Sábado, 31 de diciembre de 2005
Mañana
La búsqueda del Giulia T Alfa Romeo 1300 de color claro con un faro roto había comenzado enseguida, pero la noche del 30 al 31 había transcurrido sin resultados.
Corvu había dormido en el despacho de Balistreri, que le dio permiso para usarlo esperando que Natalya se quedara con él, y se fue a casa.
Cuando llegó a las siete, encontró a su subcomisario durmiendo en el sofá desvencijado. Por supuesto, solo.
Bajó al bar y pidió un capuccino para llevar. Compró también un bollo relleno de crema todavía caliente. Regresó arriba y puso el capuccino caliente debajo de la nariz de Corvu, que se despertó al instante. Se levantó, azorado.
—Lo siento, señor, no lo he conseguido.
Balistreri le tendió el capuccino y el bollo.
—Ha llegado un mensaje de correo de Mastroianni desde Rumanía —dijo Corvu dando un mordisco al bollo—. Mircea y Greg Lacatus fueron absueltos de una acusación de doble homicidio en 2002, antes de que Hagi les trajera a Italia. Por falta de pruebas y gracias al mejor abogado de toda Rumanía. En todo caso Mastroianni ya está de camino.
»Yo, por mi parte —continuó Corvu con un poco de crema y azúcar en la punta de la nariz—, he examinado cuidadosamente todas las bases de datos. Por suerte quedan muy pocos en circulación. En toda Roma aparecen registrados cincuenta y dos, doce de ellos a nombre de inmigrantes. Sabe, es un coche muy viejo pero veloz; a esa gente le gusta.
—¿Tienes los nombres y las direcciones de los propietarios?
—Sí. La relación, por supuesto, podría no estar actualizada, podría haber transacciones todavía sin registrar o nunca registradas. Ya sabe, con coches tan viejos se tiende a ahorrar en los papeles.
—De acuerdo, ordena que los comprueben todos por teléfono. En cuanto a los doce extranjeros, os los repartís entre tú, Piccolo, Coppola y Mastroianni. En pareja, no solos. Deberíais conseguirlo antes de los fuegos artificiales de fin de año.
Cuando Balistreri se quedó solo encendió la radio y el primer cigarrillo del día. Para poder beber alcohol en la fiesta de fin de año en casa de Angelo Dioguardi tomó otro protector gástrico.
El mensaje de correo electrónico con la revista de prensa destacaba el artículo de Linda Nardi. Titular en primera página: «Samantha Rossi: ¿caso cerrado?». Los signos interrogativos iban en color. Debajo del titular aparecía la foto de la chica, esa foto que todos los italianos conocían ya desde hacía meses. Una sonrisa radiante delante de un barco de vela.
Se obligó de mala gana a leer el artículo. Ninguna alusión directa a la marca o al cuarto hombre. Toda la enjundia estaba en la pregunta que cerraba el artículo.
«¿Estamos ante la furia desenfrenada de quien pierde el control o ante la crueldad deliberada de quien lo tiene?»
La pregunta le cogió desprevenido, algo poco frecuente en él, pero que con esa mujer le sucedía siempre.
Furia o premeditación. Esa pregunta de Linda Nardi le hacía tomar contacto con una zozobra especial, algo que hundía las raíces en algún lugar muy oculto de su ser.
Piccolo entró puntual a las siete y media. Balistreri advertía en ella una agitación nueva que le alarmaba bastante. Esperaba que se hubiera calmado con respecto a la noche anterior pero no era así. A la rabia se había añadido una determinación demasiado personal. Y la experiencia le había enseñado que con esa disposición uno podía hacerse mucho daño.
—¿Cómo está Rudi? —le preguntó.
Ella esbozó una sonrisa.
—Está durmiendo en el sofá.
Trató de encontrar las palabras adecuadas.
—Piccolo, no quiero meterme donde no me llaman, pero Rudi podría... podría...
