Año 2005
Antonio Pasquali era de Tesano, un pueblo de los Abruzos de media montaña cuya foto se hallaba colgada detrás de su escritorio, a respetuosa distancia de las del Papa y el presidente de la República, rigurosamente simétricas. Un despacho sobrio pero importante, digno de uno de los más altos dirigentes de la policía italiana. No el más alto en cuanto a grado, pero sí el más influyente en los ambientes que cuentan.
De pequeño había mostrado muy buenas dotes para el teatro y la política, dos actividades con muchos puntos en común dentro de la sociedad moderna. El joven Pasquali repartía su tiempo entre la escuela de teatro y la rama local de la Democracia Cristiana. Los estudios se resentían un poco a causa de ello, pero él lo suplía con una vivaz inteligencia y con la ayuda de su padre, que era alcalde de Tesano desde hacía casi ocho años. Los profesores consideraban con respeto y comprensión a aquel joven con gafas, serio pero también agudo e irónico cuando hacía falta; debido a sus dotes personales y familiares todo el mundo tenía claro que Antonio Pasquali haría carrera.
Acabado el liceo, pasó unos meses en Londres estudiando teatro y después su padre lo llamó de vuelta a la dura realidad. En Roma se licenció en ciencias políticas y se sacó las oposiciones para entrar en la policía. Después de los dos años del curso para comisario, su padre habló con el ministro del Interior, también del Abruzo y compañero de partido, quien pudo comprobar que el joven Pasquali era un trabajador nato y decididamente despierto y agudo en la gestión de las relaciones interpersonales.
De ese modo, en 1980 el ministro se lo llevó a Roma en comisión de servicio como ayudante suyo y allí Pasquali construyó la red de relaciones políticas transversales que lo sustentaría durante toda su carrera. Tenía amigos por todas partes, desde los neofascistas hasta la extrema izquierda, pero seguía siendo rigurosamente un hombre de centro, adaptable a cualquier situación y dispuesto a dialogar con todos.
A principios de los años noventa la fiscalía de Milán puso en marcha los procesos de Manos Limpias, que llevaron a la desaparición política de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista, decapitando a una parte de la clase dirigente italiana. Una noche de 1993, el padre y el amigo ministro se hallaban sentados en el salón de la casa familiar de Tesano, delante de la chimenea encendida y de un buen amaro del lugar. Los dos, ahora con más edad, hablaban sobre la ya evidente necesidad de reposicionarse políticamente. La DC se estaba dividiendo en dos partes, una de centroizquierda y otra de centroderecha, en el nuevo sistema electoral mayoritario. El joven Antonio, por entonces muy bien situado en el escalafón de la Brigada Móvil, sugirió la solución a los dos pigmaliones. «En mi opinión debéis dividiros, uno debe tirar para un lado y el otro para el otro.»
Los dos lo miraron un poco sorprendidos y después convinieron en que era lo más prudente que podían hacer, a la espera de ver cómo evolucionaban las cosas y de que se aclarara quién ganaría en el nuevo sistema bipolar. Todos eran muy conscientes de que el sistema electoral localista y clientelista de la posguerra se había mantenido durante cuarenta y cinco años, pero ahora corría el riesgo de descomponerse bajo los golpes de los magistrados «comunistas» y de la nueva telecracia, por lo que era necesario encontrar espacio en las dos nuevas formaciones.
Discutieron un poco sobre quién tenía ir con quién, pero las historias personales y políticas del ministro y del padre de Pasquali eran idénticas. También en este caso el joven Antonio encontró la solución. Se dirigió al más alto en el escalafón, el ministro, que era también el mayor. Cogió una moneda de cien liras y le dijo: «Excelencia, usted elige: ¿cara o cruz?».
