Domingo, 11 de julio de 1982
Desde hacía casi quince días no pegaba ojo. El campeonato del mundo de fútbol que estaba finalizando en España había alterado el ritmo de vida de todos los italianos. Tras un comienzo difícil, Argentina, Brasil y Polonia habían caído casi inexplicablemente frente a la selección nacional «Azzurra». Noches inolvidables de juerga seguidas por partidas de póquer con Angelo, Alberto y otros amigos, que para mí concluían por lo general en la cama con alguna chica, diferente cada vez.
Era el día de la final contra los alemanes, y Roma cayó presa de un delirio de triunfo contenido pero a punto de explotar. Todas las banderas tricolores se habían agotado. Quien no había conseguido comprar una a tiempo había colgado en el balcón tres toallas, para simular el estandarte nacional. Después se acabaron las toallas en las tiendas, y los desesperados rezagados pintaron las sábanas.
Ya nadie tenía ninguna duda de que esa tarde Italia ganaría el mundial. Roma se despertó más plácida que de costumbre bajo un cielo despejado, como si los romanos quisieran acumular el máximo de energía para jugarse su final contra Alemania. También el acostumbrado flujo dominical a las playas era muy reducido, por el temor a quedarse bloqueados en los embotellamientos de regreso y no estar delante del televisor a las ocho y media en punto.
Yo aproveché para quedarme en la comisaría tranquilamente firmando papeles. No es que hubiera mucho que hacer, pero quería estar seguro de no tener ningún estorbo por la tarde. Angelo llamó poco antes de comer, nada más volver con Paola de misa.
—Te he organizado una gran noche, comisario Balistreri.
—Si organizas las noches de la misma forma que los ficheros en tu despacho, tengo mis dudas. En fin, soy todo oídos.
—Vamos todos a casa de Paola para ver el partido, viene incluso tu hermano Alberto con su novia alemana, así le tomaremos un poco el pelo. Durante el partido comemos y bebemos, y cuando acabe, Paola y los demás se irán a armar jaleo por las calles...
—Perdona, Angelo, ¿y si perdemos?
Ya sabía la respuesta.
—Eso es imposible, Michele, no entra para nada en los planes.
—De acuerdo. Entonces ganamos, ¿y después?
—Después nos quedamos tú, Alberto, un colega suyo y yo, y nos jugamos un buen póquer. Cuando los demás vuelvan de las celebraciones, tú podrás llevarte a una de las chicas, todas tendrán ganas de continuar la fiesta.
—Está bien, Angelo. Pero hoy no pienso sacar el Duetto a la calle con todo el follón. Ven tú a recogerme a la comisaría con tu tartana. Acabo de currar a las cinco.
—No sé si podré; me ha llamado el padre Paul, tengo un pequeño lío y debo pasar por el despacho hacia las cinco y media.
—Joder, en domingo. ¿Debes encontrarle un picadero a ese falso cura yanqui?
—No seas blasfemo, Michele. Debo ir a ver al cardenal Alessandrini, ha llegado gente que no esperábamos. También he tenido que llamar a Elisa, que está allí trabajando.
De pronto, mi hostilidad ante la idea se transformó en entusiasmo. No había vuelto a ver a la diosa, pero me acordaba muy bien de ella.
—Entonces te acompaño, así me disculpo por lo de la otra vez.
¿Bromeaba? ¿Hablaba en serio? Ni siquiera yo mismo lo sabía.
—No subiremos a ver a Elisa, solo seríamos un estorbo para ella. Tan solo debo controlar con el cardenal la distribución de los alojamientos.
—Está bien, Angelo, eso quiere decir que entonces subiré yo solo a saludar a Elisa. Tú pásame a recoger por aquí a las cinco.
La velada se presentaba interesante. En casa de Paola siempre había chicas guapas de la Roma bien, mi clientela ideal. Euforia en caso de victoria, más mi atractivo tenebroso, igual a resultado garantizado.