—Se hizo la prueba del sida la semana pasada; está bien. Y si le sirve de algo, le diré que no tenemos relaciones sexuales —dijo ella mirándolo a los ojos.
Balistreri vaciló. Le salvó el sonido del móvil.
—Alberto, ¿ya estás despierto? ¿También hoy trabajas?
—No, salimos para las Maldivas después de comer, toda la familia. Quería felicitarte el año nuevo.
—¿Te llevas también a los chicos a hacer submarinismo?
—Sí, este será el primer año. ¿Has leído ya los periódicos?
«Eso es lo que te preocupa...»
—Sí, los he leído. Hablé ayer con Linda Nardi, intuía que escribiría algo así.
—Linda Nardi piensa que tienes razón en dudar.
—Alberto, no he expresado ninguna duda después de la detención de los tres gitanos rumanos. Lo hice antes de que los encontráramos y estaba equivocado.
Ambos sabían que no creía en lo que estaba diciendo.
—Y entonces, ¿por qué tomas antidepresivos? Samantha Rossi está muerta, no importa que tú estuvieras equivocado o no. Y sin embargo, estás convencido de no haberle hecho justicia.
—Tú eres creyente, Alberto. Deberías entenderlo mejor que yo.
Era un ataque gratuito dictado por la frustración. Pero su hermano no se dio por aludido.
—No existen antidepresivos contra el remordimiento, Mike. Uno solo puede arrepentirse, confesarse si cree y expiar si lo consigue.
—Lo intento desde hace años, pero no me basta.
—Mike, ni siquiera la verdad cierra algunas heridas. En esta tierra no.
A la hora del almuerzo Balistreri llamó a Angelo por el móvil. Pasarían el fin de año en el pequeño ático que este tenía en el Janículo. Desde allí arriba se veía toda Roma, por lo que podrían disfrutar de los fuegos artificiales de medianoche.
—¿Has organizado también el póquer para después del champán?
—No hay póquer. Tu hermano Alberto se va de viaje y Corvu dice que no puede.
—Mujeres —se alegró Balistreri.
—Bueno, esperemos. En cualquier caso, en mi casa también habrá mujeres libres.
—Estupendo, Angelo. ¿Festejamos la entrada de año bailando con dos putas delante del televisor a medianoche?
—Quizá te sentaría bien una noche de sexo desenfrenado, como el Balistreri de antes.
—Yo creo que un poco de sexo desenfrenado te sentaría bien a ti por una vez en tu vida. Quizá descubrirías que hay una alternativa a la mujer ideal, algo más sencillo y realista.
—Como mujeriego cínico eras divertido, pero como asceta cínico das pena.
Continuaron en el mismo tono durante un rato y después se despidieron.
Balistreri llamó al Nano.
—¿Alguna novedad, Coppola?
—Sí, señor. Novedades interesantes.
—¿Has descubierto el color de las bragas de la señora?
—No, pero he averiguado por qué la investigación fue tan larga. Sandro Corona tenía un seguro de vida.
—A favor de la que se pone debajo —le provocó Balistreri.
—Exacto, señor, la señora se ha encontrado con tres millones de euros gracias a ese seguro.
—Gracias a un camionero desconocido.
—Tal vez lo convenció de algún modo. Ya sabe, una mosquita muerta y un camionero.
—¿Dónde estás ahora, Coppola?
—Estoy yendo de aquí para allá con Piccolo; tenemos una lista de ocho nombres. Los otros se los reparten entre Corvu y Mastroianni, que ha aterrizado hace poco en Fiumicino.
—Está bien, aplicaos. Y vigila a Piccolo para que no haga gilipolleces.
Tarde
Las dependencias policiales estaban mucho más silenciosas de lo habitual. Parecía que el 2005 no quisiera acabar. Balistreri se dispuso a la inevitable espera. Sufría al no poder fumar, miraba las persianas cerradas en las que repiqueteaba la lluvia y pensaba en el callejón sin salida en que se encontraba: ninguna intuición a partir de la cual iniciar un progreso, solo la esperanza de que el tamiz retuviera algún grano más grueso.
