Viernes, 23 de julio de 1982

Durante tres días no sucedió nada. Habíamos investigado minuciosamente a todos los posibles amigos del barrio y a los compañeros de escuela de Elisa Sordi. Interrogatorios, comprobaciones de coartadas, registro de llamadas telefónicas. Resultado cero coma cero. Nadie se relacionaba asiduamente con Elisa Sordi salvo Valerio Bona. Nadie sabía que había estado trabajando aquel domingo salvo Valerio Bona, Dioguardi y los habitantes del complejo residencial de via della Camilluccia.

La última persona que había visto viva a Elisa Sordi poco después de las cinco había sido la portera, Gina Giansanti, que estaba ilocalizable en la India. Pero el dato me lo había referido directamente la portera y me lo había confirmado el cardenal Alessandrini, a quien ella había llevado el trabajo de Elisa.

Sobre el aborto no encontramos nada; por lo demás, las clínicas que practicaban abortos clandestinos eran muchas, demasiadas.

En cambio, mis informadores de la secreta aprovecharon a fondo esas setenta y dos horas. Las informaciones sobre Antonio Orlandi y Gianni, alias Jan Deniak, eran interesantes: cuando se escarba sobre alguien, siempre se encuentra algo. Siempre.

Antonio Orlandi enseñaba educación física en una escuela privada de enseñanza media. Fui a buscarle a la parroquia de San Valente hacia las siete de la tarde, cuando acababa de comenzar su turno, aprovechando que el padre Paul se encontraba ausente. Los niños estaban jugando un partido: niños contra niñas, con Orlandi en la portería.

Todavía hacía calor, se oía el canto de las cigarras y el fresco del atardecer no acababa de llegar. El jardín estaba descuidado, la casa blanca que albergaba a los niños se veía toda desconchada y el único árbol casi daba pena. Y sin embargo, se respiraba un ambiente positivo, alegre. Orlandi se reunió conmigo bajo el árbol. Era un tipo de unos treinta años de aspecto formal y pulcro, un poco peripuesto.

—Ya me han interrogado varias veces sus colegas...

No me miraba, seguía el partido como si se tratara de la final de la copa del mundo.

—Guapos los niños, ¿verdad? —solté en tono despreocupado.

—Sí —respondió rápidamente—, los niños son todos unos ángeles.

Respuesta de catecismo.

—¿Son mejores los niños o las niñas?

Me miró un poco alarmado.

—Pero ¿no debería preguntarme sobre los movimientos del padre Paul el domingo del partido?

—No, de eso ya se han ocupado mis colegas... El padre Paul llegó aquí antes de las seis, usted había llevado a los niños a la caza del tesoro y cuando volvieron, hacia las ocho, el padre Paul ya estaba aquí y la cena preparada. Después vieron el partido, acostaron a los niños y hacia medianoche se fueron ustedes también. ¿Me equivoco?

—Sí, fue así —dijo él, ahora más relajado.

—¿Cómo encontró trabajo en la escuela donde da clases, señor Orlandi?

Orlandi encendió un cigarrillo y yo hice lo mismo. Se tomaba su tiempo, yo lo tenía.

—El cardenal Alessandrini me recomendó —se decidió finalmente.

Era algo que yo ya sabía; solo me interesaba lo mucho que le había costado contestar.

—¿Había dado clases antes?

—Solo en gimnasios, después de licenciarme en el Instituto Superior de Educación Física.

—¿Ha hecho oposiciones para la escuela pública?

—No —dijo.

—¿Y eso? ¡Todos intentan sacarse esas oposiciones!

No dijo nada. Lo estaba torturando adrede.

Un niño y una niña se estaban pegando. Orlando se levantó para acercarse a ellos.

—Quédese aquí y responda a mis preguntas —le ordené—. Deje que esos mocosos a los que no saben educar se las arreglen solos.

Me miró asombrado.

—Pero ¿qué está diciendo? Esos niños ya han sufrido...

Le interrumpí bruscamente.

—A los diecisiete años frecuentaba usted una parroquia del extrarradio. Fue denunciado por realizar actos obscenos en un lugar público en presencia de una niña de doce años. ¿Qué hace aquí alguien como usted?

Le vi tambalearse. Se dejó caer pesadamente sobre la silla tapándose la cara con las manos.

—No hice nada —murmuró.

—Y un huevo. El informe policial dice que usted tenía los pantalones bajados.

—Era un parque público; estaba orinando detrás de un árbol; la niña se había alejado de su tía y me vio...

—No creo. Le condenaron a seis meses pero consiguió la condicional gracias a que también usted era menor de edad y porque tuvo un buen abogado. Un abogado pagado por la curia.

—No la toqué; nunca más volvió a suceder nada.

Hablaba en voz baja, aterrorizado.

—Usted fue exculpado gracias al cardenal Alessandrini. De no haber sido por él no daría clases ni estaría aquí.

—Eso es cierto —murmuró—, pero ¿qué tiene que ver eso con el padre Paul?

Era una pregunta estúpida. Orlandi había sido un cerdo. Seguramente era un cretino. Si mentía sobre la coartada del padre Paul, era porque tenía buenos motivos para hacerlo.

