaso. Los tres eran analfabetos.
Balistreri pasó por fin a la parte que más le interesaba. El retrato robot del cuarto hombre. Lamentablemente, los tres gitanos habían dado indicaciones vagas. Rasgos indefinidos, pelo largo y liso sobre la frente y las mejillas, gorra, gafas grandes. Sobre la estatura estaban aún más confusos, uno decía que mediana y otro que muy alta.
Miró el retrato robot. Podía ser cualquiera. El pelo probablemente era una peluca, las gafas eran demasiado grandes. Como la gorra y las gafas de sol del conductor de via di Torricola.
Volvió a la última parte de la descripción. Después de haber asestado a Samantha el primer puñetazo, el cuarto hombre se había apartado, había pasado a una zona de sombra hasta desaparecer del todo.
Eso mismo había dicho el pastor Vasile del hombre al que le había prestado el Giulia T. El hombre que le había mandado a Nadia con dos botellas de whisky. Dos hombres muy parecidos. O era solo uno.
Los pensamientos resbalaban en el barrizal de los hechos. Era inútil buscar el cabo del hilo del que había que tirar para desatar todos los nudos; la maraña parecía demasiado complicada.
Balistreri esperaba bebiendo agua y escuchando música, encerrado en su despacho silencioso en la primera mañana de 2006. Esperaba la intuición.
Un pensamiento empezó a formarse lentamente en su cabeza, desenfocado, trémulo: el Hombre Invisible.
Pasó poco antes de la hora de comer. Vio a Linda Nardi saliendo del periódico. Parecía descansada, como si se hubiera acostado pronto desentendiéndose de los festejos de fin de año. Quizá después de leer un buen libro y tomar una infusión mientras los demás brindaban con champán.
—Iba a tomar un café en el bar de enfrente —mintió descaradamente Balistreri.
Ella no dio muestras de percatarse de esa mentira evidente. No estaba enfadada después de la cena tempestuosa, incluso parecía alegrarse de verle. Como si no hubiera pasado nada. La extrema cortesía de costumbre, que marcaba el límite entre los dos.
—Lo he oído por la radio hace poco —se limitó a decir.
—Los periódicos de la mañana de ayer publicaron los datos del coche que estábamos buscando y Colajacono recibió una información anónima sobre el Giulia T.
Linda Nardi le observaba en silencio. Ninguna pregunta.
—Estoy dispuesto a contestarle, era nuestro pacto, a cambio del favor de llamar a Pasquali.
Ella le sorprendió con una pregunta distinta de la que se esperaba.
—¿Quién es Marius Hagi?
Balistreri permaneció un momento pensativo, atrapado en un recuerdo que esa mujer le traía a la mente cada vez que él lograba apartarlo. Luego le habló de Hagi, de Greg, de Mircea y de la cena con Nadia.
Ella escuchó todo el relato sin hacer comentarios. Al final le hizo otra pregunta inesperada.
—¿Cuándo murió la mujer de Hagi, Alina?
—En 1983 —contestó sin pensarlo.
No entendía a qué venían esas preguntas, pero de alguna manera le gustaba hablar con ella. Era como andar sobre una placa de hielo finísimo hacia la puerta del paraíso.
Linda Nardi siguió con el dedo el recorrido de una gota de café por la barra de acero del bar.
Él la observaba como si fuese un hada salida de un libro infantil.
Tarde
Corvu, con aspecto de haber descansado bien, iba vestido más informal que de costumbre, con una atrevida camisa verde oscuro por fuera de los vaqueros y un poco de gel en el pelo corto y negro.
Cuando el Nano lo vio, se puso a silbar el tema de Love Story y Corvu le fulminó con la mirada. Se sentaron alrededor de la mesa en el despacho de Balistreri.
Mastroianni contó su conversación con Ramona sin omitir ningún detalle.
—¿Qué te dijo del picadero adonde llevó a su distinguido cliente? —le preguntó Balistreri.
—¿En qué sentido, señor? —preguntó Mastroianni.
«Es guapo pero no muy espabilado. Todavía no lo ha pillado. O soy yo, que las he visto de todos los colores.»
—El dormitorio, Mastroianni. ¿Qué había, cómo era?
—Me dijo que había objetos pornográficos, penes de plástico, fustas, esposas, un espejo grande en el techo...
