Martes, 20 de julio de 1982

Teodori estaba menos pálido, menos hinchado y con los ojos un poco menos amarillentos. Se había afeitado y se había conjuntado bien la chaqueta con la corbata y la camisa. Derrochaba energía, eficiencia, optimismo. Había empapelado su despacho con fotos de la víctima de via della Camilluccia, el resultado de la autopsia y, oh, sorpresa, las posibles coartadas no solo de Valerio Bona, sino también de los residentes de via della Camilluccia.

—Los hemos investigado a todos —me dijo radiante—, y el único que no tiene una coartada clara para esa tarde es Valerio Bona; luego, a partir de las ocho, tiene muchos testigos que dicen que estuvo en su casa, aunque con aquel follón no es posible estar seguros.

—¿Y el padre Paul?

—El otro voluntario, Antonio Orlandi, lo ha confirmado todo.

—¿Y Manfredi?

—Lo mismo. Su entrenador personal en el Top Top se llama Jan Deniak, un polaco que vive desde hace tiempo en Roma. Confirma que Manfredi estuvo con él al menos una hora, entre las siete menos cuarto y las ocho, haciendo pesas en el gimnasio.

El bueno de Teodori había comprobado también con gran discreción los movimientos del conde Tommaso: primero en la reunión de su partido, después con el ministro del Interior. Todo confirmado. Para lo que no había testigos, en cambio, era para las compras de la señora Ulla. A partir de las ocho y cuarto todos estaban en casa con muchos amigos; ninguna duda tampoco respecto a Manfredi. Teodori había comprobado incluso los horarios registrados de entrada y salida del Vaticano del cardenal Alessandrini.

Continuó, casi disculpándose.

—Hemos comprobado también que Dioguardi estuvo todo el tiempo con su novia Paola, luego fue a buscarle a usted a las cinco y no se volvieron a separar después de salir de via della Camilluccia.

«¡De modo que has comprobado también mi coartada!»

—¿Y el registro de llamadas telefónicas de la casa de los Sordi?

—La chica no había quedado con nadie el domingo, así que no avisó a nadie de que iba a ir a la oficina. Debía pasar el día con sus padres, ir a misa y volver a casa antes del partido.

—¿Hizo alguna llamada desde la oficina el sábado o el domingo?

—Solo el sábado para decirles a su madre y a Valerio Bona que al día siguiente tendría que trabajar. El domingo no hizo ninguna llamada, solo las recibió de Angelo Dioguardi y de su madre, además de la que le hizo usted cuando estaba buscando a Dioguardi, obviamente.

No hubo rastro alguno de ironía en aquel «obviamente». Si Teodori alimentaba dudas sobre el motivo de mi llamada las había hecho desaparecer después de la detención de Fratini.

En el momento de despedirnos Teodori me estrechó la mano entre las suyas.

—Le estaré eternamente agradecido, Balistreri. No me atrevo a preguntarle cómo ha conseguido...

No se lo dije para evitarle un infarto. El cuerpo del delito, superviviente tras una noche agitada, estaba precisamente allí escribiendo a máquina. Vestido castamente para ocultar las marcas de la juerga nocturna.