Febrero — marzo de 2006

Su hermano Alberto, Mastroianni, Piccolo, Corvu y Angelo Dioguardi se habían organizado para que nunca estuviera solo en las horas de visita. A mediados de febrero sobornaron a la supervisora de planta y en la habitación individual de Balistreri empezaron a disputarse partidas de póquer nocturnas. Pero, a pesar de las artimañas seductoras de Mastroianni, la supervisora de planta no cedió en lo del humo, de modo que jugaban con la ventana abierta al frío exterior para que Balistreri pudiera dar alguna calada. Ni una palabra sobre los crímenes, la ENT o el trabajo. Solo póquer y un cigarrillo por la noche.

Balistreri no había hablado con Linda, pero era como si sus artículos esporádicos siempre estuvieran dedicados a él. Su insólita moderación y su irrelevancia eran un mensaje. Artículos vacuos, a la espera de volver a hablar. Sobre esa promesa imaginaria Balistreri acarició una esperanza. «Recupérate tranquilamente, Michele, te espero.»

Cuando los médicos decidieron que podía volver a casa y continuar allí su convalecencia, Balistreri se sintió casi perdido. Se había acostumbrado a ese lugar, donde del mundo exterior solo llegaban ecos apagados y cosas bonitas traídas por su hermano y sus amigos. La vuelta a su piso junto al despacho le angustiaba, así como el contacto directo con la ciudad. Las paredes del hospital eran la última coartada de su rendición. Allí dentro no podía hacer nada. Una vez fuera, volver a enfrentarse al mundo únicamente dependería de él.

Solo una cosa le atraía de la idea de salir del hospital: la posibilidad de volver a ver a Linda Nardi. Su mente se negaba a obedecerle. Cuanto más se imponía no pensar en ella, más presente la tenía. Lo que le preocupaba eran las conversaciones que imaginaba entre ellos y la aparente ausencia de deseo físico. Tenía la clara sensación de ser definitivamente un viejo.

La mañana del 15 de marzo, el día señalado para el alta, abrió las ventanas a un día radiante, de esos tan especiales que en Roma anuncian la primavera. Estaba sentado en el sillón firmando los papeles del alta cuando la enfermera le anunció una visita fuera de horario.

Linda Nardi estaba mucho más guapa que nunca.

«Será que por primera vez la veo con otros ojos. Los ojos del soldado que vuelve de la guerra. Vencido pero vivo.»

Ella se quedó quieta un momento y luego le tendió los brazos. Él se levantó tambaleándose y, apoyado en las muletas, se dejó abrazar. Un abrazo silencioso, inmóvil, que venía de muy lejos.