Las horas pasaban desesperadamente lentas; Margherita se asomaba de vez en cuando para preguntarle si quería un bocadillo, una cerveza o un café.
Rehusaba educadamente. Mientras tanto, se le agolpaban unos recuerdos que él rechazaba. Rebotaban en las paredes de su cerebro y volvían atrás.
«Verano de 1967. Verano de 1970. Verano de 1982. Verano de 2005.»
De vez en cuando oía sonar el teléfono en alguna parte y una voz que respondía. Después también esos ruidos disminuyeron, se estaba yendo todo el mundo. A las seis se asomó también Margherita para despedirse. La miró mientras salía y se preguntó quién le haría carantoñas esa noche.
«Tú seguro que no, Balistreri, tal vez alguien de su edad.»
Este pensamiento le recordó lo que había dicho Ramona, referido por Mastroianni: el tipo no se empalmaba ni a la de tres. De ese modo el otro cabrón había tenido suerte porque había dispuesto de más tiempo. En cuanto a Nadia, se había subido a un coche con alguien sin hacer remilgos. Porque lo conocía. Lo esperaba. La fortuna le había salido al paso.
La habitación estaba demasiado caldeada, los radiadores ardían. Buscando el frío, Balistreri abrió la ventana. Los primeros cohetes se confundían con los truenos. A lo lejos, más allá del Coliseo, hacia San Pedro, un relámpago iluminó el cielo. El 2005 ya estaba dispuesto a acabar.
Noche
Las últimas tiendas estaban bajando los cierres y todos corrían hacia casa para preparar la gran velada. Piccolo y Coppola estaban empapados, muertos de frío y cansados. Ella notaba incluso algún escalofrío de fiebre. Las luces rojas traseras de los coches dibujaban manchas intermitentes sobre el asfalto mojado. Miraron la lista arrugada y mojada dentro del coche.
—Hemos acabado —dijo el Nano—, y perdona, pero este coñazo no ha servido de nada.
Por lo general no era vulgar con las mujeres, pero las muchas horas que habían pasado juntos interrogando a personas perplejas ante su interés por aquel cacharro mientras alrededor empezaban a explotar los petardos de Año Nuevo lo habían puesto muy nervioso. Quería volver con Lucia y Ciro y ayudar a preparar la cena. En lugar de eso, ocho interrogatorios y ocho palos al agua. Bajo la lluvia.
—Está bien, Coppola, nos vamos a casa. Hemos visto siete coches con los faros intactos, aunque podrían haberlos cambiado después. Propietarios que recuerdan muy bien dónde se encontraban la tarde del 24 y dicen poderlo demostrar. Luego hay un egipcio que ya no tiene el coche porque se lo vendió a un desconocido del Este sin registrar el contrato. Pero asegura que los faros estaban bien.
—Sí. Nada de nada. Dentro de cuatro horas es fin de año y yo me voy a casa. Y harías bien en irte a casa tú también para tomarte una aspirina y divertirte.
—Te llevo; después me iré yo también en el coche de servicio.
Cuando llegaron al portal del Nano, él la invitó a subir.
—Mi mujer te preparará un vaso de leche caliente; tienes los ojos brillantes por la fiebre.
Ella rehusó con la cabeza.
—Tengo que hacer un recado. Gracias de todas formas, y da recuerdos a Lucia y Ciro.
Coppola la miró receloso.
—¿Estás segura?
—Tranquilo, me voy a casa. Feliz entrada de año.
Detuvo el coche frente a la comisaría de Torre Spaccata a las ocho y media. No había casi nadie. Todos estaban ya en casa acicalándose para la noche. Dejó que el teléfono sonara las veces convenidas, luego otra vez más, y volvió a llamar.