Bajé al bar de la plaza que había delante de la comisaría. La calle estaba completamente desierta. En cambio dentro, al fresco del aire acondicionado, había un montón de gente que no tenía otra cosa que hacer más que parlotear del partido. Pedí un bocadillo y una cerveza mientras oía varias conversaciones cruzadas. Ninguna duda sobre la victoria; con nosotros, los alemanes perdían siempre.
—También en la guerra les dimos por culo a esos teutones nazis —gritó un melenudo con un tatuaje de una hoz y un martillo en el dorso de su mugrienta mano, en medio de un grupo de otros melenudos.
Se estaban pasando un par de cigarrillos con un olor inequívoco.
Miré la hora, me quedaba algo de tiempo. Y tenía ganas. Iba vestido de paisano, así que saqué la placa. Esperé a que el porro le llegara al tatuado y me acerqué.
Le mostré la placa y le quité el porro de los dedos.
—Está detenido por consumo de sustancias estupefacientes —le anuncié.
Me miró desconcertado.
—Pero ¿qué coño dices, madero?
—Y también por ultraje a la autoridad. Tenga a bien seguirme a la comisaría de enfrente.
Usé adrede el lenguaje policial burocrático que ellos tanto odiaban. El melenudo me posó su asquerosa mano en el hombro.
El dueño del bar, como era de esperar, salió a pedir auxilio a los agentes que hacían guardia delante de la comisaría. Tenía poco tiempo para lo que quería hacer.
—Quíteme de inmediato la mano de encima o tendré que añadir agresión a la autoridad a los delitos de los que se le acusa en el procedimiento en curso —le amenacé, intentando no reírme por las gilipolleces que estaba diciendo.
El tono y los términos le llevaron finalmente a hacer lo que yo quería: me dio un empujón y caí como una hoja.
Esta fue la escena que presenciaron mis colegas al entrar. El melenudo no vería el partido esa noche, ni siquiera desde la cárcel de Regina Coeli. Había conseguido que diera con sus huesos en una celda, donde pasaría una noche muy agitada.
Al volver al despacho di instrucciones a los agentes. Podían ver el partido en el televisor que se habían traído. Me lo agradecieron mucho, pero les aclaré que a cambio no debían darme la lata después de las ocho de la tarde bajo ningún concepto. Lo recalqué. Bajo ningún concepto.
—¿Y si alguien se sube al tejado del edificio de enfrente y quiere tirarse? —ironizó uno de los agentes.
—Le decís que se tire mañana.
Comprendieron por el tono que no bromeaba.
Después de las cuatro había acabado incluso con el papeleo más inútil, y me puse a pensar en Elisa Sordi, la diosa. Más sola que la una en aquel despacho, un domingo por la tarde, en una ciudad desierta. Tuve la tentación de no esperar a Angelo y de irme solo a via della Camilluccia. Pero la chica tenía mucho que hacer y mi primer encuentro desafortunado con ella aconsejaba prudencia.
Mi mente retorcida encontró una vía indirecta. A las cinco menos diez llamé al despacho de Angelo.
La voz tímida que tan bien conocía respondió al segundo tono.
—Soy el comisario Michele Balistreri, nos conocemos.
Ella no dijo nada y yo continué.
—Estoy esperando al señor Dioguardi, que debe venir a buscarme a la comisaría. ¿Está en la oficina con usted?
—No, hoy no ha aparecido por aquí. Vendrá más tarde si lo necesita. ¿Debo darle algún recado, señor comisario?
Aquel «señor comisario» me enternecía y tranquilizaba. A pesar de la metedura de pata me seguía respetando. O me temía, lo que habría sido incluso mejor.
—No, gracias, tal vez pase con el señor Dioguardi más tarde.
Ella no dijo nada y yo colgué sin despedirme.
Me sentía un poco violento con Angelo por esa llamada de teléfono. Para curarme en salud, llamé a casa de Paola. Respondió ella.