«Nada, no hay nada que hacer con él. O soy yo, que me las sé todas. Un espejo en el techo, una cámara.»
Sin preocuparse del silencio de Balistreri, Mastroianni prosiguió.
—Luego fui de Iasi a Galati para comprobar las informaciones sobre Mircea y Greg. Tienen un antecedente grave. Un doble homicidio voluntario.
—¿A quiénes mataron? —preguntó Corvu.
—A dos funcionarios jubilados. Eran amigos suyos, unos antiguos colegas que con la liquidación y la jubilación se habían comprado una pequeña granja en las afueras de Galati. Un día fueron al mercado y vendieron treinta corderos que les pagaron en metálico. Cuando volvían a la granja, nuestras dos joyitas les atacaron para robarles. Ellos se defendieron y los otros les degollaron. Un testigo les vio salir del corral de la granja poco después del asesinato. Les detuvieron, pero dos días después asumió su defensa un importante penalista rumano y logró que los excarcelaran y les devolvieran los pasaportes. Luego se retiraron todos los cargos contra Mircea y Greg.
—Imagino que no sabrás quién pagó al penalista —dijo Corvu.
—Pues no, no se sabe —concluyó Mastroianni.
—Pero todo esto nos aleja de los problemas actuales —dijo Corvu—. Antes una R, ahora una E. ¿Y si no ha hecho más que empezar?
—No mezclemos las cosas —intervino Coppola—. Samantha Rossi era una chica formal, una estudiante italiana; esta era una furcia del Este, que bien podía haberse quedado en su país.
—¿No te da verrgüenza decir essas cossas? —estalló Corvu arrastrando las consonantes.
Balistreri decidió que había llegado el momento de poner fin a la reunión.
Noche
Imaginaba continuamente conversaciones en las que hablaban dos idiomas distintos e incomprensibles. Ella lo entendía todo, él nada.
«Un nivel distinto de comprensión. Un nivel que reconozco y me asusta. El de la confianza total.»
Para no pensar en Linda Nardi tomó una decisión.
—Margherita, hoy es primero de año y no quisiera cenar solo.
Ella al principio se sorprendió, pero luego prevalecieron su confianza innata y el deseo de complacerle.
—Gracias, señor, es un honor. Iré con mucho gusto a cenar con usted.
La llevó a una trattoria célebre y concurrida junto a piazza Fontana di Trevi. Margherita seguía llamándole «señor». No parecía albergar ningún temor de que su viejo jefe se le echara encima después de la cena.
«En otra época me la habría beneficiado en mi Duetto nada más salir del restaurante, o quizá incluso a la ida, ahorrándome el dinero de la cena.»
Margherita estaba mirando a dos cariátides japoneses que tiraban una monedita de la suerte a la fuente.
—Son encantadores, van cogidos de la mano como adolescentes.
—Estarán deseándose otros cien años juntos —dijo él, sarcástico.
—Usted, señor, no cree en el amor.
Se ruborizó al decirlo, como si hubiera ido demasiado lejos.
—¿En qué sentido? —preguntó Balistreri, un poco sorprendido pero, sobre todo, divertido.
—Usted no cree que una mujer pueda cambiar su vida.
Lo dijo casi afligida.
Balistreri iba a decir algo cuando una mano en el hombro le interrumpió.
—Michele.
Dioguardi estaba allí, con su amplia sonrisa de siempre.
—Angelo, ¿qué haces aquí?
—He inaugurado el año con un provechoso torneo de póquer on-line. Y he venido aquí a celebrar la primera victoria de 2006.
«Solo. Como estaría yo sin esta santa de Margherita.»
—Toma el café con nosotros —propuso enseguida Balistreri, alegrándose de que estuviera con ellos.
Angelo se sentó a su lado, enfrente de Margherita. Tenía el mismo aspecto de niño grande, con el pelo revuelto, la barba clara un poco larga y los grandes ojos azules.