—Dígame —respondió Rudi.
—¿Qué estás haciendo?
—Cocinar. Usted ha dicho que esta noche no quiere salir y que yo no puedo.
—¿Has bajado a hacer la compra? Te había prohibido terminantemente...
—Sí, al supermercado de abajo. Y me he puesto una de sus boinas calada hasta los ojos.
Piccolo se tocó la frente. Estaba ardiendo.
—Oye, Rudi, no debes salir. Yo llegaré tarde, no sé cuándo. Cocina para ti y come.
—La esperaré. He comprado también el espumoso. Con mi dinero —aclaró.
Se lo imaginaba sudando y colorado delante de los fogones. Le hubiera gustado estar ya allí, al calor, con el guapísimo cocinero homosexual.
—Está bien, pero quizá llegue muy tarde. Prométeme que no volverás a salir.
—Hasta el año que viene —dijo él.
Piccolo soltó una risita.
—Si sales, te detendré.
—Vale. Pero acuérdese de que hay lentejas.
Le dolían la cabeza y la garganta. Rebuscó en los bolsillos y encontró un caramelo. Se apoyó en el respaldo del asiento sin dejar de vigilar la entrada de la comisaría. Hubiera deseado encender la calefacción, pero no podía tener el motor en marcha, los gases se notaban en el aire helado.
Al poco tiempo salieron. Iban vestidos de paisano, Colajacono descollaba sobre Tatò. Se montaron en un coche privado y Tatò se sentó al volante.
Los siguió desde lejos. Recorrieron un largo paseo con bloques de casas, después giraron hacia una zona oscura. Las calles se sucedían cada vez más desoladas, hasta que llegaron a una sin casas ni farolas, con el campo a la derecha. La calle subía y bajaba siguiendo las curvas de las colinas, Piccolo apagó los faros. Seguía las luces traseras del coche de Tatò a cincuenta metros de distancia. A la derecha, de vez en cuando, trepaban por la colina callejuelas sin asfaltar. Las luces de los fuegos artificiales y de los relámpagos iluminaban un paisaje extraurbano, de campo, aunque a la izquierda, a un par de kilómetros de distancia, se veían los perfiles iluminados de los bloques de casas del extrarradio.
En un momento dado las luces rojas redujeron la velocidad, giraron a la izquierda y después se apagaron. Una explanada en la cima de una colina. Desierto absoluto bajo la lluvia gélida.
Piccolo se detuvo de repente. No podía quedarse allí, en medio de la carretera. Una docena de metros atrás había visto un camino asfaltado a la izquierda; dio marcha atrás y se ocultó. Un relámpago iluminó el coche de Tatò, parado en la explanada.
«¿Los veré si se bajan? ¿Con esta oscuridad y esta lluvia? No te preocupes, ellos no te ven.»
Piccolo palpó la pistola dentro de la funda. En el silencio, solo oía el murmullo constante de la lluvia y el ruido interminable de los petardos. Estaba casi tumbada para que no la vieran. Tenía escalofríos. Estuvo a punto de encender la calefacción pero no lo hizo. Se cerró el chaquetón y trató de respirar por la nariz. De vez en cuando limpiaba con la manga el parabrisas empañado. Los relámpagos le permitían no perder de vista el otro coche. Las brasas rojas revelaban que Tatò y Colajacono estaban fumando en el coche. Mientras ella se congelaba, el tiempo pasaba. Las diez, las once.
«¿Qué o a quién esperan? ¿Debo avisar a Balistreri de que estoy siguiendo a dos policías sin motivo alguno? Primero veamos qué sucede y después le aviso.»
Decidió volver a llamar a Rudi, pero no había cobertura. Vio una brasa roja salir del coche y un relámpago iluminó la figura grotesca de Colajacono, que orinaba con el cigarrillo en la boca bajo la lluvia.
