Jueves, 20 de julio de 2006
Mañana
Balistreri pasó las noches siguientes entre la televisión y la ventana de su sala de estar. Entre cigarrillos y whisky, ya sin control. Insomnio, conjeturas desagradables sobre pasado, presente y futuro. La normalidad diaria a la que le había acostumbrado durante unos meses Linda Nardi le parecía ahora el último momento tranquilo de su vida, el último intento, fallido, de olvidar quién era realmente Michele Balistreri y poder completar su existencia conviviendo con sus malos recuerdos. La expulsaba rabiosamente de sus pensamientos, pero ella volvía siempre.
El alba veraniega le encontraba postrado por los pensamientos, el tabaco, el alcohol. Con los ojos rojos, la barba descuidada, aún más desaliñado en el vestir, todo a causa de Linda y de su otra obsesión, el Hombre Invisible.
«¿Un asesino en serie que graba letras en sus víctimas, o un complot de mis antiguos colegas de la secreta? ¿A quién estoy persiguiendo? Dos sombras se superponen y se desdoblan, como dos fantasmas. ¿O uno solo?»
El que fuera un buen policía, sensato aunque con tendencia a la depresión, se estaba convirtiendo en un manojo de nervios, mezcla de alcohólico y vagabundo. Corvu y Piccolo lo defendían denodadamente de los chistes feroces que circulaban por las oficinas de la Brigada Móvil; en realidad, las demás secciones nunca habían aceptado la Sección Especial. Y ahora ese jefe tan criticado y detestado por políticos recelosos y colegas envidiosos estaba de rodillas.
Pasquali también lo defendía a capa y espada, junto con Floris. Fueron tres días infernales con los medios. Por suerte ningún periodista tuvo la feliz idea de relacionar el encuentro del cadáver de Selina Belhrouz con la casa de campo de Pasquali. Pero Balistreri, que le conocía bien, sabía que esa duda corroía a Pasquali.
La información sobre las letras grabadas en las víctimas no llegó a los medios. Hasta las gargantas profundas callaron, por las represalias con que Floris y Pasquali habían amenazado.
Así que nadie relacionó los dos asesinatos. El de Selina Belhrouz fue comparado, por la forma en que la encontraron, con el de Nadia, aunque nadie expresó dudas sobre la culpabilidad de Vasile, que estaba en la cárcel. Las críticas más fuertes se referían al caso de Ornella Corona. Una guapa señora italiana asesinada así, en su casa de la playa, probablemente por un ladronzuelo sorprendido en el jardín que también había intentado violarla sin conseguirlo. Además, algunos testigos, después de la cena, habían visto y oído a un hombre que hablaba por el móvil en un idioma del Este, probablemente un rumano, rondando la casa.
Los primeros datos obtenidos por la científica y el forense sobre los dos asesinatos eran bastante claros. En ambos casos no había ninguna huella o resto orgánico en las víctimas. Esto ya decía bastante sobre la debilidad de la teoría del ladrón sorprendido por Ornella Corona. El que entra en una casa con guantes de cirujano y pasamontañas para no dejar cabellos está tramando algo peor que un hurto. No había ningún signo de violencia sexual en ninguno de los dos casos, pero las diferencias eran significativas.
A Selina Belhrouz la habían raptado, llevado a un lugar aislado, atado, desnudado y torturado. Pero no la habían violado. El bolso con sus efectos personales y el teléfono móvil habían desaparecido. No parecía un robo. Fracturas, moratones, quemaduras de cigarrillo. O un acto sádico, o un interrogatorio. Cuando la estrangularon ya se había desmayado.
Ornella Corona había tenido una relación sexual consentida a la vuelta de la playa, poco antes de que la mataran. Luego había salido al jardín, quizá atraída por unos ruidos, y allí la habían atacado y estrangulado. Había desaparecido el reloj que hacía guiños, pero como robo era un magro botín. Los leggings se los habían bajado, probablemente justo después de la muerte para grabar la I. El coche estaba abierto porque se hallaba en el jardín del chalet. Era evidente que el asesino sabía que no tenía mucho tiempo. El forense situó la muerte entre las once y la medianoche.