Margherita estaba intrigada por Angelo. Él se contenía para no aburrirles, pero ella le bombardeaba a preguntas sobre su actividad de jugador de póquer. Luego Balistreri empeoró las cosas contando las buenas obras que Angelo sufragaba con sus ganancias. Dioguardi no hablaba, miraba a Margherita mientras Balistreri le hablaba de los inicios de su amistad, las noches de juerga, las mujeres, sus vidas al revés: Angelo había pasado de modesto empleado a fenómeno del póquer, mientras que el joven y extravertido Balistreri se consumía en un despacho. Luego le contó cómo se habían conocido en casa de Paola, cuando Angelo vomitó hasta el primer biberón para facilitarle un polvo. Margherita se reía.
—¡Y tú, Angelo, hacías de cebo! Vergüenza tendría que darte.
—Tenía novia —aclaró Balistreri—, y, a diferencia de mí, siempre ha creído en el amor.
Angelo dio un respingo al oír esas palabras, como si fueran una acusación ultrajante.
—¿Y has encontrado el amor? —le preguntó Margherita.
Balistreri les escuchaba absorto, como si estuviera sentado en otra mesa. Esos dos se gustaban, saltaba a la vista. Tomó una pronta decisión y se sintió animado, casi eufórico. Fingió que debía llamar a las dependencias policiales y se lanzó a la noche. Sabía adónde ir.
Él ya solo buscaba asesinos, el amor desde luego no.
No estaba lejos. Caminó a buen paso en la noche fría hasta el tramo de acera que estaba frente a la puerta abierta del local. Allí había muerto Papa Camarà, con el estómago abierto por un navajazo. Reconoció la esquina por la que había llegado la moto. Quince metros. El motorista había esperado con el motor al ralentí antes de insultar al senegalés. Y luego, quizá, había vuelto para matarle. Un asesino muy estúpido. ¿Por qué le insultó justo delante de un testigo?
Era temprano, aún había pocos clientes en las mesas. Los camareros charlaban tranquilamente entre ellos. Pidió algo de beber y luego llamó al camarero para que se acercara a su mesa. Pierre no se asustó al ver la placa de policía; era un tipo duro, de aspecto simpático. Tampoco se sorprendió cuando Balistreri le dijo que estaba allí por Camarà.
—¿Llegó a hablar con él aquella noche?
—No, ya me lo preguntaron sus colegas. Me lo crucé un par de veces cuando iba a los servicios y volvía a subir enseguida: el señor Ajello, ¿sabe?, el gerente, quiere que siempre haya alguien en la entrada principal.
—¿Hay una puerta trasera?
—Sí, en el callejón de atrás. Pero siempre está cerrada y las llaves solo las tiene el gerente. Las usa para abrir a los invitados que van directamente a las salas privadas. Tenemos dos, una pequeña y una grande.
—¿Y esa noche?
—Había habido una fiesta en el reservado más grande, después de la una. Amigos del hijo del gerente, el chico también estaba. El gerente llegó a propósito desde Perugia para recibir a los invitados y abrirles la puerta de atrás.
—¿De quién era la fiesta?
—Una chica bien de Roma celebraba sus dieciocho años. Es una amiga de Fabio, el hijo del señor Ajello.
—Sé que antes teníais otro gerente.
—Sí, Corona. Pobrecillo. Le salió el tiro por la culata. Pero quizá fuera una liberación.
—¿En qué sentido?
—Pues... usted no está casado, ¿verdad? Corona, en cambio, sí lo estaba.
—¿Con una mujer insoportable? —sugirió Balistreri.
—Con un demonio —confirmó Pierre—. Fue la causante de todos los líos en que se metió Corona. Acabó perdiéndolo todo por su culpa.
—¿Se refiere a este local?
—No solo este; Corona era administrador de la sociedad que gestiona este local y otros. Ella quería que ganara cada vez más dinero, por cualquier medio.
—Y él hizo algo que un administrador honrado no debe hacer... —sugirió Balistreri.
Pierre hizo un gesto afirmativo, con semblante compungido. Estaba realmente apenado por Corona.
—Tuvo dificultades con el fisco. Un asunto de tragaperras no declaradas. El problema es que el dinero iba a parar a la cuenta de la señora Corona, no a la de los socios —explicó Pierre.
Balistreri vio que de pronto se ponía tenso. Un cuarentón distinguido y bien vestido se acercó a la mesa.
Pierre hizo las presentaciones:
—El señor Ajello, nuestro gerente. El comisario Balistreri, de la policía.