Después su padre le preguntó: «¿Y tú, Antonio? Los policías también necesitan tener referentes políticos». Él se mostró evasivo, dijo que probablemente en los escenarios futuros no sería oportuno para un policía pertenecer directamente a un partido, que sería más útil ser simplemente simpatizante. Pero que de todas formas se lo pensaría. No dijo que en realidad estaba esperando, según lo que referían voces cada vez más autorizadas, el nacimiento ya próximo de un nuevo partido político muy fuerte, con fondos ilimitados, que absorbería grupos consistentes de democristianos y socialistas y cosecharía una victoria aplastante. Antonio Pasquali quería tener las manos libres, sus dotes juveniles de actor serían apreciadas en el nuevo mundo político televisivo.
En el año 2000 fue trasladado de la Brigada Móvil a Antimafia, donde dirigió brillantemente algunas operaciones que llevaron a la detención de fugitivos históricos, cuyos puestos habían sido ocupados mientras tanto por otros mafiosos. Tuvo mucho cuidado de evitar que cualquier político actual o pasado, de cualquier formación, se viera implicado. Estaba sinceramente convencido de servir así a los verdaderos intereses de su país.
A finales de 2002, los crímenes de los inmigrantes en Italia empezaron a ser «políticamente relevantes». Presionado por los ciudadanos y por algunas formaciones políticas, el gobierno decidió crear la Unidad Especial de Extranjería para apoyar a la Brigada Móvil en las capitales de provincia. Tanto la formación mayoritaria como los representantes de la oposición propusieron con discreción al por entonces ministro del Interior en funciones el nombre de Pasquali como supercoordinador inter pares de los jefes superiores de policía de las ciudades. Una candidatura bilateral: un hombre capaz y equilibrado, un magnífico policía atento también a las exigencias de los círculos políticos.
El jefe superior de policía de Roma, Andrea Floris, había sido propuesto por la izquierda y conocía el pasado neofascista de Balistreri, pero también sabía que la persona más indicada para aquel puesto era precisamente Balistreri, que había dirigido con gran éxito la Brigada de Homicidios durante los tres últimos años y tenía la misma edad que Pasquali. Solicitó hablar al respecto con el ministro del Interior, pero lo desviaron al subsecretario competente, quien a su vez lo desvió a su primer ayudante, un joven de menos de treinta años licenciado por una prestigiosa universidad, el cual sostuvo que la candidatura de Balistreri, dado su lejano pasado como activista de derechas y colaborador de los Servicios Secretos, causaría perplejidad en el núcleo centroizquierda, donde el jefe superior de policía tenía sus referentes políticos. Floris objetó que se trataba de hechos que se remontaban a treinta años atrás, que Balistreri se había rehabilitado sirviendo al Estado aun a riesgo de su vida, y que desde hacía tiempo se mantenía alejado de cualquier formación política. Pero para el jovenzuelo no fue suficiente, es más, su alejamiento de la política lo hacía «sospechoso». Balistreri utilizaba todavía términos como «patria, honor y lealtad». Una herencia del pasado, un lenguaje obsoleto, incluso un poco de viejos, concluyó el jovenzuelo. Ya avezado en el guiñol político de Roma, el jefe superior de policía se rindió: los políticos no querían a alguien como Balistreri en aquel puesto, alguien que no hablaba con ellos ni asistía a sus cenas en las terrazas o en los círculos más exclusivos, alguien que nunca quería hablar con los periodistas, una especie de perro sin collar ya cuesta abajo en la parábola de la vida.
Floris consiguió, sin embargo, imponer una condición para el nombramiento de Pasquali: al frente de la Unidad Especial de Roma, la más importante, quería a Michele Balistreri. A Pasquali no le gustaba en absoluto aquel policía poco atento a cuidar las relaciones con la política, pero aceptó, también para ganarse las simpatías de Floris, al que necesitaba. De ese modo aprovechó también la ocasión para evitar que Balistreri pasase a la cuarta sección de la Brigada Móvil, delitos contra el patrimonio, donde se hallaban en curso las investigaciones políticamente más sensibles sobre fraudes, corrupción y falsificación de documentos contables. Le confió la Unidad Especial de Roma con la esperanza de que allí se quemase y así poderlo sustituir por una persona más fiable. Pero Balistreri lo hizo todo condenadamente bien durante dos años y medio.
Hasta el caso R.