La campaña contra el Casilino 900 y los otros campamentos estalló más violenta que nunca y el equipo municipal volvió a encontrarse entre la espada y la pared. La oposición disparaba a bocajarro y solo la Iglesia católica trataba de defender a los gitanos rumanos de una condena genérica y total. En los barrios periféricos grupos de jóvenes italianos empezaron por echar a los rumanos de los bares, luego les persiguieron y les pegaron. Cuando los agentes trataron de detener a un jovenzuelo que había dado una paliza a la cuidadora rumana de su abuelo después de acusarla de ladrona, tuvieron que enfrentarse a todo el barrio, que se rebelaba contra la detención aclamando al justiciero. Dotaciones de la policía protegían el Casilino 900 y otros campamentos, y entre los agentes empezaba a circular la idea de dejar pasar a las turbas. En el calor tórrido de julio los nuevos asesinatos habían roto la paz futbolera y bastaba una pequeña chispa para que estallara el polvorín social. Con gran regocijo de quienes no esperaban otra cosa.
Balistreri no había visto a Linda Nardi en las conferencias de prensa. Tampoco se había publicado ningún artículo suyo sobre el asunto. Hasta esa mañana.
—Esto es peor que el tsunami —gruñó Floris con gesto sombrío mirando el periódico.
El título era claro: «¿Cuatro puntos sobre la misma recta?». Las cuatro marcas de Samantha Rossi, Nadia, Selina Belhrouz y Ornella Corona estaban reconstruidas según la versión oficial de la policía. Linda Nardi no hacía ningún comentario al respecto, era una descripción escueta y fiel de lo que decían las fuentes oficiales.
Pero había una pregunta final: «Si hubiese un elemento común entre estos cuatro asesinatos y los investigadores lo conocieran, ¿tendrían derecho a callar para no comprometer las investigaciones, o deberían contarnos las cosas como son?».
Como de costumbre, Pasquali no se inmutó.
—Linda Nardi nos lanza una pregunta. Podemos hacer caso omiso o contestar. Deberíamos analizar los pros y los contras.
—Si el análisis que quieres hacer es policial y no político, se lo encargaría a Corvu y Piccolo.
Pasquali miró al jefe superior de policía.
—Propongo hacer un análisis policial para usarlo como base para tomar una decisión política.
Corvu y Piccolo acudieron. Él un poco intimidado por la presencia del jefe superior de policía, ella nada.
—Balistreri —dijo Floris—, guíenos en este laberinto.
—La pregunta de Linda Nardi es si existe un elemento común entre los cuatro asesinatos y si tenemos derecho a reservarnos esa información. Quisiera despejar cualquier duda sobre un particular. En el pasado, como sabe el señor Pasquali, recurrí al canal de Linda Nardi para la investigación. Pero nunca le hablé de las letras de los dos primeros asesinatos. Y no he vuelto a hablar con ella desde el 11 de julio.
—Está bien —dijo Pasquali—, no hay dudas sobre la reserva del comisario Balistreri. Sigamos.
—Tenemos cuatro letras grabadas, probablemente con el mismo instrumento —prosiguió Balistreri—, un bisturí o un cuchillo afilado. R, E, V, I. En este orden, suponiendo que el orden tenga un sentido y que las propias letras lo tengan. Este es el elemento indudable que tienen en común los cuatro asesinatos. Y no puede ser una coincidencia —concluyó Balistreri dirigiéndose a Pasquali.
—Las letras podrían no haber terminado —añadió Piccolo, como para acabar de levantarles la moral a todos.
Balistreri vio que Floris tocaba rápidamente la madera de la silla con un gesto supersticioso automático.
—De acuerdo —intervino Pasquali—, propongo que nos olvidemos por un momento de las letras y nos preguntemos si hay otros elementos comunes en los cuatro asesinatos.
Corvu levantó la mano para pedir la palabra.
—Los asesinatos son cinco: también está Camarà. Por no hablar de los muertos en la colina. Si queremos analizar los de las cuatro mujeres debemos recordar que la muerte de Nadia está relacionada con la de Camarà.
—Y los dos últimos asesinatos podrían estar más relacionados con la muerte de Camarà que con las de Nadia y Samantha —dijo Balistreri.
—Asesinatos de necesidad —observó Pasquali.
—Exactamente. Los dos primeros asesinatos están precedidos de violencia sexual y las víctimas son personas escogidas al azar, aunque sobre esto tendremos que volver. Pero si suponemos un vínculo, las dos últimas víctimas no son nada casuales, son dos personas relacionadas de algún modo con la investigación sobre la muerte de Nadia, y el móvil podría ser el mismo que el del asesinato de Camarà: eliminar a un testigo incómodo. Todo ello enmascarado como parte de una secuencia. Las letras podrían ser un simple ardid.
