Domingo, 23 de julio de 2006
Mañana
Un teléfono móvil que sonaba en alguna parte le despertó en el sofá de Antonella. Era Corvu, le estaba esperando en el despacho, ya eran las ocho y media. Mientras se daba una ducha helada ella le preparó un café doble y unas tostadas. Fumó dos cigarrillos mientras tomaba el café.
—¿Ya no estás a dieta de cafeína y tabaco, Michele?
No había ningún reproche en su tono. Al contrario, parecía que Antonella lo aprobaba.
—También he tirado todas las medicinas por el váter, junto con algunas ideas viejas.
Ella sonrió.
—Solo te falta volver a empezar con el sexo. ¿O ya lo has hecho?
Le dio un beso suave en la boca y llamó a un taxi. Descubrió que Corvu, Piccolo y Mastroianni llevaban desde las seis de la mañana en la oficina reconstruyendo el caso desde el principio.
—He comprobado todas las coartadas posibles para la muerte de Elisa Sordi teniendo en cuenta las novedades. Me he permitido verificar también la de Angelo Dioguardi —dijo Corvu, casi disculpándose.
—Has hecho muy bien, Corvu. Te escucho.
—Veamos. Tenemos la certeza de que Elisa Sordi estaba viva a las diecisiete horas, cuando contestó a la llamada de su madre, una llamada que está registrada en la lista telefónica. Justo antes o justo después subió a verla la portera, que recogió el trabajo hecho por la chica y se lo llevó al cardenal Alessandrini. Luego se presentó Manfredi, o ya estaba allí cuando ella recibió la llamada de su madre. Permaneció unos veinte minutos, mientras el comisario Balistreri y Dioguardi llegaban a la verja de entrada y hablaban con Gina Giansanti. Manfredi todavía estaba dentro del despacho de Elisa cuando subió Angelo. Oyó que el cardenal en persona abría la puerta. Manfredi dejó a Elisa herida, si hemos de creerle. Cerró con llave, volvió a su casa y llamó al conde, que estaba en el Hotel Camilluccia, a cinco minutos de su casa, lo hemos comprobado. Luego se asomó a la terraza y con los prismáticos vio al comisario Balistreri hablando con la portera. Entró en su habitación, donde empezó a cortarse con la cuchilla de afeitar y a quejarse, despertando a su madre. Al poco tiempo llegó el conde, se tropezó con el comisario Balistreri, cruzó unas palabras con él y subió a su casa mientras Gina Giansanti se arreglaba para ir a misa. El comisario Balistreri se dirigió al edificio B y se encontró con el padre Paul, que salía en ese momento; luego subió en ascensor al tercer piso, donde le esperaban Angelo Dioguardi y el cardenal. El padre Paul salió a la vez que Gina Giansanti. Ella fue a misa y él a San Valente.
Corvu hizo una pausa para consultar sus meticulosos apuntes.
—Valerio Bona aprovechó la ausencia de la portera, que había salido con el padre Paul, y subió detrás del comisario Balistreri. Entró en el despacho de Elisa y la encontró muerta. A Valerio le pareció que estaba muerta. Manfredi jura que la dejó herida. Uno de los dos miente, o simplemente se equivoca.
»Las seis personas que quedaban en via della Camilluccia se pusieron en movimiento alrededor de las dieciocho horas. El comisario Balistreri, Dioguardi y el cardenal Alessandrini bajaron y vieron salir al conde y Ulla en coche y a Manfredi en moto. A partir de entonces sabemos con seguridad dónde están cinco de estas seis personas, sin ninguna duda. El comisario Balistreri y Angelo Dioguardi viendo el partido; el cardenal, Ulla y Manfredi en el Vaticano. El conde dice que fue a ver al ministro del Interior. En su momento la policía comprobó los registros, había entrado a las dieciocho cincuenta y salido a las diecinueve treinta y cinco.
—Corvu, quiero que te hagas con una copia íntegra de los registros del ministerio.
—Pero, señor Balistreri... —protestó Corvu débilmente.
—Tú sabes cómo hacerlo, Corvu. Hazlo. Y ahora pasemos al presente.