El dolor de cabeza había empeorado y le ardía la garganta. Tenía necesidad de tumbarse, de calor, de paz, de las lentejas de Rudi. Vio el faro de una moto acercarse desde lejos.
«¿A quién se le ocurre ir en moto con este tiempo y cuando solo falta media hora para el Año Nuevo?»
El faro torció casi a medio kilómetro de donde estaban ellos, por un camino de tierra. Después un último relámpago iluminó la escena. No era una moto. El Giulia T, con un único faro, subía con dificultad la cuesta. El coche de Tatò empezó a seguirlo a distancia.
Media hora antes del final del 2005 la casa de Angelo Dioguardi estaba abarrotada: quince personas en setenta metros cuadrados. Se había levantado un viento frío del norte y estaban solos en la terraza, protegidos por una cristalera.
—Ha vuelto a llamar Graziano. Está deseando jugar al póquer; se reunirá con nosotros a las dos con un amigo; así seremos cuatro.
—Qué lástima, si no hace algo esta noche con Natalya, ella se hartará —rezongó disgustado Balistreri.
—Graziano va a su ritmo.
—Y tiene tu mala influencia, Angelo. La mujer ideal, una ilusión infantil.
Era una de esas bromas que Balistreri había hecho otras muchas veces. Pero esta vez Angelo se puso serio.
—Yo sigo teniendo la ilusión, Michele. A ti ni siquiera te queda eso.
Balistreri lo miró sorprendido. Criticar no iba en absoluto con Angelo. De hecho, lo que leyó en sus ojos no era una acusación. Era el disgusto por su amigo muerto antes de morir.
Algunas decisiones se toman en un segundo pero llevan ahí toda la vida. Tenía doce años cuando en la playa de Palermo se había lanzado en medio de las olas para salvar a un niño. Tenía quince cuando con una llave de kárate había tumbado al tío más bueno del liceo, que la toqueteaba sin que nadie le hubiera dado permiso. Tenía diecisiete cuando se había ido a la cama con la primera chica. Ahora se había llevado a casa a un homosexual y estaba dispuesta a enfrentarse, febril, a unos policías corruptos, a unos asesinos en potencia.
Sacó la pistola de la funda y la colocó en el asiento de al lado. Encendió el motor y comenzó a seguir el coche de Tatò, que solo conseguía ver cuando las luces traseras se encendían por un frenazo. Con los faros apagados y a aquella distancia no la verían. Lo importante era no perderlos.
Torcieron por donde lo había hecho el Giulia T. Era un camino de tierra, ahora todo lleno de barro y charcos, que ascendía por la colina oscura. El coche de Piccolo patinaba y derrapaba, pero por suerte tenía tracción delantera.
Con la respiración pesada por la fiebre y la tensión, tocaba de vez en cuando el metal de la pistola. Pasaron algunas curvas y luego una bifurcación. Ahora los baches eran enormes; tenía que aumentar la distancia para no hacer ruido. Con los ojos fijos tan solo en las dos luces traseras intermitentes; no había otras. De pronto el coche en el que iban Tatò y Colajacono se detuvo. Ella hizo lo mismo y apagó el motor. Las luces traseras que había seguido desaparecieron por completo; la oscuridad era absoluta. Solo se oía el silbido del viento en la noche y los cohetes de fin de año a lo lejos. Hacía un frío de muerte y la humedad le calaba los huesos, pero al menos ya no llovía. Miró la esfera del reloj, la única luz en toda aquella negrura de alrededor: faltaban cinco minutos para la medianoche.
Una linterna encendida de improviso se alejó del coche de Tatò. Piccolo bajó entonces del coche. Habría sido mejor darle la vuelta para bajar de nuevo por la colina. Pero no había tiempo. Empuñó la pistola y empezó a seguir la luz de la linterna. Resbaló en el barro y se cayó, golpeándose en una rodilla.