—¿Estás diciendo —interpretó Pasquali— que no estaríamos frente a un sádico asesino en serie que ataca, mata y marca a sus víctimas, sino a un asesinato premeditado que origina fríamente otros, cometidos por uno o varios criminales?
«Es como si el Hombre Invisible tuviese dos almas y dos caretas distintas. Pero la mano que mata es una sola.»
Corvu se dio cuenta del atolladero al que habían llegado y propuso, evidentemente, su propio enfoque analítico.
—Si me permiten, yo volvería a la pregunta del señor Pasquali. Otras similitudes entre los cuatro asesinatos. Es ahí donde... —Corvu miró a Balistreri como para pedir permiso—, donde interviene el Hombre Invisible.
El jefe superior de policía le miraba atónito.
—¿Qué Hombre Invisible? —preguntó, mirando primero a Corvu, luego a Balistreri y luego a Pasquali.
—En el caso de Samantha —prosiguió Corvu—, los tres gitanos afirman que un cuarto hombre, luego desaparecido, fue quien les emborrachó y les drogó y el primero que atacó a la chica. En el caso de Nadia, según Vasile, hay un hombre que llama por teléfono y a cambio del préstamo del Giulia T le lleva a Nadia y dos botellas de whisky.
—Pero no hay nada de eso en los otros dos casos —protestó Floris.
—Señor jefe superior de policía —contestó Corvu obsequiosamente—, hay una llamada anónima que les lleva al cadáver de Selina Belhrouz en el pozo y un individuo sospechoso que sobre la medianoche habla por el móvil en rumano junto al chalet de Ornella Corona. Además está el motorista del caso Camarà.
«Y hay un fantasma que mató a sangre fría a Colajacono anunciándole su muerte.»
—Ayúdenme a entender —dijo Pasquali—. Supongamos, solo por un momento, que los asesinatos hayan sido cometidos por la misma mano y que su autor sea ese Hombre Invisible, como lo llamáis. Decís que la elección de las dos primeras víctimas es casual o por lo menos distinta de la de las dos últimas, que se hizo por necesidad. Pero, aunque puedo entender que a Camarà lo mataran porque había visto en el Bella Blu algo que no tenía que ver, no entiendo lo de Selina Belhrouz y Ornella Corona. ¿Qué habían visto?
—Habían oído cierta voz por teléfono —saltó Balistreri.
Mientras todos le obervaban boquiabiertos, Pasquali se removió, incómodo, en su asiento, y le lanzó una larga mirada. En el silencio general Balistreri se sintió como si unos rayos X le atravesaran.
«El miedo que leo en tus ojos es lo que más me preocupa.»
Al final Pasquali suspiró.
—Espero que sepas lo que estás diciendo. Y te lo advierto: si tienes otras cartas en la manga sácalas todas ahora; no creo que tengamos mucho más tiempo. Háblanos de esa voz —dijo con un tono que no denotaba ninguna amenaza, solo preocupación y mucha amargura.
—Un día Ornella Corona recibió una llamada telefónica en su casa. El interlocutor le dijo que su marido tenía el móvil apagado y le pidió que le localizase y le dijese que debía ir a Montecarlo esa misma noche. No se lo pidió por favor, le dijo que se lo transmitiera, sin más. Ella objetó que eran ya las cinco de la tarde y el hombre contestó con malos modos que para eso mantenían un avión privado. Y colgó.
Se hizo un silencio prolongado. La sombra oscura de la ENT volvía a alargarse sobre esos asesinatos. Nadie parecía alegrarse de lo que podía significar.
—Esa ENT... —empezó débilmente Floris.
—Disculpe, señor —le interrumpió Pasquali—, me gustaría que Balistreri completase su razonamiento sobre Selina Belhrouz.
—En Dubai, poco antes del accidente en el que perdió la vida, el hermano de Selina Belhrouz nos dijo que durante un viaje a Italia su hermana había contestado por equivocación a una llamada al móvil de él. Y era un problema, según nos dijo, porque Selina no tenía que haber oído esa voz.
Pasquali estaba muy pálido. Hizo una única anotación en una agenda.
—Está bien —dijo luego, recobrando el control de la reunión—, olvidémonos de la ENT por ahora. Tenemos a dos mujeres escogidas al azar y asesinadas, luego a Camarà y a otras dos mujeres eliminados como testigos incómodos, y las letras solo son un engaño. Esa es su tesis —concluyó, dirigiéndose a Balistreri.
