Jueves, 13 de julio de 2006
Mañana
Durante años había evitado ese tramo de la Aurelia Antigua que ascendía entre chalets bien cuidados inmersos en el verdor de los árboles. Lo había evitado inconscientemente, como si el sistema inmunitario de su memoria hubiese alejado su conciencia de aquel lugar.
«Porque los remordimientos tienen un rostro, un nombre, una dirección.»
Se había enterado de que el supervisor de la asociación de voluntariado de la que dependía la parroquia de San Valente era un viejo conocido suyo, el padre Paul.
Mirando a través de los rayos de sol que se filtraban entre los árboles mientras aparcaba, se dio cuenta de lo poco que había quedado de lo que recordaba. La iglesia baja estaba pintada, la vegetación era más espesa, estaba más cuidada, y al final del jardín la casa grande había duplicado su tamaño. Cuando cruzó el corto tramo de césped notó que había crecido un poco, como si ese mismo lugar hubiese pasado de la infancia a la edad adulta.
El padre Paul había sido avisado de su llegada. Le salió al encuentro en el jardín. El pelo rojo estaba salpicado de gris, los ojos eran más cautos, estaban menos abiertos al mundo. El apretón de manos era más fuerte de como lo recordaba, y era evidente que el hombre que tenía delante era mucho más fuerte que el muchacho indeciso y voluble de entonces. Era la primera vez que lo veía sin la sotana.
Paul le recibió cordialmente y le acompañó al patio que estaba detrás de la casa. El árbol bajo el que habían conversado la primera vez estaba más alto. Había tres sillas, una mesa con dos vasos de agua mineral, una PDA de última generación y un paquete de cigarrillos.
—No esperaba encontrarle aquí después de tanto tiempo —observó Balistreri cuando se sentaron.
—¿Se refiere a Roma o justamente aquí, en San Valente?
—Bueno, a las dos cosas. Recuerdo que usted era un joven con muchas ganas de viajar.
Paul sonrió. Pero ya no con esa sonrisa de niño yanqui, ahora lo hacía como un adulto seguro de sí mismo y de su lugar en la vida. Y su italiano era perfecto.
—Tiene razón, señor Balistreri. Yo también, cuando miro atrás, me quedo un poco sorprendido. Todos los años pensaba en un traslado y todos los años me proponían que me quedara. Y poco a poco, con el paso del tiempo, San Valente se ha convertido en el mundo que me habría gustado visitar. Los huérfanos y los voluntarios llegan de todo el mundo. Así que no necesito viajar.
Los trinos de los pájaros en los árboles se mezclaban con las voces alegres de los niños dentro de la casa.
—¿Cuántos son?
Balistreri señaló hacia la casa grande.
—Ampliamos el espacio hace diez años. Ahora hay treinta chicos de diez a catorce años. Y dos voluntarios que se alternan para el turno de noche. Pero tenemos docenas de casas como esta repartidas por varios continentes.
—¿Y usted las dirige todas?
—No, no. Yo solo me ocupo de la selección y la formación de los voluntarios. Y de la administración directa de San Valente.
Paul sacó un cigarrillo del paquete y ofreció otro a Balistreri.
—Usted fuma, si no recuerdo mal.
Balistreri observó al padre Paul, el maniático californiano de la vida sana, encender un cigarrillo y aspirar con el aire relajado y seguro de quien ha llegado donde quería llegar. No se resistió a fumar él también, aunque ya iba por el cuarto del día y el estómago le ardía un poco.
—¿Y su eminencia? —preguntó Balistreri.
—¿El cardenal Alessandrini? —Paul sonrió—. Él es el verdadero autor de este milagro. Sin su determinación ni siquiera el Vaticano habría conseguido sacar a estos huérfanos del infierno en que vivían. Ahora el proyecto tiene una relevancia mundial.
—¿Sigue en Roma?
Paul señaló a San Pedro, visible en la distancia.