—Te lo paso, Michele. Nos acabamos de despertar y ya iba a salir para ir a buscarte.
—Vale, nos vemos luego.
—Michele, ¿qué ocurre?
Su tono era de preocupación.
—Nada, Angelo, quería asegurarme de que no te habías olvidado de pasar a buscarme. He llamado a tu oficina pensando que estarías allí; lo ha cogido Elisa.
Permaneció un momento en silencio, perplejo.
—¿Seguro que me buscabas a mí en la oficina? En fin, dentro de cinco minutos bajo y dentro de otros cinco estoy allí.
Llegó a los diez minutos, cuando apenas acababan de dar las cinco. Había abierto la capota del viejo Cinquecento; hacía un calor espantoso y dentro apestaba a sudor, cerveza y Gitanes.
Llegamos a via della Camilluccia en pocos minutos. No se veía a nadie. La calle estaba tranquila, silenciosa, sombreada por sus magníficos árboles.
—Voy a echarme un pitillo antes de subir —dijo Angelo.
Nos acercamos a la verja verde con los cigarrillos encendidos. La portera nos miró con cara de pocos amigos, pero nos quedamos fumando fuera.
—¿Qué hace aquí, señora Gina? Hoy es domingo —le preguntó Angelo.
—Estoy preparando las maletas, me voy esta noche.
—¿Y no va a ver el partido?
—Me importa un bledo el partido, estáis todos locos. Yo esta noche salgo para la India.
—¿La India? ¿Y qué va a hacer allí? —pregunté sorprendido.
Gina me miró con aire reprobatorio.
—Jovencito, sé que le parecerá extraño, pero hago dos semanas de voluntariado todos los años. El cardenal Alessandrini es quien organiza el viaje, así puedo contarle después cómo van las cosas por allí.
—¿Ha visto a Elisa? —le preguntó Angelo, también para evitar algún comentario mío fuera de lugar.
—Elisa está arrimando el hombro arriba en el despacho desde esta mañana, pobre hija. Solo ha bajado a almorzar, la he visto cuando volvía con Valerio. Hace media hora me ha llamado por el interfono y he pasado por su despacho para recoger el trabajo que había que llevar al cardenal Alessandrini.
—Gracias, señora Gina —dijo Angelo—. Vamos a subir al despacho del cardenal para ver si todo está bien, así Elisa podrá irse a casa.
—Yo no quiero arriesgarme a que me detengan, te espero aquí, Angelo.
Me lanzó una mirada admonitoria.
—Te estaré observando desde la terraza del cardenal, así que no hagas estupideces.
En efecto, la terraza del edificio B, aunque lejana, era bien visible desde la verja. Y viceversa. ¡Qué putada!
—Juro que no me moveré de aquí —prometí cruzando los dedos.
Angelo se fue y me quedé solo con la señora Gina. Yo, en un lado de la verja fumando; ella, en el otro, limpiando las ventanas de la garita para dejarla bien lustrosa antes de irse. Se ablandó un poco.
—Siento lo del tabaco, pero el conde es un fanático prepotente y su hijo es peor que él.
El conde Tommaso dei Banchi di Aglieno no gozaba ciertamente de las simpatías de la severa portera. Y mucho menos aquel chiquillo cretino de los prismáticos.
Miré hacia la terraza del edificio A. Un reflejo fugaz, después nada. Manfredi estaba tímido ese día.
Angelo apareció en la terraza del edificio B, junto a Alessandrini. Me hicieron grandes señas y desaparecieron dentro. Sonó el interfono en la portería.
—El cardenal le pide que suba —me dijo Gina—. Yo me despido de usted, voy a misa antes de marcharme.
Aquel maldito cura, como si me interesara su rollo. Con todo, estaba a punto de decidirme a probar suerte con Elisa cuando un coche azul se acercó a la verja. El chófer se apresuró a abrir la puerta de atrás al conde Tommaso dei Banchi di Aglieno mientras la señora Gina le abría la puerta peatonal.