—No —dijo Piccolo sin pedir la palabra.
Todos la miraron.
—Podemos discutir sobre Samantha, pero a Nadia no la escogieron al azar. Sobornaron e implicaron a Colajacono y a Tatò y siguieron adelante con Nadia después de que Camarà los viera, a costa de matarlo e implicar al Bella Blu y a la ENT. Podían haber desistido, haber buscado otra víctima. Pero no, querían a Nadia, por algún motivo la víctima tenía que ser ella.
—No lo entiendo —objetó Floris—, una pobre chica rumana que se prostituía, por qué se ensañaron...
—Puede que la chica hubiera descubierto algún asunto turbio —aventuró Corvu.
—Eso es absurdo —dijo Pasquali—, le habrían pegado un tiro y tirado a un pozo. En vez de tanto trajín con el paso por el Bella Blu, la moto de cross, el Giulia T, Vasile.
Balistreri sabía que Pasquali tenía toda la razón. Y que también Piccolo tenía razón. A Nadia no la habían escogido al azar. Pero lo habían hecho por motivos que de momento no lograba entender.
—¿Y qué tiene que ver todo el asunto de Elisa Sordi? —preguntó el jefe superior de policía, cada vez más confundido y preocupado—. Pasquali me ha dicho que usted, Balistreri, fue a interrogar al conde Tommaso dei Banchi di Aglieno y al cardenal Alessandrini.
—Fue una simple charla, no un interrogatorio. Y ninguno de los dos se enojó. Creían que había ido a verles para reabrir el caso de Elisa Sordi después del suicidio de su madre, pero estaba allí por otro motivo. Todo tiene su origen en Alina Hagi, que por entonces frecuentaba la parroquia de San Valente. Su mejor amiga era la madre de Samantha Rossi, que era novia del abogado Ajello, hoy gerente de la ENT y relacionado de alguna manera con Ornella Corona.
—¡Vamos, que ni en una novela de ciencia ficción! —El jefe superior de policía estaba alterado—. Esas coincidencias son increíbles.
Balistreri negó con la cabeza.
—Desde luego, increíbles si fuesen coincidencias.
Fue Pasquali, como siempre, quien sacó conclusiones.
—Volvamos al principio. La pregunta de Linda Nardi. ¿Los investigadores saben algo que relacione los cuatro asesinatos? Sí. ¿Tenemos motivos para no revelarlo? Sí. Se desataría el pánico si dijésemos que anda por ahí un asesino en serie que marca letras del alfabeto en sus víctimas. ¿Podemos guardarnos mucho tiempo más este secreto? Yo diría que no; sin duda, un quinto asesinato con letra sería totalmente inaceptable.
—Entonces, ¿qué propone, señor Pasquali? —preguntó el jefe superior de policía.
Balistreri cruzó una mirada con Pasquali y comprendió que había tomado una decisión. La historia de la voz oída por Ornella Corona y Selina Belhrouz había surtido efecto.
—Bueno, Balistreri, tienes cuarenta y ocho horas de plazo para detener al asesino. Con el culpable encerrado podremos decirle a la prensa parte de la verdad y nos perdonarán las mentiras.
El tono de Pasquali era frío, tranquilo, decidido. No había margen para dudas u objeciones.
Floris le miró, incrédulo.
—Perdone, señor Pasquali, el culpable del que habla ¿existe?
Pasquali no estaba para bromas.
—Influye en toda la comunidad rumana. Nunca tiene una coartada. Habla rumano e italiano. Podía disponer de la moto de Adrian para subir a la colina de Vasile. La madre de Samantha era amiga de su mujer en 1982. Nadia vivía en su casa. Esos cuatro delincuentes que mataron a tres policías y casi matan a Balistreri eran sus esbirros.
—Pero no tenemos pruebas... —trató de decir Floris.
Pasquali miró a Balistreri.
—Encuéntralas tú, Michele. Mañana por la mañana podrás ver a Vasile y a los tres gitanos que mataron a Samantha. Te doy hasta el viernes para que empapeles a Marius Hagi con la acusación de homicidio múltiple.
Balistreri salió de la reunión con la desagradable sensación de haberle revelado demasiadas cosas a Pasquali. Y con el remordimiento de haberle ocultado la más peligrosa.
—Supongo que tendrá usted un motivo serio para llamarme.