—El cardenal Alessandrini nunca ha sido de los que aspiran a figurar. Siempre le ha gustado decidir sin aparecer. Hoy es uno de los consejeros más cercanos al nuevo pontífice, pero sigue viviendo en via della Camilluccia, en el ático de cuando nos conocimos.
Paul le describió con entusiasmo los detalles del proyecto del cardenal Alessandrini. El número de niños salvados de situaciones infames. El número de dictadores obligados por la influencia y determinación de ese hombrecillo de acero a permitir la salida del país de unos huérfanos explotados y víctimas de abusos en regímenes corruptos e inmorales. Y la influencia enorme que tenía sobre el pontífice.
Cuando le sonó la PDA contestó brevemente y luego se dirigió a Balistreri.
—Espero que no le importe, comisario. Se me ocurrió darle una sorpresa, le dije a Valerio que usted venía y...
—¿Valerio? —preguntó Balistreri, perplejo—. ¿Valerio Bona?
—El mismo. Usted quizá no lo recuerde, pero él también echaba una mano en la parroquia de vez en cuando.
—Lo recuerdo perfectamente. Pero no me imaginaba que estuviera todavía por aquí.
—Valerio se licenció en informática, trabajó unos años en la IBM y luego volvió con nosotros.
—¿Con ustedes? No entiendo...
—Señor Balistreri, la organización creada por el cardenal Alessandrini ha crecido, y hoy su administración es tan compleja como la de una multinacional. Tenemos miles de huérfanos, cientos de voluntarios, docenas de empleados y más de veinte casas en el extranjero. Valerio Bona gestiona nuestro sistema informático.
Balistreri no pudo disimular su incredulidad.
—Pero me pareció que ustedes dos no se llevaban muy bien...
Paul le sacó de apuros.
—Lo sé, entonces Valerio y yo no éramos lo que se dice amigos. Pero éramos dos muchachos, y el tiempo a veces obra milagros.
Valerio Bona llegó con sus andares indecisos. Parecía un poco cargado de espaldas, y en la cabeza rapada ya no había pelo. Se acercó y le tendió la mano sin mirarle a los ojos. El crucifijo de oro en el cuello era el mismo de hacía veinticuatro años.
El chico tímido y huraño había envejecido más que Paul. El tiempo no había sido generoso con él. Su mirada, siempre preocupada, estaba oculta tras unas lentes muy gruesas.
—Vaya —dijo Balistreri—, esto sí que es una sorpresa. Pero ¿usted vive aquí, Valerio?
—No, trabajo en las oficinas de la asociación, en un complejo residencial cerca de aquí, donde también tengo un pequeño apartamento.
—¿Y está casado?
—No, no me he casado. Vivo solo.
Lo dijo con tranquilidad, pero Balistreri advirtió un deje de amargura.
Valerio le habló de su carrera de informática, del dinero que ganaba en la IBM y de cómo se sentía perdido hasta que el cardenal Alessandrini fue a verle y le propuso ese trabajo. Así pondría su ciencia al servicio de la fe.
—Al principio no aceptó —dijo Paul—; creo que no le apetecía trabajar conmigo.
Valerio esbozó una sonrisa.
—Quizá fuera verdad, pero luego nos empezamos a tratar y...
—¡Y descubrió que me había vuelto más simpático! Comisario Balistreri, supongo que está aquí por lo que le sucedió el domingo a la madre de Elisa.
Ese nombre le causó un malestar inmediato. Prefirió cambiar rápidamente de tema.
—No, no estoy aquí por el suicidio de la señora Sordi.
—¿No? —exclamaron al unísono Paul y Valerio.
—No. Estoy aquí por algo que sucedió en esa época pero no tiene nada que ver con Elisa Sordi.
Valerio escuchaba con gesto sombrío, Paul más intrigado.
—En esos años, entre las personas que trabajaban en San Valente había una chica polaca —dijo Balistreri.
—Chicas polacas había muchas —le interrumpió Paul—. Desde que eligieron a Wojtyla...
—Se llamaba Alina. Alina Hagi.