Me lo encontré justo delante, impecablemente vestido y sin una gota de sudor a pesar del fuerte calor.
—Me han dicho que es usted amigo de Dioguardi y que es comisario de policía. ¿Está aquí en misión oficial?
Di por descontado que bromeaba y solté una risita estúpida. El conde me miró como si fuera idiota. Sin añadir nada más, me volvió la espalda y se dirigió hacia la entrada de su edificio. Me quedé mirándolo, irritado conmigo mismo por haberme sentido intimidado. Una sensación desagradable a la que no estaba en absoluto acostumbrado.
Después me encaminé hacia el edificio B, sin saber muy bien qué hacer. Estaba a punto de volver a perderme entre la pista de tenis y la piscina cuando, de nuevo, me encontré con el padre Paul, al igual que la primera vez.
—Comisario, el cardenal espera usted.
Esta vez estaba serio, no tenía la sonrisa de siempre. Parecía tenso, con los ojos azules inquietos sobre las pecas y el cabello pelirrojo alborotado. Para hacerse entender había utilizado incluso un verbo.
—¿Verá también el partido esta noche, Paul?
Se lo pregunté más que nada para ganar tiempo, estaba manteniendo una pequeña guerra interna conmigo mismo.
—Sí, en San Valente, con los niños. Yo ahora tarde.
Y se fue sin ni siquiera despedirse.
Me detuve a mirar la ventana de la diosa. Era la única que estaba abierta, con la flor en el alféizar, que la muchacha debía de haber sacado fuera cuando el sol ya no daba a la ventana. No sabía qué hacer, me quedé un par de minutos contemplándola, indeciso.
Después me dirigí hasta el ascensor y me quedé mirando fijamente los botones con el número 2 y el número 3.
Angelo me esperaba en el descansillo del cardenal. Cruzamos en silencio el gran salón desierto hasta llegar a los aposentos privados de Alessandrini. El cardenal estaba allí, vestido de rojo. Sentado detrás de un escritorio, hojeaba el trabajo de Elisa que le había llevado la señora Gina. Con esa ropa y en esa estancia producía una impresión diferente. No solo era un cura enérgico e inteligente. Era alguien que tenía poder y que cada vez tendría más. Y Angelo parecía preocupado; debía de haber tenido algún problema con él, tal vez un trabajo poco satisfactorio.
—Comisario Balistreri, ¿no quería subir a saludarme? —me recibió.
El tono era cordial, pero se notaba que algo no iba bien.
Angelo había salido a la terraza; le vi fumar mientras hojeaba nervioso unos papeles.
—No quería molestar. Sé que usted y Angelo tienen temas urgentes que tratar. ¿Algún problema?
Alessandrini señaló la silla que tenía delante.
—Nada que les haga quedarse sin el partido. Le invito a una limonada mientras su amigo sale del aprieto.
Seguramente se trataba de un problema relacionado con los alojamientos que Angelo y Elisa no habían resuelto. Aquel amable hombre vestido de rojo debía de ser también muy duro cuando se lo proponía.
El cardenal abrió un pequeño frigorífico y me sirvió un vaso de limonada fría.
—Usted es joven, señor Balistreri. Pero con mucha experiencia. Sé que ha hecho bastantes cosas...
Lo dijo exactamente así, confirmándome que tenía un expediente muy completo sobre mí.
—He hecho algunas estupideces y algunas cosas bien, como todo el mundo.
—Lo importante es aprender de los errores. También el Übermensch de su querido Nietzsche desfilará ante Dios ese día...
Bueno, yo había cometido uno grave hacía doce años. Un pecado mortal. Pero no tenía intención alguna de hablar de ello con el cardenal Alessandrini.
—Veo que al menos ahí se puede fumar —dije señalando la terraza para cambiar de tema.
—Obviamente, el Vaticano está fuera de la «jurisdicción» del conde; puede ir con Angelo si quiere —bromeó.
Afable, irónico. Pero se hallaba un poco ausente, como si estuviera dándole vueltas a algo.