Por las noches, Jan Deniak trabajaba de camarero en un local del Trastevere. Llamé a Angelo para que me acompañase; hacía días que casi no hablábamos y le echaba de menos. Aceptó, pero notaba que la brecha entre nosotros no se había cerrado del todo.

Llegamos en el Duetto descapotado hacia las diez. Piazza Trilussa estaba atestada de gente con una tasa de alcohol considerable. Apenas podíamos avanzar con el coche. A los chicos les importaban un bledo los autos que querían pasar; seguían trasegando sus cervezas en medio de la calzada y ni siquiera se daban la vuelta.

—Olvídalo, Michele. Aparcaremos en la orilla del río y caminaremos un poco hasta el bar.

Toqué insistentemente el claxon al grupito que bloqueaba el acceso. Una chica chilló por el susto y se le cayó la botella de cerveza. El chicarrón que estaba a su lado se volvió y me gritó:

—Métete el claxon donde te quepa, gilipollas.

Yo ya me había bajado del coche, mientras el grupito de chicos me insultaba. Me dirigí al chicarrón:

—¿Qué has dicho?

Algo en mi tono y en mi mirada debió de advertirlo.

—Bueno, esos no son modos —dijo titubeante mientras los otros guardaban silencio.

Le quité la botella de cerveza de la mano y la vacié en el suelo.

—Quitaos ahora mismo de en medio —ordené.

Aquello fue demasiado para él. Como con Valerio Bona, había conseguido llevarle donde yo quería. Vi venir el puñetazo y lo esquivé agachándome al mismo tiempo que lanzaba mi gancho. El golpe dio justo en el plexo solar y el chico se dobló en dos buscando desesperadamente aire. Esperé a que reaccionara de nuevo, quería hacerle daño. Sentía la rabia dentro de mí. Fuerte, poderosa. Aquel chico no tenía nada que ver, pero yo procuraba no acabar enseguida con él para seguir pegándole. En un momento dado, Angelo me puso una mano en el brazo.

—Te lo ruego, Michele. Déjalo ya.

Su mirada de sufrimiento me convenció. Él sabía de dónde venía toda esa rabia. Regresé al coche sin ni siquiera volverme en medio de un silencio general y di marcha atrás mientras el chico continuaba tirado en el suelo intentando recuperar el aliento. La orilla del río estaba hasta arriba de coches; aparqué en un paso de cebra: qué más me daba si no pagaba las multas. Y además estaba allí de servicio, no para perder el tiempo tocándome los huevos como esa masa de jóvenes degenerados. La nueva Italia del bienestar, la Italia de los años ochenta. Dinero fácil, solarium, gimnasio y discoteca. Porros para los pobres y coca para los ricos.

Era imposible entrar en el local, el gentío se desbordaba en el exterior. Cervezas, risas, motocicletas que pasaban, olor a costo. El camarero todo músculos de camiseta negra era nuestro Jan Deniak. Uno de esos polacos que habían despachado su mierda de comunismo gracias al Papa. Un barman acrobático y forzudo. Quería observarlo un poco antes de actuar.

—Paola y yo lo hemos dejado —me dijo de pronto Angelo.

Por eso había aceptado acompañarme. ¿Quería hacerme sentir culpable? No, Angelo Dioguardi podía ser cualquier cosa menos mezquino. No, solo que había sucedido algo intolerable. Intolerable para alguien tan sensible como mi gran amigo, no para un cínico como yo. Intolerable había sido nuestra frivolidad en aquella noche maldita. Tan intolerable como para deteriorar la relación entre Angelo y Paola.

—¿Y el trabajo? —le pregunté, intuyendo la respuesta.

—He avisado al cardenal para que me encuentre un sustituto cuanto antes. No me siento con fuerzas de continuar.

—Es una gilipollez; tú no tienes ninguna responsabilidad, Angelo.

Lo dije con rabia; si había habido alguna frivolidad en todo aquello era solo mía; yo era el policía, no él.

Movió la cabeza, no dijo nada. Casi no lo reconocía.

Decidí hacerle ver el lado cómico de la situación.

—Puedes ganar dinero cantando, con tu voz cualquier piano-bar del Trastevere se llenaría hasta los topes.

—No, el dinero lo ganaré con el póquer, el azar es mi auténtico talento. Y con ese dinero haré el bien, si lo consigo.

—¿Quieres convertirte en un jugador profesional?

No dudaba de su extraordinaria capacidad, pero aquel era un mal ambiente, a un buen chico como él no le veía en absoluto en ese mundo.

—No me comerán, Michele. Sé defenderme, ya lo verás.

—Qué pena, contaba con tu compañía en los piano-bar para ligar; ahora que estás libre podremos dedicarnos a ello en cuerpo y alma.

Trataba de bromear, pero él no se rió.

A Angelo Dioguardi le habría resultado muy difícil vivir con el sentimiento de culpa. Él era un católico que creía en el juicio final. Yo un cínico que ya no creía en nada.

