Sábado, 24 de julio de 1982

Aunque era sábado, la compañía eléctrica nos suministró al final de la mañana los datos de consumo del gimnasio. Entre las diecinueve y las veinte horas no había habido un consumo notable. El aire acondicionado había permanecido apagado durante toda la tarde del domingo, después de que los últimos clientes se hubieran marchado a la hora de comer.

Jan Deniak fue conducido a la comisaría y su abogado le aconsejó encarecidamente que dijera la verdad.

—Debo de haberme confundido de día —dijo Jan—, probablemente Manfredi vino al día siguiente a esa hora, me habré equivocado.

—Pero la ficha personal se rellenó el domingo entre las siete y las ocho —le contestó Teodori sin saber todavía muy bien qué hacer, y en el fondo con la esperanza de que hubiera otra explicación.

—Esa no la relleno yo, sino el cliente.

Quedaba todavía una cuestión, pero ni Teodori ni el fiscal la afrontaban. Lo hice yo.

—Entonces digamos que usted se ha confundido, señor Deniak. Querríamos saber si alguien ha contribuido a confundirle.

Me miró con odio. Yo le miraba con una media sonrisa y un dedo en la boca. Quería que se acordase bien de la foto con el cirujano antes de responder.

Jan capituló.

—Dos o tres días después, Manfredi me dijo que recordara que durante el entrenamiento que había tenido conmigo el domingo por la tarde yo le había prometido que le haría probar la nueva máquina para los dorsales. Le dije que no había sido el domingo, sino el lunes, pero él insistió. Al final llegué a la conclusión de que me había equivocado.

El resto de la tarde fue largo y animado. Teodori y el fiscal hablaron por teléfono con el jefe superior de policía, que les citó en su despacho. Teodori me ordenó que me fuera a casa y tuve la impresión de que quería llevarse todo el mérito, pero me importó un bledo. Tenía en la cabeza un trío con Vanessa y Cristiana, con el que mi imaginación se divertía desde hacía algún tiempo.

Teodori me mantuvo informado por teléfono. En el ministerio y en la Brigada Móvil debían de haberse arrepentido de habernos involucrado en la investigación tanto a mí como a él, inflexible ahora que se había liberado de sus cargas personales. La orden de detención contra Manfredi dei Banchi di Aglieno fue firmada mientras un sol rojo fuego despedía a los romanos.

Teodori volvió a llamarme poco después de la llegada de Manfredi a la comisaría.

—Este muchacho es un tipo duro, Balistreri. Insiste en que él estuvo en el gimnasio y que no encendió el aire acondicionado.

—Gilipolleces. Fue él. Lo sabemos usted, yo, el jefe de policía y el ministro. Y también el cabrón de su padre, el amigo del rey. Ahora tendrá otras cosas en qué pensar en lugar de intentar restaurar en Italia una monarquía de cobardes.

Me sentía eufórico y malvado. Solo quería meter en la cárcel a ese monstruito y recuperar mi amistad con Angelo Dioguardi. No pensaba en Elisa Sordi, en sus padres. Solo en Michele Balistreri...

—El conde está aquí, en la Brigada Móvil, Balistreri, junto a su esposa Ulla y los mejores penalistas italianos.

—¿Está preocupado, señor Teodori?

Oí una risita ahogada. Su voz se suavizó.

—La acusación inicial contra Claudia ha sido desestimada. Y Manfredi irá a chirona esta misma tarde, tiene mi palabra.

No fui invitado a la detención y mucho menos al interrogatorio de Manfredi. Me daba exactamente igual: era sábado por la noche, el caso estaba resuelto y yo me sentía eufórico. Más que eso no podía hacer. No podía llevársela a sus padres. No podía devolverle la vida.

«Lo pasado pasado está.»

Ahora quería una buena cena, whisky, cigarrillos. En compañía de Vanessa y Cristiana. Eran tal para cual, una sado y la otra maso. No había motivo para que se pelearan por mí. Con tal de que me regalaran alguno de sus secretos.