Durante un momento, en el aire inmóvil de julio solo se oyeron los trinos de los pájaros y los gritos de los niños. Luego Paul encendió un cigarrillo y Valerio se sirvió agua.
—¿No la recuerdan? —preguntó Balistreri.
—Cómo no vamos a recordarla —dijo Paul, mirando a la gran casa blanca—. Alina Hagi, la rubita incansable. Usted también la conoció.
«Una docena de niños de entre diez y trece años jugaban al fútbol, y una chica rubia de unos veinte años hacía de árbitro.»
Trataba de recurrir a la memoria fotográfica manteniendo a raya a la emotiva.
—¿La chica que arbitraba los partidos y servía la mesa?
—Sí, tenía una energía increíble. Trabajaba con los niños desde hacía unos años y todas las voluntarias acudían a ella para pedirle ayuda o consejo.
—¿Conocían también a su marido?
Valerio negó con la cabeza.
—No le vi nunca, no sabía que estuviera casada.
—Yo le conocía —dijo Paul—, pero le vi pocas veces, solo al principio. Creo que él también era polaco.
—Rumano —le corrigió Balistreri—. Marius Hagi.
Hubo un largo silencio. Balistreri era consciente de que algo estaba cambiando en el ambiente.
—¿Saben cómo murió? —preguntó por fin Balistreri.
Advirtió la mirada de Paul y descubrió una desaprobación que rozaba la dureza, una firmeza inexistente veinticuatro años atrás.
—Veo que no ha perdido la costumbre de hacer preguntas cuya respuesta ya conoce —dijo Paul.
—¿Alina trabajaba todavía aquí cuando tuvo el accidente? —preguntó Balistreri sin hacer caso del comentario.
—Sí —contestó Paul—. Después de la muerte de Alina el cardenal Alessandrini decidió oficiar una misa especial por ella en el Vaticano, con todos los niños y los voluntarios.
—¿Y usted, Valerio, estaba aquí entonces?
—No. Trabajaba para el conde Tommaso dei Banchi di Aglieno mientras iba a la universidad. Después el conde ya no quiso que siguiera con él, creo que por los comentarios que hice sobre Manfredi y por mi acercamiento excesivo al mundo católico.
No habló de la muerte de Elisa, como si ese nombre fuera impronunciable. Fue Balistreri quien lo hizo.
—¿Conocía Alina a Elisa Sordi?
—Lo excluyo rotundamente —contestó enseguida Valerio—. Elisa nunca venía a la parroquia y Alina no iba nunca a via della Camilluccia.
A medida que esos nombres y esas personas surgían del pasado, Balistreri tenía la impresión de que no podía ignorarlos, pese a que las personas implicadas actualmente eran otras y la conexión entre la muerte de Elisa y el presente era solo una imagen desenfocada.
—¿El conde sigue viviendo allí? —preguntó.
—No se ha movido de su ático. Como ve, todos nos hemos quedado anclados en el sitio —respondió Paul.
—¿Manfredi también?
Paul sopesó la pregunta.
—No, Manfredi fue el único que se alejó realmente. Después del suicidio de Ulla, el conde lo mandó a Kenia, donde su familia tiene grandes propiedades. Sé que se licenció en medicina en Sudáfrica.
—¿No viene nunca a Italia?
—De vez en cuando viene a ver a su padre, pero no más de una o dos veces al año. El cardenal Alessandrini me dice que entre los indígenas es una especie de dios, porque les cura gratis con gran eficacia y les ayuda en todo. Como ve, todo el mundo puede cambiar... —dijo con una ironía cruel de la que Balistreri no le creía capaz.
«El perfecto culpable al que yo quería enchironar se ha convertido en un médico benefactor de los desamparados.»
—¿Alina se relacionaba especialmente con alguien? —preguntó Balistreri.
Paul y Valerio se consultaron con la mirada. Valerio fue el que habló.
—Había un grupito de chicos y chicas que estaban muy unidos. Alina era en cierto modo su punto de referencia.
—¿Alguna de las chicas habló de algún problema de Alina con su marido? —insistió.