Salí, y mientras mi amigo trabajaba me fumé dos cigarrillos seguidos.
Después sonó el teléfono en el estudio y, mientras el cardenal respondía, pregunté a Angelo para cuánto tiempo tenía todavía.
—Casi he acabado —masculló.
Estaba serio, pensativo. Maldije a Alessandrini y a su poder sobre mi amigo. No me gustaba verlo preocupado a causa de su curajefe. No me gustaba que Angelo estuviera tan sometido a aquel cura.
La conversación telefónica del cardenal fue breve, finalizada con un simple:
—Nos vemos allí a las siete menos cuarto.
Angelo entró y entregó al cardenal unos papeles.
—Ya está todo arreglado, eminencia; le dejo en el escritorio la distribución definitiva de los alojamientos, así mañana por la mañana podrá darme el visto bueno antes de que lleguen los huéspedes. En cuanto a la otra cuestión, haré todo lo que esté en mi mano...
—No lo dudo. ¿Qué tal si nos vamos? Son las seis y diez y yo debo ir al Vaticano. Y creo que ustedes tienen planes para esta noche.
—¿No va a ver el partido, eminencia? —pregunté.
—Yo también soy de carne y hueso, señor Balistreri. Trataré de volver para las ocho y media.
Bajamos en el ascensor. Dirigí una última mirada fugaz a la ventana abierta de la segunda planta. Tenía que dejar de pensar en ella.
La señora Gina no estaba, se había ido ya a misa. El cardenal se despidió de nosotros a toda prisa y se montó en un taxi que ya estaba esperándole delante de la verja.
Estábamos subiendo al Cinquecento cuando vimos salir del edificio A al conde junto a una mujer mucho más joven que él y a un chico alto de brazos musculosos asomando bajo una camiseta roja que llevaba puesto un casco integral de motorista. Como de costumbre, la Harley Davidson estaba junto al Aston Martin. El conde posó una mano firme sobre el hombro del chico y accionó la barrera con el mando a distancia. Después salieron, él y Ulla en el coche de James Bond y el chico en la moto de Easy Rider.
Cuando llegamos a casa de Paola había ya mucha gente. Angelo se metió enseguida en la cocina, era uno de los cocineros; yo me ofrecí a poner la mesa grande delante del televisor. Después me dediqué a ayudar a Paola, que recibía a los invitados mientras Angelo cocinaba. Así podía examinar la calidad de las chicas ya en la entrada. Mi hermano Alberto llegó con la elegante joven alemana que después se convertiría en su mujer. De vez en cuando yo entraba en la cocina y veía a Angelo cada vez más sudoroso entre fogones y copas de vino. Estaba muy concentrado en preparar los macarrones all’arrabbiata junto a Cristiana, de largos cabellos pelirrojos, bajita, con grandes tetas y unos vaqueros que enmarcaban un trasero considerable. A partir de ese momento intensifiqué las visitas a la cocina, hasta que al final me quedé allí charlando con Cristiana.
A las ocho unas cincuenta personas abarrotaban ya la casa. Por las ventanas abiertas entraba todavía el calor abrasador de la tarde. Desde los edificios cercanos llegaban las carcajadas de grupos de amigos reunidos para el acontecimiento. Eché una ojeada a la calle. Completamente desierta.
En la casa reinaba un ambiente festivo. Tras varias copas de vino blanco, me enfrasqué con Cristiana en atrevidas disquisiciones sobre lo diferente que sería tener relaciones sexuales como ganadores o como perdedores.
—Eres un bobo simpático pero peligroso, Michele. Paola me ha aconsejado que me mantenga a distancia.
En realidad Paola era una buena amiga. Sabía muy bien que esa clase de consejos atraían a sus amigas como moscas a la miel.
—Ten cuidado, podría detenerte por ultraje a la autoridad.
Ella se rió.
—¿Y tendría que esposarme, señor comisario?