Balistreri señaló la pizarra donde habían escrito las letras en orden cronológico:
O (Elisa)
? (Ulla)
A (Alina)
R (Samantha)
E (Nadia)
? (Giovanna)
V (Selina)
I (Ornella)
? (Fiorella)
—Hay tres nombres con signo interrogativo —precisó Corvu.
—Podríamos seguir la indicación de Hagi para su mujer Alina —dijo Mastroianni—, donde no hay marca se pone la inicial del nombre de pila.
—Pues sí —dijo Corvu—, aunque tengo una duda sobre la última letra.
«Depende de la marca que encontremos», pensó, pero evitó decirlo.
—En ese orden tendríamos O U A R E G V I F. Pero la secuencia podría ser distinta —observó Piccolo.
—He leído muchos estudios sobre casos parecidos. El orden forma parte de esta manía y siempre es importante.
Balistreri se impacientó.
—Estas letras no me dicen nada.
Sin embargo, un recuerdo le bullía en la mente. Cobraba forma, fluctuaba, se desvanecía. Algo. Algo que había visto en alguna parte.
Pasaron a Piccolo.
—En cuanto a Valerio Bona, no hay dudas sobre su suicidio. Después del interrogatorio fue derecho a Ostia. Dos testigos le vieron embarcarse solo y zarpar de noche. En cuanto salió del puerto fondeó en una caleta tranquila. El barco estaba a quinientos metros de la orilla. Una patrulla de vigilancia costera lo avistó hacia las veintidós. Valerio Bona se había ahorcado de una cruceta del mástil. No hay duda de que lo hizo todo él solo.
Piccolo se concedió una pausa. Titubeaba.
—Dejó una nota —dijo por fin—. Es de su puño y letra, sin duda. ¿La leo?
Lanzó una mirada insegura a Balistreri.
—Vamos, Piccolo, léala.
La mujer miró el papelito y empezó a leer:
—«Entonces teníamos que decir la verdad, pero nos faltó valor. Encomiendo al Señor mi castigo».
—¿A quién va dirigida? —preguntó Balistreri.
—No lo pone —dijo Piccolo—. Pero hay más. Con el móvil de Valerio se hizo una sola llamada después de su interrogatorio. Hemos preguntado al operador telefónico y nos ha dado la información casi de inmediato. Es el número de la centralita del Vaticano.
Esta vez el asistente personal del cardenal Alessandrini fue inflexible. El cardenal estaba diciendo misa, después tenía que acompañar a la esposa de un jefe de Estado extranjero para una visita privada a la Capilla Sixtina y luego debía revisar el discurso para el Ángelus que el pontífice pronunciaría a mediodía en el Valle de Aosta, donde estaba de vacaciones.
Balistreri sabía que se había pasado de la raya, pero estaba decidido a forzar la situación. Una crisis entre el Estado italiano y el Vaticano valía mucho menos que la vida de Fiorella Romani.
Llamó a Floris a las nueve de la mañana, fue a verle y le explicó su plan. El jefe superior de policía le escuchó atentamente, entre incrédulo y aterrado. Al final le sonrió y le estrechó la mano.
Floris llamó directamente al ministro del Interior. El ministro se opuso, pero Floris le advirtió que Balistreri era un hombre incontrolable y que si no le hacían caso se pondría en contacto con Linda Nardi para organizar una rueda de prensa.
El ministro llamó al subsecretario de la presidencia del gobierno, notoriamente muy próximo a los círculos vaticanos. Solo la amenaza explícita de la conferencia de prensa, durante la cual Balistreri haría directamente responsable al cardenal de la muerte de Fiorella Romani, convenció al subsecretario de que llamase al cardenal Alessandrini. Se disculpó, dijo que Balistreri estaba fuera de control y le suspenderían lo antes posible, pero sugirió que la Iglesia, ya en entredicho por la defensa de los derechos de los gitanos, tratase de evitar más problemas. El cardenal Alessandrini le concedió a Balistreri media hora, a las diez en punto, en la Capilla Sixtina. Balistreri, aunque vivía desde hacía muchos años en Roma, no había estado nunca allí.
El asistente de Alessandrini estaba enojado y disgustado por el aspecto tan desaliñado de Balistreri. El cardenal llegó puntual, vestido con los paramentos cardenalicios. Así quedaba subrayada la distancia sideral entre ambos. Que él tenía pocos minutos para salvar.
El recibimiento fue muy frío.