La voz era tranquila pero poco alentadora.
—Tenemos que vernos —susurró Pasquali.
—No lo creo —fue la gélida respuesta.
—¡Han ido demasiado lejos, para colmo junto a mi casa!
Pasquali trató de controlar el temblor de rabia en la voz.
—Una coincidencia fortuita.
La ironía era evidente.
—Tenemos que acabar con esto ya, ahora —murmuró Pasquali desesperado.
—En eso estamos de acuerdo. Yo me ocupo, usted esté listo mañana.
Pasquali cortó la comunicación. Se volvió hacia el crucifijo y se puso a rezar.
—Padre nuestro que estás en los cielos...
Sentía la mirada de Cristo sobre su cabeza. Había sido un error terrible, y ahora el juego se le había ido de las manos. O quizá no había estado nunca en ellas.
—... no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén.
Era consciente de que una conversación con el gerente de la ENT era el desafío definitivo a quien lo había advertido y aconsejado de todos los modos posibles que se mantuviera al margen. Un reto que no podría saldarse sin más problemas, y gordos.
Pero era como si el suicidio de Giovanna Sordi hubiese desencadenado en él esos instintos que los años y los remordimientos habían ido aplacando poco a poco. Ahora ya no necesitaba antidepresivos, antiácidos, controlar el tabaco y el alcohol, no necesitaba acostarse pronto con la única compañía de un buen libro. No necesitaba retrasar el dudoso encuentro con Dios, no necesitaba esperar ni temer ese juicio. Solo necesitaba lo que había buscado siempre, desde pequeño, a costa de crearse problemas: la verdad. Sin compromisos, por la fuerza si hiciera falta, aunque tuviera que destruirse a sí mismo.
El abogado Ajello parecía tranquilo. Balistreri fue a verle a media mañana acompañado de Corvu al club donde acababa de jugar al golf con su hijo Fabio. Los cuatro se sentaron a una mesa a la sombra.
—Hace demasiado calor —se quejó Ajello enjugándose el sudor con una servilleta perfumada mientras su hijo tomaba un refresco—. Son las diez y media y ya se asa uno.
—¿No trabaja hoy, abogado? —preguntó Corvu.
Ajello apartó la idea con un gesto de fastidio.
—Yo trabajo de noche, como saben. Pero anoche me quedé en casa, de modo que esta mañana Fabio y yo, a las siete, ya estábamos en el primer green.
Balistreri miraba de reojo al chico, que parecía completamente abstraído jugueteando con una PDA nuevecita.
—¿A qué debo esta visita? ¿Han encontrado ya al motorista? —preguntó Ajello encendiendo un cigarrillo.
—¿Quiere hablar delante de su hijo? —preguntó Balistreri.
—No hay problema. Fabio es un adulto y no tenemos secretos.
—De acuerdo. Hablemos de Ornella Corona.
Ajello meneó la cabeza con aire consternado mientras Fabio dejaba la PDA para mirar a Balistreri por primera vez. En sus ojos se leía todo el desprecio de un muchacho hacia un adulto tan alejado de sus modelos triunfadores: un empleaducho del Estado, mal vestido, sin afeitar.
—Vivimos en un país absurdo —dijo Ajello—, toleramos a esos delincuentes que campan a sus anchas, violando y matando...
—Me gustaría saber cuándo vio por última vez a la señora Corona —preguntó secamente Balistreri, molesto con esa arenga.
Ajello dejó de sonreír. Se miró las largas manos bronceadas, recién pasadas por la manicura, como si hubiese encontrado un pequeño defecto.
—¿Y cuál se supone que es la importancia de esta pregunta para la investigación? —preguntó con tono irónico.
—La de circunscribir al máximo los movimientos de la señora Corona la noche en que la mataron. Sabemos con certeza que estuvo tomando el sol en el balneario hasta el atardecer. Se marchó sola y suponemos que volvió directamente a su casa. Hemos encontrado un plato con restos de ensalada y un vaso con restos de vino. Luego, antes de que la mataran, hacia la medianoche...
Ajello levantó la mano para detenerle.
—Fabio —dijo, dirigiéndose a su hijo—, ¿quieres pasarte por el Proshop para ver si han llegado las bolsas nuevas?
La rubia montaña de músculos se levantó. Balistreri notó sobre sí una mirada entre amenazadora y burlona.
—Por favor, continúe —dijo amablemente Ajello.
—Antes de su muerte tuvo una relación sexual consentida —concluyó Balistreri.