—Primero esposarla y después interrogarla a fondo. Y en el caso de que opusiera resistencia...
—Debería maltratarme bastante para hacerme hablar, señor comisario. Quizá incluso azotarme.
Dirigí una mirada explícita a su trasero.
—No siempre es eficaz como tortura, a algunas mujeres les gusta.
Se puso roja como un tomate, pero se rió. El plan de después del partido y del póquer estaba asegurado. Esa noche no tendría prácticamente que esforzarme. Por lo demás, con todos los cigarrillos y el alcohol que me estaba metiendo era mejor así. Me asomé a la cocina. Angelo, sudando como un cerdo y ya casi borracho, estaba dando los últimos toques a una magnífica ensalada de arroz tricolor.
Después empezó el partido. Acurrucado en el suelo entre las piernas de Cristiana, bebí, fumé y animé a Paolo Rossi.
El primer tiempo acabó con empate a cero. Trastornados por la tensión y por el terrible calor, los italianos salieron a las calles, a los balcones, a las terrazas, para relajarse y buscar un poco de aire fresco. Cuando sonó el teléfono, respondió Paola.
—Mi tío quiere hablar contigo —le dijo a Angelo con aire perplejo.
Vi formarse una arruga en la frente de Angelo mientras escuchaba al cardenal en medio del estruendo.
—Voy enseguida —farfulló al final, justo antes de colgar.
Tenía la voz pastosa por la borrachera. Cruzó conmigo una mirada preocupada.
—Angelo, ¿otra vez tienes problemas con esas putas casas?
Me miró aturdido.
—No encuentran a Elisa.
—¿Quién no encuentra a Elisa?
—Sus padres, están muy preocupados. Dicen que tenía que haber vuelto a casa para ver el partido con ellos y no ha llegado. Han ido a ver al cardenal.
Solté una carcajada.
—Qué gilipollez, seguramente estará viéndolo con unos amigos en alguna otra parte. La típica aprensión de los padres italianos.
Angelo negó con la cabeza.
—Elisa les habría avisado si hubiera cambiado de planes.
Yo estaba hasta los huevos.
—¡Joder, precisamente esta noche! Está bien, te acompaño. Vamos en el Cinquecento, así tranquilizaremos a esos dos viejos coñazos y volveremos para la segunda parte.
Estaba realmente contrariado por esa historia, pero tardaríamos poquísimo dado que no había ni un solo coche por las calles y no podía dejarle ir solo en aquel estado.
Los dos estábamos borrachos. Conduje yo y llegamos a via della Camilluccia en cinco minutos. Vi el Aston Martin aparcado junto a la Harley Davidson. Desde la terraza iluminada del edificio A llegaban los ecos de una fiesta. El conde tenía invitados para ver el partido.
El cardenal y los padres de Elisa nos esperaban junto a la gran fuente. Amedeo y Giovanna Sordi tenían poco más de cincuenta años, Elisa era su única hija. El padre era un hombre alto, esquelético, con el pelo ya cano. Elisa había heredado de él el porte y la altura. En cambio, había heredado de su madre los ojos enormes y profundos. Unos ojos que nos miraban preocupados.
—No sabe cuánto lo lamentamos, don Angelo; precisamente esta noche.
La que hablaba era la madre, el padre se mantenía un poco aparte. Me llamó la atención que utilizara el término «don» para dirigirse a Angelo. Los pobres siempre respetan demasiado a quien manda y por eso siguen siendo pobres.
El cardenal se dirigió a Angelo.
—¿Has visto o sabido algo de Elisa después de que nos despidiéramos esta tarde?
Angelo se tambaleaba un poco, con las mejillas encendidas. Aun así consiguió mascullar una respuesta sensata.
—No, le dije que si no me pasaba antes de las seis y media quería decir que el trabajo estaba bien y podía irse a casa.