—Pensaba que habíamos acabado con las confesiones recíprocas —dijo de entrada Alessandrini—. En fin, demos un paseo juntos, le sentará bien a su espíritu, que espero esté en mejores condiciones que su aspecto.
Caminaron lentamente mientras Balistreri trataba de reunir todas sus fuerzas. Estaba allí por un solo motivo y no podía dejar que lo distrajeran ni el desprecio hacia el cardenal ni la maravillosa bóveda que la gente venía a admirar desde el mundo entero.
—Eminencia, usted tiene poco tiempo. Y Fiorella Romani tiene poquísimo.
—Ya le dije todo lo que podía decirle, señor Balistreri.
—Marius Hagi nos ha informado de que Fiorella Romani morirá hoy por la tarde. A menos que usted me diga...
Alessandrini levantó una mano para hacerle callar y se detuvo delante del altar con El juicio final. La figura dominante de Cristo, el gesto imperioso y sereno, la mirada severa dirigida a los que están bajando a los infiernos. Y junto a él la Virgen María, con el ademán resignado de quien ya no puede intervenir en el juicio y su dulce mirada dirigida a quienes están subiendo al reino de los cielos.
—¿Qué ve, señor Balistreri? —preguntó Alessandrini.
—Veo a un Dios que da miedo. Junto a él, a una mujer disgustada que no decide nada. Veo a unos pobrecillos asustados, a ambos lados. Quizá sea justicia, pero no veo piedad.
Alessandrini estaba pensativo.
—En otro tiempo le habrían quemado en la hoguera, Balistreri. El mal también forma parte del designio divino. Los cristianos como Gina Giansanti lo saben y lo aceptan como una prueba. En espera de ese momento, el que ve en la pintura. Cuando Dios hará justicia.
«Una lección de teología. No quiere ayudarme. O no puede. ¡Ese es el designio divino!»
Balistreri se sacó el sobre del bolsillo. Mostró las fotos. Elisa, Samantha, Nadia, Selina, Ornella. Quemaduras, golpes, letras marcadas en la carne.
Alessandrini no las tocó. Se alejó bruscamente hacia la salida. Balistreri miró con desesperación su reloj. Su tiempo se había agotado. Vio al maestro de ceremonias con la esposa del jefe de Estado extranjero, esperando. El cardenal ya estaba lejos de él cuando se volvió.
—Cuéntele a Marius Hagi nuestra conversación. Y dígale que escuche el Ángelus.
Llamó a Floris al móvil para informarle de la entrevista mientras volvía otra vez con Corvu a la cárcel de Regina Coeli en el tráfico de la mañana bochornosa.
—El presidente del gobierno y el ministro del Interior están muy preocupados —le dijo el jefe superior de policía.
—Por la relación con el Vaticano, no por Fiorella Romani.
—Balistreri, a mí la poltrona me tiene sin cuidado. Ya hemos lamentado muchas muertes, las polémicas inútiles no sirven de nada. Ofrézcale algo a Hagi.
—Ese hombre se está muriendo, señor. Lo único que podemos ofrecerle es la verdad.
—¿Qué piensa hacer?
—Solo puedo fiarme del cardenal Alessandrini, le contaré a Hagi lo que me ha dicho.
—¡Pero si no le ha dicho nada! —protestó Floris.
—Dejemos que sea Hagi quien lo juzgue.
Las pintadas en las paredes de los edificios incitaban a quemar los campamentos de gitanos. Algunos eslóganes estaban firmados por falsas organizaciones cívicas. Los manifiestos políticos proponían soluciones radicales.
«Si muere Fiorella Romani, empezará una matanza. Hagi siempre lo supo. Forma parte del plan.»
Llegaron a la cárcel a las once y media. Hagi les estaba esperando en la sala de interrogatorios. Delante de un televisor, como había pedido Balistreri.
El comisario le contó detalladamente todo: las coartadas, la nota de Valerio, la conversación con el cardenal Alessandrini sobre El juicio final.
Hagi se mostró complacido al enterarse de la llamada telefónica de Valerio Bona al Vaticano, pero fue el relato de la conversación con Alessandrini lo que le excitó. Hizo que se lo repitiera dos veces con mal disimulada satisfacción. Luego se dirigió a Balistreri.