—¿Quiere saber si fue conmigo? Sigo sin ver la importancia...
—Si usted estaba allí podría haber visto u oído algo.
—O podría haberla matado.
—Depende de su coartada.
—A esa hora debía de estar conduciendo, iba al Bella Blu. Llegué a eso de las doce de la noche, creo.
—Entonces me temo que no es una verdadera coartada, a menos que saliera de su casa directamente, aunque como usted sabe el testimonio del cónyuge tiene poco valor.
—No había salido de mi casa —dijo Ajello tranquilamente—, sino de Ostia; había estado con Ornella Corona.
Corvu y Balistreri se miraron.
—Naturalmente —añadió Ajello—, Ornella estaba viva cuando me marché, hacia las once y media.
—¿Y vio a alguien en las inmediaciones del chalet cuando salió? —preguntó Corvu.
—En absoluto —contestó enseguida Ajello.
—Piénselo bien —insistió Balistreri.
Una pequeña sombra en el rostro impecable del abogado.
—No vi a nadie. Pero tenía la capota del coche abierta. Y oí una voz, alguien que hablaba alto por el móvil, en rumano, creo.
—¿Reconocería la voz de Marius Hagi? —dejó caer Balistreri como quien no quiere la cosa.
Una pausa más larga. Ajello se tomó su tiempo, encendió un cigarrillo. Miró de soslayo a Balistreri.
—Conozco ese nombre —murmuró indeciso—, pero ahora no consigo ubicarlo...
—El marido de Alina Hagi, la mejor amiga de Anna Rossi —dijo Corvu.
Balistreri pensó que Ajello podría ser un estupendo jugador de póquer. Pero no un fuera de serie como Angelo Dioguardi. Algo cruzó inevitablemente por su cara. Miedo, rabia, culpa. Era difícil precisarlo.
—Anna Rossi —dijo luego con una sonrisa, reponiéndose—. Caramba, sí que han pasado años. Alina Hagi, claro que la recuerdo. Pero a ese marido suyo, Mario...
—Marius —le corrigió Corvu, que quería ponerle nervioso.
—Marius Hagi. Sí, le habré visto un par de veces. Pero no me acuerdo de él, no le he vuelto a ver. Después de licenciarme no volví a tratar a la gente de la parroquia de San Valente, trabajaba para...
—El conde Tommaso dei Banchi di Aglieno —se le adelantó Corvu.
—¿Cómo lo saben? —preguntó Ajello, sorprendido.
—Nos lo dijo el propio conde. Fuimos a preguntarle acerca de ese Marius Hagi y salió a relucir su nombre.
Ajello se daba cuenta de la coincidencia, pero había decidido hacer como si nada.
—Y también nos habló de Valerio Bona —añadió Corvu.
—¡Valerio Bona! Mi gran timonel.
—Valerio Bona trabajaba en San Valente con el padre Paul para el cardenal Alessandrini.
Ajello escuchó en silencio las informaciones. No parecía sorprendido ni turbado.
Balistreri decidió que era el momento de llegar al fondo del asunto.
—Hubo un grave crimen en aquel período, ¿se acuerda?
Ajello sostuvo su mirada.
—Elisa Sordi, pobre pequeña —dijo rápidamente.
El tono intrigó a Balistreri.
—¿La conocía?
Ajello negó con la cabeza.
—Apenas, de vista. Yo no iba nunca a via della Camilluccia. Pero una vez Valerio me la presentó, tomamos un café juntos...
Balistreri vio que Fabio estaba volviendo. Miró a Ajello.
—¿Recuerda dónde estaba el día en que murió Elisa Sordi?
Ajello le devolvió una mirada irónica.
—¿Otra pregunta pertinente, comisario Balistreri? Bueno, si hubiera sido un día cualquiera no me acordaría. Pero se jugaba la final del mundial de España. Usted también la vería, ¿no?
Era difícil decir si había ironía en esa pregunta.
—El caso es que estuve toda la tarde embarcado, y a las siete y media estaba en el club de vela para ver el partido con unos amigos. Y luego, naturalmente, fui al Coliseo a celebrarlo.
Ajello le miraba divertido.
—Usted también lo celebraría esa noche, Balistreri, ¿o no?
Esta vez el mensaje era mucho más claro.
Tarde
Era la hora de comer. Las tormentas de verano siempre estallan cuando hace más calor. Los truenos y los relámpagos acompañaron su regreso a la oficina, mientras cientos de turistas en camiseta y pantalón corto buscaban refugio en los bares y las estaciones de metro.