—Yo he hablado por teléfono con ella varias veces en el día de hoy —dijo la madre—. La he llamado a la oficina incluso poco después de las cinco. Me ha dicho también que don Angelo iba a ver al cardenal y que si no había problemas volvería a casa sobre las siete y media. Cuando he visto que no llegaba he empezado a preocuparme, he pensado que habría tenido algún contratiempo en la oficina y no he querido molestarla, por eso no la he vuelto a llamar.
Miró a su marido con aire protector.
—Amedeo quería venir a buscarla en el coche, pero Elisa nunca quiere que se la moleste. A las ocho ya me he preocupado de verdad. He llamado aquí a la oficina, pero no respondía nadie. Y ahora no sabemos qué pensar...
—Soy amigo de Dioguardi y comisario de policía —intervine tratando de no arrastrar las palabras—. Quizá simplemente Elisa haya cambiado de idea y se haya ido a ver el partido con unos amigos.
Giovanna Sordi me miró detenidamente, algo confusa por mi aspecto poco tranquilizador, pero aliviada por el hecho de que fuera un policía.
—Pero nos habría llamado, señor comisario —dijo respetuosamente.
Los padres siempre se hacen la ilusión de saberlo todo. Esto fue lo que pensé, y también que estaba a punto de empezar la segunda parte. Adopté una actitud muy profesional.
—Tal vez haya ido a un local donde no hay teléfono. Debemos esperar al menos hasta el final del partido —dije con tono decidido.
Noté un ligero fastidio en el rostro del cardenal Alessandrini, pero no puso objeción alguna, ni tampoco los pobres padres.
—Hagamos lo siguiente —dijo el cardenal—: usted, don Amedeo, vuelva a su casa ahora que no hay tráfico. Si Elisa llama o regresa, avísenos. Su mujer se queda aquí conmigo hasta el final del partido. Después, si Elisa no ha llamado aún, el comisario Balistreri nos dirá lo que tenemos que hacer.
Yo estaba nervioso, pero no por Elisa Sordi, sino por la selección. Y también borracho. Conduje a toda velocidad hasta casa de Paola, mientras Angelo iba a mi lado con los ojos cerrados.
Acababa de empezar la segunda parte.
—¿Qué sucede? —me preguntó mi hermano Alberto cuando entramos en el cuarto de estar abarrotado de gente.
Como de costumbre era el único que se preocupaba.
—Nada grave. Una de las empleadas de Angelo no ha vuelto a casa; estará por ahí con sus amigos viendo el partido, pero sus padres están preocupados.
Alberto me lanzó una mirada reprobatoria, parecida a la del cardenal Alessandrini. Pero él tampoco puso objeción alguna.
Me acurruqué de nuevo entre las piernas de Cristiana, con el vino y los cigarrillos. Los tres goles de Italia provocaron otros tantos alborotos en todo el país. En el tercero la gente abandonó el televisor para lanzarse a las calles y salir a los balcones y las terrazas. El estrépito de los cláxones y las cornetas se sumaba a los estampidos de los fuegos artificiales.
Cuando sonó el pitido final del árbitro decenas de miles de personas estaban ya en la calle. En pocos minutos el tráfico estaba completamente colapsado, con la gente sentada incluso en los techos de los coches gritando de alegría, agitando banderas, tocando cornetas y tambores. Columnas de humo tricolor por doquier, la noche se teñía de blanco, rojo y verde.
En el estruendo ensordecedor sonó el teléfono. Mientras Angelo iba a cogerlo tuve un terrible presentimiento. Alberto me miró.
—Si no ha vuelto, id enseguida.
El tono era tranquilo, pero no admitía réplicas. Era el tono que utilizaba mi padre cuando yo era pequeño. «Debes aprender a ser más responsable, Mike.»
—El cardenal me ha dicho que debemos volver con las llaves de la oficina.
Angelo estaba ahora menos borracho y más preocupado.