Se incorporó y continuó. Estaba agotada, sentía las piernas de plomo y la cabeza ardiendo. Pero no podía perderlos. Una última cuestecita y una curva, una explanada de hierba donde estaba aparcado el Giulia T, un chamizo en ruinas. Divisaba la luz trémula de una lámpara de petróleo en el interior y oía voces masculinas, probablemente de extranjeros, pero era imposible distinguir el idioma.
Habían apagado la linterna, Piccolo ya no sabía dónde estaban Colajacono y Tatò. Se escondió detrás del último árbol antes de llegar a la explanada en donde estaba el chamizo sin dejar de aferrar con fuerza la pistola. Trataba de respirar solo por la nariz y dentro del chaquetón para ocultar la condensación del aliento en el aire gélido. Los petardos se multiplicaron de pronto y explotaron los fuegos artificiales. Se acurrucó detrás del árbol.
La cabeza le estallaba, las piernas estaban a punto de doblársele. Tenía que decidirse, no podía quedarse allí eternamente. Empuñó la pistola con las dos manos y corrió detrás del chamizo. Se detuvo jadeante un segundo y, de pronto, sintió que una mano le tapaba la boca y un brazo la agarraba por detrás para inmovilizarla. Dio un cabezazo hacia atrás sin ni siquiera pensarlo; sintió el cartílago de un tabique nasal que se rompía y una blasfemia en romano. Apuntó la pistola a la frente de Tatò, que se encontraba de rodillas sujetándose la nariz sangrante y quejándose.
La puerta del chamizo se abrió de repente. Eran dos hombres, uno armado con un cuchillo y otro con un palo. La lámpara de petróleo los iluminaba. Piccolo se puso detrás de Tatò y les apuntó con la pistola.
—Tirad el cuchillo y el palo —ordenó.
—Quién coño eres, zorra —le gritó con un fuerte acento del Este el que iba armado con el palo.
—¡Policía! —gritó Piccolo mientras buscaba con la mirada a Colajacono.
Los dos hombres se miraron; después, con un gesto de asentimiento, empezaron a caminar hacia Piccolo.
—Alto o disparo —les ordenó ella.
Veinte metros. Dudaron un momento y después siguieron avanzando. Piccolo calculó el tiempo. Cuando estuvieran a cinco metros de ella se le echarían encima los dos a la vez. Solo disponía de unos segundos.
Hizo un único disparo al aire. No podía desperdiciar las balas. Los dos hombres volvieron a dudar un momento.
—¡Al suelo, rápido! —La voz de Colajacono explotó como un cañonazo haciéndoles sobresaltarse.
Los gitanos rumanos se volvieron y vieron al gigante con las piernas separadas, la pistola empuñada con las dos manos y los brazos estirados. Se miraron y echaron a correr hacia el sendero. Piccolo oyó el sonido de un disparo y vio al gitano del palo caer sujetándose la pierna. El otro se paró en seco. Ya no tenía ninguna duda. Colajacono le dispararía si intentaba escapar.
En ese momento Piccolo se dio cuenta de que el ruido que se oía desde hacía un rato a lo lejos no era el de los petardos, sino el de las palas de un helicóptero que estaba sobrevolando por encima de ellos. Un faro iluminó la escena desde lo alto, mientras una voz ordenaba por el altavoz al fugitivo que se detuviera y levantara las manos. Se oyeron las sirenas de los coches de intervención rápida, que subían a todo gas por la colina, y otros faros se encendieron más abajo.
Colajacono se acercó a Tatò.
—Ánimo, te harán una naricita nueva —dijo, y después, dirigiéndose a Piccolo, añadió—: Agradéceselo a esta grandísima puta.
Piccolo vio llegar el bofetón. En condiciones normales lo habría parado con un brazo al mismo tiempo que golpeaba con el otro. Pero la fiebre, la tensión y el frío la habían agarrotado. El bofetón la hizo caer al barro.