El hombre, alto y atlético, le tendió una mano que acababa de pasar por la manicura. Rolex de oro, gemelos con brillante, corbata Marinella, camisa a medida con sus iniciales, zapatos visiblemente caros.
Ajello se dirigió a Balistreri:
—Si no tiene prisa podemos beber algo en el reservado.
Quería quitarse de en medio a Pierre.
Pasaron a un pasillo largo. Al fondo había unos aseos y una puerta de seguridad, y antes dos salas privadas. Entraron en la más pequeña. Butacas y sofá de cuero, mueble bar, lector de DVD y proyector.
—Muy acogedor —comentó Balistreri—. Pero yo solo tomaré un poco de agua.
Ajello le señaló una butaca y le sirvió.
—Este reservado es para nuestros invitados distinguidos. Ya sabe, caras demasiado conocidas para mezclarse con el público de la sala principal.
—¿Gente del cine? —preguntó Balistreri.
—No, más que nada futbolistas, actricillas de la tele, algún político en compañía extraoficial —explicó Ajello con mal disimulado desprecio hacia quienes para él eran unos palurdos—. Gente capaz de gastar como si nada cinco mil euros en champán en mitad de la fiesta.
—Y la noche en que murió Camarà, ¿había alguien aquí?
—No, a esas horas solo estaba ocupado el reservado grande. Una fiesta para una amiga de mi hijo.
En la mesa de cristal había un cenicero grande y una caja de madera. Ajello la abrió.
—Puros cubanos. Auténticos —declaró, señalándolos—. Yo no los fumo, pero me dicen que son excelentes. Coja uno.
Balistreri miró el contenido de la caja. Había cinco compartimientos y cinco puros. Cada puro tenía atado con un lazo plateado un pequeño encendedor de bolsillo con una estilizada bailarina azul, el símbolo del local. Regalos para los clientes.
—Prefiero mis cigarrillos, gracias. Pero creo que usted quería decirme algo.
Otra vez esa sonrisa de condescendencia.
—Para serle franco, señor Balistreri, me ha parecido un poco fuera de lugar la curiosidad de su subordinado. Parecía un interrogatorio de la Policía Fiscal. Miles de preguntas sobre la ENT, sobre los socios, sobre el anterior gerente... Nada grave, pero resulta un tanto extraño tratándose de un asesinato, que no tiene nada que ver...
—Señor Ajello, ¿no se le ha pasado por la cabeza que el asesinato de Camarà pueda estar relacionado con el Bella Blu, o con sus socios, o con el gerente anterior, o incluso con usted...?
—No tenemos enemigos, comisario. Nos movemos en un terreno muy difícil y nos preocupamos de que todo esté en regla.
—Pero la inspección fiscal encontró las tragaperras sin declarar justo aquí.
Ajello hizo un gesto de fastidio con la mano, como para espantar una mosca.
—Fue un desliz de Sandro Corona, el gerente anterior. Dejaba que algunas tragaperras funcionasen en negro como en los tiempos dorados de la ilegalidad. No era nada grave, señor Balistreri. ¿No será usted uno de esos puritanos que piensan que los que no pagan hasta el último céntimo de impuestos deberían ir a la cárcel? Corona solo era un infeliz que evadía para ganar cuatro perras.
—Me está diciendo que hoy se evaden millones de euros, ¿verdad, señor abogado?
Ajello no se alteró. Miró a Balistreri como un joven abogado culto, rico y bien relacionado puede mirar a un funcionario gris y mal vestido.
—Corona no entendía la vida, señor Balistreri. Y la vida, para vivirla bien, hay que entenderla.
—O quizá la entendía, pero alguien próximo a él le presionaba demasiado —le espetó Balistreri con retintín.
Ahora Ajello le miraba, claramente con más atención. Silencioso y alerta.
—¿Conoce bien a la señora Ornella Corona, señor abogado?
Ajello sopesó la pregunta.
—La conocí bien cuando le compré las cuotas de la ENT que heredó de su marido.
—Así que ya la conocía de antes, no tan bien... —interpretó Balistreri.
Ajello se removió, algo incómodo. Optó por ganar tiempo levantándose y dirigiéndose al mueble bar.
Mientras se servía un whisky, Ajello habló dando la espalda a Balistreri.