Ya no era posible ir en coche por el follón que se había organizado en la calle, pero el complejo residencial quedaba bastante cerca, por lo que nos dirigimos hacia allí a pie en medio de la multitud festejante, empujados por todo el mundo y empujando a todo el mundo. Una situación absurda, en medio de la alegría más desenfrenada éramos dos briznas borrachas zarandeadas aquí y allá.
Tardamos veinte minutos. Yo estaba eufórico por la gran victoria y por el probable polvo con Cristiana. La inquietud por Elisa se insinuaba apenas, de forma intermitente.
El cardenal Alessandrini y la señora Giovanna nos esperaban. Ella cruzó conmigo una mirada esperanzada y fuimos enseguida al edificio B. La ventana de Elisa ahora permanecía cerrada, con la flor todavía en el alféizar. Alessandrini parecía muy tenso, Angelo estaba pálido. La puerta de la oficina tenía todos los cerrojos echados, como tenía que ser. Angelo abrió con mano temblorosa por la tensión y el alcohol. Les dije a todos que se quedaran fuera, pero el cardenal no estuvo de acuerdo.
—Usted es un civil, eminencia. Yo soy un policía. Debe quedarse fuera.
Él no me hizo caso y se dirigió a Angelo.
—Angelo, usted quédese aquí con la señora Giovanna.
Entró en la oficina sin ni siquiera mirarme. No dije nada, quería irme cuanto antes a jugar al póquer para después ocuparme de Cristiana.
Encendimos las luces. Todo estaba en perfecto orden. Las carpetas en sus cajas, las ventanas cerradas, ningún rastro de Elisa Sordi. Miramos entre los papeles de su escritorio para ver si había algo que indicara alguna cita. Nada. Encontramos la tarjeta de Elisa en su lugar, en el reloj de fichar de los empleados. Había sido la única que había ido aquel día. La salida estaba sellada a las dieciocho treinta.
Angelo volvió a cerrar con llave la oficina y Alessandrini me llevó aparte.
—Usted y Angelo están pasados de rosca —me dijo sin más preámbulos—, por lo que es mejor que vuelvan a casa. Ya me encargo yo de ir con la señora Giovanna a avisar a la policía.
Decidí que era una magnífica idea y opuse tan solo una débil protesta que el cardenal ni siquiera escuchó. Nos fuimos; entre otras cosas apestábamos a alcohol y a tabaco e incluso se me había escapado un eructo.
Cuando llegamos, mi hermano ya se había ido. Adiós póquer. Pero Cristiana volvió enseguida con Paola. La llevé al cuarto de invitados y cerré la puerta.
Ella se apoyó en la jamba, con las mejillas sonrosadas.
—Michele, tengo novio, trabaja en Milán. Me caso dentro de un año.
Me conocía muy bien esa historia. Michele Balistreri era la pequeña parte oscura de todas las mujeres, esa línea fronteriza que las chicas conocían, que temían y con la que soñaban, sin atreverse, no obstante, a acercarse demasiado. Comprendían enseguida que con Michele Balistreri se sobrepasaban los límites de la buena conducta, pero sabían que siempre podrían dar marcha atrás y volver a los mimos de un tipo tranquilizador como Angelo Dioguardi, el novio ideal, el compañero para toda la vida. Era muy divertido, era un placer corromper sus principios hasta conseguir que, además de la ropa, se quitaran la coraza protectora construida a lo largo de años de educación y autocontrol. Junto con las bragas me entregaban esa parte de sí mismas que intuían pero de la que se avergonzaban, que ningún novio había visto nunca antes ni ningún marido vería después. Nunca se enamoraban realmente de mí, por instinto de conservación. Pero cuando desaparecía, no me lo perdonaban. Me llevaba su rostro más secreto, aunque quizá fuera el único hombre que nunca las había engañado.
Le quité el cinturón de algodón de los vaqueros.
—No tengo esposas, usaré esto para atarte.
Ella me desabrochó el cinturón de cuero.
—Y si me niego a colaborar con la policía puedes utilizar esto para azotarme.
Sí, sería una gran noche. Me olvidé por completo de Elisa Sordi.