Empezó a llover fuerte justo cuando Corvu estaba aparcando. Era la primera lluvia desde el comienzo de julio. Balistreri decidió aprovechar para dar un paseo reconfortante por las calles del centro, entonces desierto. Mandó a Corvu a la oficina y caminó hacia el Tíber bajo el aguacero.
«R E V I. ¿Una falsa pista o una clave? Solo las letras pueden relacionar a Samantha, Nadia, Selina y Ornella. Pero el Hombre Invisible quiere que las relacionemos nosotros. Quiere disfrutar con nuestro miedo.»
Notaba cómo le corría por la espalda el agua que le entraba por el cuello abierto de la camisa. Absorto en sus pensamientos, de repente se encontró junto al Tíber. En la otra orilla estaba la casa de Linda Nardi.
«¿Cuándo murió Alina?»
Una pregunta absurda. Linda Nardi podía averiguar fácilmente cuándo había muerto la mujer de Marius Hagi. Pero ¿qué importancia tenía?
Angelo Dioguardi y él habían pasado la noche del 11 de julio de 1982 viendo la victoria de Italia en la final del mundial. Aquel día mataron a Elisa Sordi, después de torturarla a base de golpes, cortes y quemaduras de cigarrillo.
La mente de Balistreri había rechazado las analogías desde el primer momento en que entró en escena la parroquia de San Valente. Pero las había. Una joven golpeada y maltratada aunque no violada, luego estrangulada y arrojada al Tíber. Pero sin marca.
«¿No tenía? ¿Estás seguro, Balistreri? ¿Te acuerdas de lo distraído que eras?»
Se apoyó en la balaustrada. La superficie gris del río fluía despacio, azotada por la lluvia. El cuerpo de Elisa había permanecido varios días en el agua. El agua y las ratas se cebaron con él. Recordó con una mueca la foto de la autopsia. Moratones, quemaduras, mordiscos, ninguna incisión.
«¿Mordiscos? El forense había observado una cicatriz semicircular en lo que quedaba del pecho izquierdo. Posible causa: mordisco, corte, arañazo. Corte.»
Estaba empapado, solo, inquieto, extenuado. Los ojos le quemaban, caminaba vacilante a causa del sueño. Miró hacia San Pedro, hacia la casa de Linda Nardi. Con un mal presentimiento dio la espalda al Tíber.
Cuando llegó a la oficina sin haber comido ya eran las tres.
Corvu y Piccolo se ahorraron los comentarios sobre su estado. La ropa empapada, la barba sin afeitar, los zapatos llenos de barro. Si no le hubieran conocido, los agentes de guardia le habrían echado con malos modos confundiéndole con un vagabundo.
—Hay novedades importantes —anunció Piccolo.
—Dos novedades —precisó Corvu.
—Mastroianni ha vuelto de Rumanía. A través de un amigo mío ha podido acceder a los archivos secretos abiertos tras la muerte de Ceaucescu. Los dos homicidios por los que procesaron a Mircea y Greg eran de dos empleados jubilados del Ministerio del Interior, policía secreta. Un historial espléndido. Entre otras cosas, habían eliminado al hermano de Marius Hagi.
«Un hombre que no perdona. También Alina debió de descubrirlo.»
—Muy buena información —dijo Balistreri—. No está directamente relacionada con nuestra investigación, pero...
—La segunda información sí que lo está —intervino Piccolo.
Estaba radiante. Así que había podido echar el guante a Colajacono, por lo menos en el recuerdo.
—Después de la reunión de hoy con Pasquali le he pedido a Rudi que pensara en cualquier cosa extraña que hubiese hecho o dicho Hagi la mañana del 29 de diciembre, cuando yo fui a la comisaría de Torre Spaccata y hablé con Colajacono. Rudi ha recordado que esa mañana Hagi estaba terminando una conversación telefónica cuando él entró en la sala de billares para llevarle café. Solo oyó la frase final, pero creo que es suficiente.
Piccolo hizo una pausa. Balistreri se impacientó.
—Está bien, Piccolo. ¿Qué dijo Hagi?
—Dijo: «Olvídate, esos solo son los basureros del paraíso».