A Jan Deniak no le gustó mi placa de policía. No le gustaba a nadie, fuera culpable o inocente. Y mucho menos a un joven extranjero en su puesto de trabajo. Le dijo al otro camarero que se ausentaría durante cinco minutos y me condujo por la salida de incendios hasta un pequeño patio desierto y sucio, lleno de bolsas rebosantes de basura, situado en la parte de atrás del bar. Se oían las risas y las motocicletas, pero estábamos solos.

—Tengo cinco minutos —me anunció hinchando sus potentes músculos.

Solté una risita de burla.

—¿Ah, sí? ¿Respondería de la misma forma a la policía de su bonito país comunista?

Me miró torvamente.

—Conozco mis derechos. Puedo largarme y volver al bar cuando quiera.

—Y yo citarle en la comisaría y retenerle allí durante veinticuatro horas. ¿Ha aprendido la palabra «homicidio» durante el tiempo que lleva en Italia?

—¿De qué estamos hablando? —atajó.

Era un tipo duro, debía ablandarlo un poco antes de ir al grano.

—De anabolizantes y otras porquerías para hinchar los músculos.

Un momento de titubeo.

—No sé de qué me habla.

Estaba bien seguir teniendo amigos en la secreta. La vida de los otros abierta de par en par como un mejillón: ministros, empresarios, ciudadanos de a pie, de vez en cuando incluso algún sospechoso de un crimen. Jan Deniak tan solo había tenido mala suerte, ya que nadie se habría interesado por él. Sin embargo, era el entrenador personal de un famoso cirujano al que también prestaba servicios sexuales especiales. A cambio recibía fármacos ilegales que después vendía a un precio carísimo a sus clientes ricos del gimnasio. Por desgracia para él, el famoso cirujano era el hermano de un ministro al que mis ex colegas tenían vigilado.

—Está bien, entonces hablemos del domingo 11 de julio. ¿Recuerda aquel día?

—Claro, los italianos ganasteis la copa del mundo.

Se sentía aliviado por el cambio de tema. Pobre iluso.

—Y usted hizo pesas con Manfredi justo aquella tarde, de siete a ocho, media hora antes del comienzo del partido. Supongo que no habría una gran multitud en el gimnasio.

—Solo Manfredi y yo; ya lo he dicho en comisaría.

—Todo gilipolleces. A mí se me dice solo la verdad.

Me miró despreciativo hinchando los músculos.

—Porque usted es un tipo duro, ¿verdad?

No había visto la porra de goma salir de mi manga izquierda. El golpe en el codo izquierdo le paralizó el brazo y el dolor le llegó hasta el cerebro. Le di el segundo golpe en la rótula antes de que pudiera decir «¡ay!».

Un magnífico instrumento de trabajo, no dejaba ninguna marca visible.

Jan cayó de rodillas blasfemando.

—Poli hijo de puta, te voy a romper el culo.

Le asesté un manotazo en la frente haciéndolo rodar en medio de la basura, de la que huyó un ratón chillando. Mientras trataba de incorporarse gimiendo de dolor le mostré la primera foto.

—Debes de ser muy bueno mamándola, Jan; el cirujano parece muy satisfecho.

Puso los ojos como platos, incrédulo. La boca se le abrió al máximo para tomar aire. Blasfemó de nuevo. Le di una patada en los huevos, pero no demasiado fuerte.

—Mira que a tu amigo polaco del Vaticano no le gustan las blasfemias. Y a mí tampoco.

Esperé hasta que consiguió levantarse tras varios intentos. Se apoyó pesadamente en la pared del patio para no caerse.

Le mostré las otras fotos, en las que aparecía su amiguito entregándole unas cajas de medicinas. Sus ojos iban y venían de los míos a las fotos.

Para estar seguro de no dejar nada al azar añadí:

—Los que hacen estas fotos, que son amigos míos, se mosquean si alguien protesta. Y si se mosquean no presentan denuncias, matan y punto.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó entonces con mucha humildad.

—Ya te lo he dicho antes. La verdad. ¿Estuvo Manfredi en el gimnasio entre las siete y las ocho?

Su titubeo bastaba para darme la respuesta que yo quería, pero no para resolver el asunto con Teodori, el fiscal y el jefe superior de policía. Jan Deniak se encontraba entre la espada y la pared, dos temores opuestos y paralizantes. Debía ayudarlo a decidirse.

—Te encuentras en serios problemas, Jan. Por las mamadas a los cirujanos no se va a chirona, pero por el tráfico de anabolizantes sí.

Me miró.

—Manfredi y yo estábamos allí, lo confirmo. Fue una sesión dura, hacía muchísimo calor.

La frase quedó en suspenso. Tardé un poco en entender. Era más astuto de lo que parecía.

—¿Tienen aire acondicionado en el gimnasio? —pregunté.

Jan consiguió incluso sonreír.

—Claro, es un gimnasio de lujo, ¿qué cree? Nadie se entrena con este calor.

Era suficiente. Jan Deniak prefería una acusación por falso testimonio a los posibles problemas con Manfredi y el conde, y yo tenía mi ful de ases.