Paul lanzó a Balistreri una mirada penetrante.
—Ya le hemos dicho que ni siquiera conocíamos la existencia de ese marido.
Valerio tenía el semblante sombrío.
—Este era un mundo de buenos chicos católicos, comisario. No como...
«No como Balistreri y Dioguardi.»
Decidió que había llegado el momento de marcharse. Se despidieron, pero sin calor.
Tarde
Corvu, Piccolo y Mastroianni le esperaban en el despacho. Habían encargado bocadillos, agua y cerveza para una comida de trabajo en la mesa de Balistreri. Era la primera vez que lo hacían después de la muerte de Coppola y cada cual disimulaba a su manera su pena por la pérdida del compañero y su desolación por el modo en que había ocurrido.
—Empiezan a llegar las primeras respuestas a las preguntas —anunció Corvu, satisfecho, acercándose a la pizarra.
—Y se añaden más preguntas —dijo Balistreri.
Les informó de lo que había descubierto sobre Alina Hagi.
Corvu se rascó la cabeza, frunciendo el entrecejo.
—No acabo de entender. ¿Estamos diciendo que hay una conexión entre este caso y el de Elisa Sordi?
—No, ese caso no tiene nada que ver —contestó Balistreri—. Estamos diciendo que la muerte de Alina Hagi hace veintitrés años, aunque fue sin duda un accidente, podría ocultar algo. Y ese algo podría estar relacionado con los hechos que tratamos hoy.
—Vale, entonces les digo lo que hemos descubierto —propuso Corvu, dubitativo—. En realidad sucedió hace seis meses, justo después de los hechos del 4 de enero. Luego usted se curó y las cosas tomaron otro derrotero...
A Corvu se le notaba claramente cohibido.
—Está bien, Corvu, lo que quieres decir es que yo me desentendí del caso, de acuerdo. Pero ahora puedes decirme de qué se trata.
—Se trata de Colajacono.
Piccolo dio un respingo.
—Lo sabía.
Balistreri les contuvo a todos con un gesto.
—Oídme bien —dijo—, ya hemos tenido un muerto en el equipo. Cualquier cosa, repito, cualquier cosa que comentemos tiene que quedar entre nosotros. Solo yo decidiré si se usa y cómo. No quiero iniciativas personales. Especialmente sobre Colajacono y la ENT.
Hubo un momento de silencio. Luego, como si la advertencia solo estuviera dirigida a ella, Piccolo dijo:
—Está bien, entendido.
—Ahora suelta lo que tenías que decirnos, Corvu.
—Pues bien, después de los hechos del 4 de enero salió la foto de Colajacono en los periódicos. Y Pierre, el camarero del Bella Blu, me llamó y me dijo que había reconocido a ese tipo. Le dije que le volvería a llamar pero luego usted... en fin, que no lo he hecho hasta esta tarde.
Balistreri maldijo mentalmente y Piccolo estuvo a punto de decir algo, pero se mordió el labio. Corvu continuó:
—Quedé con él. Ya tenemos respuesta para la cuarta pregunta de nuestra lista. ¿Por qué Colajacono estaba ya tan agotado la mañana del 24 de diciembre? Porque había pasado casi toda la noche anterior en el Bella Blu. Pierre está seguro.
Piccolo fue incapaz de contenerse.
—La noche del 23 de diciembre, cuando Nadia fue allí y mataron a Camarà. Menudo cabrón, fue él...
—Basta, Piccolo —estalló Balistreri—, no se lo volveré a repetir. Mientras no se demuestre lo contrario Colajacono y Tatò son dos policías bárbaramente asesinados y condecorados por su valor, que descubrieron al asesino de Nadia. A uno de ellos usted le rompió la nariz, y al otro lo chantajeó junto con Linda Nardi.
—Pero es que estoy convencida de que...
—Aquí no nos basta con su intuición, hacen falta pruebas muy serias. Y no las tenemos; y nunca las encontraremos si en vez de buscar la verdad tratamos de confirmar una verdad que nos gusta a nosotros.