Se encerró en su despacho. Pensaba en Marius Hagi. ¿Qué estaría haciendo en el que iba a ser su último día de libertad? Al día siguiente Pasquali lo mandaría detener a costa de fabricar otras pruebas además de las evidentes que iban saliendo por todas partes. Con el estómago vacío se tomó dos cervezas y un whisky doble y fumó cuatro cigarrillos.
Puso al máximo el aire acondicionado y cerró las persianas para protegerse de la tarde abrasadora. Luego encendió la lámpara de pie y se la acercó al sofá, junto con los tres expedientes. El primero contenía los interrogatorios de los tres gitanos que habían torturado y matado a Samantha. El segundo los de Vasile, presunto violador y asesino de Nadia. Tardó más de dos horas en releerlo todo.
Luego cogió la lupa y abrió el tercer expediente con el informe de la autopsia de Elisa Sordi. Todavía recordaba, veinticuatro años después. Foto número 43. Costra cicatrizal semicircular reciente en seno izquierdo, interrumpida bruscamente por la falta de un trozo de seno. Posibles causas: mordedura de arcada dental superior humana, corte o rasguño producido por ramas o hierros en el río.
«La verdad es que fue una mierda de investigación, un cúmulo de vaguedades, superficialidades e incoherencias. Un ejemplo de manual de los errores que no deben cometerse.»
No necesitó la lupa para descartar la hipótesis del corte o rasguño accidental. El trazo de curva en lo que quedaba de seno era continuo y regular, un cuarto de círculo. ¿Arcada dental superior? Podía corresponder a los incisivos centrales y laterales y a los caninos. Usó la lupa para verlo mejor. No era un tramo de elipse, era un tramo de círculo. Un trozo de la letra O. Ciertamente, ningún forense habría podido jurar que era una incisión. La incisión de una O.
«Pero ahora sabemos muchas cosas que no sabíamos en 1982. Cuatro mujeres jóvenes asesinadas: R E V I. Y quizá una O. Quizá la misma mano, la del Hombre Invisible.»
Trabajó hasta tarde, resistiendo el sueño y el hambre. Llamó a Corvu y a Piccolo. Juntos releyeron el expediente de Elisa Sordi tres veces. El trabajo que él habría tenido que hacer muchos años atrás. Todos los detalles, todas las coartadas. Pero ahora se añadían personajes nuevos: Hagi, Ajello. Y hechos nuevos.
Al final Corvu anotó en un papel: «Comprobar coartadas de estas personas en todos los crímenes».
Pasquali y Floris se habrían quedado atónitos al leer algunos de esos nombres y luego se habrían opuesto. Pero Balistreri no tenía la menor intención de pedirles permiso.
Noche
Al final de la jornada Corvu se ofreció a acompañarle en coche.
—Está cansado, señor, y es tarde. Mañana será un día duro, con los interrogatorios de los gitanos y la detención de Hagi.
—Tranquilo, Corvu. Necesito caminar solo un poco más.
En vez de ir hacia su casa se dirigió de nuevo a las orillas del Tíber, repletas de una juventud alborotada y vocinglera. No sabía adónde ir, al menos conscientemente. Hacía un calor húmedo agobiante, avanzaba con paso cansino fumando un cigarrillo tras otro.
Fueron sus pensamientos los que llevaron sus pasos al otro lado del puente sobre el río, adonde no debería haber ido, hasta la calle donde vivía Linda Nardi. Y fue el destino el que decidió por él. Unos segundos más o menos lo habrían cambiado todo. Pero el destino le llevó a doblar la esquina en el preciso momento en que Linda Nardi entraba en el portal de su casa seguida de Angelo Dioguardi, que le rodeaba con un brazo los hombros.
Decidió tratar de dormir en el despacho con el aire acondicionado. Volvió allí a medianoche; había muy pocos agentes y ninguno en su planta. En el escritorio de Margherita todavía estaba el vaso con la flor, completamente marchita. Ahora sabía con certeza que esa flor siempre había estado destinada a morir.
Se puso cómodo, sin chaqueta ni zapatos. Apagó todas las luces y puso el aire acondicionado al máximo. Se sirvió un whisky, encendió un cigarrillo. Fue al baño. Tiró por el retrete todas las medicinas: primero los antiácidos, luego los antidepresivos.
Se sentía más tranquilo ahora que tenía algunas respuestas. Angelo y Linda. Dos adultos niños. Tan insensibles como solo pueden serlo los niños. Tan hábiles para esconderse como solo pueden serlo los adultos. Traidores como aquellos otros dos, treinta y seis años antes.