—Íbamos al mismo gimnasio.
«Muy bien. Todas las puertas abiertas. Iban al mismo gimnasio y ni siquiera se saludaban. O iban al mismo gimnasio y follaban en el baño.»
Se despidieron con falsa cordialidad. Fuera del Bella Blu, Balistreri llamó a un taxi mientras observaba la berlina gris aparcada en la esquina. Dos hombres fumaban tranquilamente dentro, sin hacerle el menor caso.
«Saben que basta con su presencia para que lo entienda. Porque conozco el estilo de la casa.»
Llegó a casa de Piccolo antes de medianoche. Le abrió Rudi con un chándal en el que cabían dos como él, con las iniciales G. P.
—La señora está descansando en el sofá, señor.
Tono protector; Balistreri intentó reprimir su disgusto.
Rudi parecía otra persona. Se le veía ridículo con el chándal de Piccolo, pero con aspecto de estar relajado y haber perdido el miedo. Balistreri trató de aparentar indiferencia.
El aspecto de Piccolo también era mucho más sereno. Los últimos acontecimientos tendrían que haberla afectado mucho, pero solo estaba triste por Nadia; aparte de eso, parecía una colegiala que acabara de sacar una buena nota.
—Rudi me ha obligado a quedarme en el sofá todo el día, pero ya no tengo fiebre, podría salir.
—En Albania solo se sale después de un día entero sin fiebre —sentenció Rudi como una vieja tía sabia.
—Sí, pero en Albania sois unos holgazanes y yo en cambio tengo que ir a la oficina —insistió Piccolo.
—Un poco de descanso siempre hace falta —les interrumpió Balistreri—, y para reflexionar viene bien hacer un alto.
—Rudi, ya conoces la casa. Ofrécele algo de beber al comisario. Agua sin gas, creo.
—¿Cómo te encuentras aquí, Rudi? —preguntó Balistreri.
—Estupendamente, señor. Pero yo también tendré que volver a trabajar, aunque no al Bar Biliardo.
—¿A causa de Marius Hagi?
—No, ya se lo dije, Hagi no me ha hecho nada. Pero Mircea y Greg...
—Esos cabrones le pegaron salvajemente... —intervino Piccolo.
Balistreri le dirigió una mirada interrogativa.
—Fue la mañana anterior a la partida de Ramona. Querían que les contara algo, pero ella no sabía nada. Para hacerla hablar se ensañaron con Rudi.
Rudi sirvió el vaso de agua y se sentó en el sofá junto a Piccolo. Fumaba nerviosamente y agradecía que Piccolo no diese detalles ni Balistreri los pidiese.
—Afirmaban que Nadia había robado un objeto valioso en alguna parte. Estaban convencidos de que nos lo había dado a uno de nosotros, porque no lo encontraban en la casa —explicó Rudi.
Balistreri asintió.
—A ver, Rudi: ya nos dijiste que Ramona, a diferencia de Nadia, era muy ordenada. Pero cuando subiste para arreglar el cuarto estaba todo patas arriba.
—Sí, habían sido Mircea y Greg, estaban buscando algo.
—¿Y no os dijeron qué buscaban?
—No, creo que ni siquiera ellos lo sabían, pero estaban seguros de que Nadia había robado algo de valor.
—Está bien. Ahora presta atención, Rudi: tú ordenabas la ropa de Nadia, ¿verdad?
Rudi sonrió tristemente.
—Sí, la chiquilla tenía el cuarto hecho una leonera. Yo lo ordenaba todo y ella me llamaba «hermanito».
—Y te hacía regalos...
—No, Nadia no tenía dinero para regalos. Pero me trataba muy bien, como Ramona.
—Un regalito, quizá afanado en alguna parte...
Pareció que Rudi se acordaba de algo.
—Pero Mircea hablaba de un objeto de valor... —murmuró.
—Quizá tuviera un valor distinto del económico, Rudi. Quizá fuera valioso por su significado.
Rudi se puso pálido mientras se metía la mano en el bolsillo.
El encendedor pasó, bajo la mirada de Piccolo, de Rudi a Balistreri.
—Cielo santo —exclamó el jefe de la Sección Especial, agarrando la mano de Rudi, mientras la estilizada bailarina del Bella Blu les miraba desde el encendedor.