Piccolo perdió el control.
—¿Y a usted qué verdad le gustaría? ¿Quiere que todo se cierre con esos cuatro gitanos analfabetos que están en la cárcel y con esos cuatro energúmenos a los que mataron en la colina? ¿Ya se ha olvidado de que Colajacono estaba esperando a Ramona? ¿Y de lo que le hicieron a Rudi por el encendedor del Bella Blu? ¿Y del chantaje al teniente de alcalde De Rossi? ¿O es que se ha creído el cuento de que Colajacono y Mircea no se conocían?
En la habitación se hizo el silencio. Solo se oía el zumbido del nuevo aparato de aire acondicionado. Un momento después Balistreri se levantó arrastrando la pierna maltrecha y se acercó a la puerta del despacho. La abrió y Giulia Piccolo salió.
Luego Balistreri volvió a sentarse y se dirigió a Corvu y Mastroianni.
—Piccolo está fuera. No tenéis que compartir con ella ni el más mínimo detalle.
El silencio de los colaboradores era de evidente desacuerdo. Pero no le hizo el menor caso.
—Sigamos. ¿Qué más habéis descubierto?
Corvu estaba profundamente disgustado por lo que acababa de suceder. Fue Mastroianni quien habló.
—He comprobado las coartadas del 24 de diciembre y el 4 de enero. Las de la noche en que mataron a Samantha Rossi quedan demasiado lejos.
—Está bien. ¿Resultado?
—El 24 de diciembre de Hagi ya lo conocemos. No tiene coartada de las dieciocho a las diecinueve horas, cuando dice que pasó por su casa a recoger los regalos para los niños del Casilino 900. A Nadia la recogieron probablemente a esa hora. Tampoco tiene coartada desde las veintiuno treinta, cuando los demás fueron a la plaza de San Pedro y él dice que volvió a casa. A Nadia probablemente la mataron a esa hora. De Colajacono no sabemos dónde estuvo entre las dieciocho y las diecinueve horas, cuando Tatò estaba en misa. Para después tenemos la palabra de Tatò: si le creemos, Colajacono tiene una coartada; si no, no la tiene.
—¿Y Ajello?
—A la reunión de beneficencia sí que fue, pero nadie sabe exactamente a qué hora llegó. El cóctel terminó a las ocho con la entrega de las donaciones, entre las cuales estaba también la suya. Después se fue a casa y celebró la Nochebuena en familia. Lo atestiguan su mujer y su hijo. Pero no lo hemos comprobado.
—¿Y la noche entre el 4 y el 5 de enero?
—Hagi dice que estaba en casa durmiendo. Está enfermo, a esa hora duerme. Ningún testigo. Colajacono, sabemos dónde estaba. Ajello, no con certeza.
—¿Por qué?
—A las veintiuna horas seguramente estaba en la inauguración de una nueva sala de juegos de la ENT en Florencia. Pero hemos averiguado que su avión privado aterrizó en el aeropuerto de Urbe a eso de las veintitrés horas. Allí se subió a su coche y se marchó. Presumiblemente a su casa, porque no hay rastro de él esa noche en el Bella Blu ni en los otros locales romanos de la ENT. Tendríamos que preguntárselo directamente.
—De momento dejemos a Ajello y la ENT. ¿Y la moto de Adrian?
Intervino Corvu.
—Hemos interrogado a un montón de gente que conocía bien a Adrian en el Casilino 900. Aquella noche llegó en metro con los demás, sin moto. Cuando fueron a la plaza de San Pedro tampoco llevaba la moto. Se podría deducir que el 23 de diciembre la usó el asesino de Camarà y al día siguiente el pastor Vasile para subir a la colina.
—Está bien, habéis hecho un buen trabajo. Ahora centraos en Hagi y en su pasado.
Corvu estaba visiblemente enfadado por la expulsión de Piccolo de la investigación.
—Quería decirle, señor, si me permite...
A Balistreri le dolían la cabeza y la pierna, y echaba de menos a Linda.
—No me hables en ese tono, Corvu. ¿Qué quieres?
—Quería hablarle de Margherita.
—Ahora no —contestó él bruscamente. Y los hizo salir.
Alberto había puesto la mesa en el jardín. Delante de una excelente pasta fría y un vino blanco, Balistreri consiguió relajarse un poco.
—Tú también con la bandera de Italia a la entrada del chalet, ¿no te da vergüenza?
—Mike, si tuvieses hijos adolescentes lo entenderías. Además, antes tú eras, de nosotros dos, el fanático del fútbol.
—Pero yo he recobrado el juicio y tú te has amuermado.
—De todos modos, no puedes negar que ha tenido algún efecto positivo. Basta con ver cómo se ha tranquilizado el cotarro ahora que hemos visto a los inmigrantes celebrarlo ondeando nuestra bandera.
—Alberto, ¿te parece un síntoma de progreso? Primero queremos deportarlos porque violan a nuestras mujeres y matan a nuestros policías, ¿y luego, por un partido de fútbol, descubrimos de repente que están bien integrados?
—Los italianos somos así. Y el problema de los gitanos rumanos es complicado. No se resuelve con edictos, sino con acuerdos, paciencia y trabajo.
—Me parece estar oyendo a Pasquali. Alberto, todos saben lo que hay que hacer. Sacar a los gitanos de esos campamentos inmundos en medio de la ciudad.
—Está bien, Mike, veremos lo que hace el próximo alcalde, quienquiera que sea.
—Yo te diré lo que va a hacer: los sacará del Casilino 900 y veremos su foto en los periódicos cerrando la verja. Y se los llevará a otra parte. Son cosas que podrían hacerse ya, pero los políticos, en este país, se dividen en inútiles y cínicos. Los muertos les importan un pimiento, a menos que puedan usarlos para ganar las elecciones.
—Mike, hay muchos políticos honrados que intentan hacer algo. Aunque es verdad que algunos solo piensan en sus asuntos personales o en los votos. Pero los votos sirven para algo, por suerte.
—¿Por suerte? ¿Te parece una suerte esta democracia en la que nadie se preocupa de resolver los problemas, sino solo de robar y conseguir votos?
El semblante de Alberto se ensombreció ligeramente. Esas palabras le llevaban a los peores momentos de su hermano, cuando él mismo, para sacarlo de apuros, había tenido que rebajarse a desagradables compromisos.
Hacía años que no le oía decir cosas así. Parecía que se había vuelto más prudente, o que ya todo le daba igual. Debía de ser el suicidio de Giovanna Sordi lo que había reavivado esa agresividad.
—Mike, ¿te acuerdas del senador conde Tommaso dei Banchi di Aglieno? ¿Estaríamos mejor con él en el gobierno?
Balistreri se sumió en el silencio. El conde formaba parte de los recuerdos que, lentamente, le habían alejado de la vida.
No quería contestar a esa pregunta. No podía. Habría tenido que volver a pensar en demasiadas cosas incómodas: en su padre, en su madre, en los crímenes sin resolver y en aquellas últimas horas terribles en Trípoli que habían marcado su vida. Alberto lo entendió de inmediato, por lo que decidió no insistir. Sirvió los langostinos y cambió de tema.
—Mike, ¿sabes algo de Angelo?
—Hace días que lo llamo al móvil pero no le encuentro. Creo que se ha ido con Margherita a una isla desierta.
—Ya, cuando me llamó para anular el póquer me dijo que se iba fuera de Roma. Se habrán marchado.
—Espero que Margherita le sirva de ayuda —dijo Balistreri.
Pensaba en Giovanna Sordi y en sus remordimientos.
—¿Y tú con Linda? —preguntó Alberto—. ¿Nos vemos este fin de semana?
Balistreri negó con la cabeza. No dio explicaciones. Alberto no las pidió. Después de muchos años advirtió la sombra del desastre que volvía a oscurecer el alma de su hermano. Se propuso rezar por él, rezar en serio.