—¿Y bien? ¿La respuesta a mi pregunta?
—Se la daré después del Ángelus del Papa.
—Entonces deme un cigarrillo.
Allí dentro estaba prohibido, pero Balistreri decidió saltárselo a la torera y también él se encendió uno.
A mediodía empezó la conexión con Les Combes, en el Valle de Aosta, donde el pontífice estaba pasando unos días de vacaciones.
—¡Queridos hermanos y hermanas!
El Papa estaba sonriente y en buena forma. Habló de Oriente Próximo, expresó su solidaridad con esas desdichadas poblaciones. Luego cambió de tema.
—Ayer celebramos la memoria litúrgica de María Magdalena, discípula del Señor, que en los Evangelios ocupa un lugar destacado.
El Papa siguió pronunciando su discurso sobre María Magdalena y luego llegó a las conclusiones. Balistreri vio que Hagi, de pronto, prestaba especial atención.
—La historia de María de Magdala nos enseña a todos una verdad fundamental: discípulo de Cristo es quien, en la experiencia de la debilidad humana, ha tenido la humildad de pedirle ayuda, ha sido curado por él y se ha dedicado a seguirle de cerca, convirtiéndose en testigo del poder de su amor misericordioso, más fuerte que el pecado y la muerte.
El Papa terminó con una alusión a la situación en Oriente Próximo. Luego empezó a rezar el Ángelus.
—Pueden apagar.
Hagi estaba absorto en sus pensamientos. Parecía que rumiaba uno lejano, quizá una añoranza. Luego miró el reloj redondo colgado en la pared. Las doce cuarenta.
—Quiero la respuesta a mi pregunta, Balistreri.
—El cardenal mintió con la presunción de que sabía distinguir entre el bien y el mal y ahora se humilla como Magdalena ante Dios, pidiendo su ayuda, señor Hagi. Mintió por miedo de que acusáramos de un crimen terrible a dos jóvenes a los que consideraba inocentes. Uno era Manfredi. En cuanto al otro...
Hagi tosía cada vez más y sus ojeras eran más oscuras y profundas. Balistreri podía ver la pulsación de las venas bajo las sienes transparentes y los pómulos cada vez más salientes en unas mejillas hundidas.
«Se está muriendo. Y Fiorella Romani con él.»
—¿Y usted qué hará ahora, Balistreri?
—Le juro que el asesino de Elisa Sordi tendrá su castigo, quienquiera que sea... Pero le suplico que salve a Fiorella Romani, que no tiene culpa de nada.
—¿Cree que mi mujer Alina tenía culpa de algo?
Balistreri ya sabía que aquella había sido la causa desencadenante de la locura lúcida de Marius Hagi. Negó con la cabeza.
—No, su mujer Alina no tenía culpa de nada. Pero fueron el miedo que le tenía y la mala suerte los que la mataron, no un asesino que tortura, estrangula, hace incisiones en la carne...
—¡Fue su maldita religión católica la que la mató! —le interrumpió Hagi—. Fueron Anna Rossi, Valerio Bona, el cardenal Alessandrini, ese cura joven pelirrojo...
—El padre Paul.
Ahora Hagi estaba furioso, tosía, escupía sangre.
—Sí, el padre Paul, que comió con Elisa Sordi ese maldito domingo, el último día de su vida. Alina me lo dijo, les había visto en un bar cerca de la parroquia. Y vio también a Valerio Bona espiándoles.
«Por eso Valerio llamó por teléfono a Alessandrini en el Vaticano antes de ahorcarse. Para recordarle esa verdad.»
—Alina estaba aterrorizada por usted, señor Hagi. Por algo que usted todavía no quiere decirnos. Sin embargo su mujer no era de las que se asustan fácilmente.
—Entonces se lo explicaré detalladamente, Balistreri. Ulla había escuchado a escondidas una conversación telefónica del conde. Se lo contó a Anna Rossi, la madre de Samantha. Y ella le contó a Alina que yo había tirado a Elisa al río. Y mi mujer, pobre chiquilla ingenua, estaba aterrorizada por el maldito infierno con el que vuestro dios amenaza incluso a quien calla para proteger a su marido.
Balistreri se mostró incrédulo.
—¿Todos esos muertos para castigar a quien puso a Alina en su contra? ¿Una venganza después de veinticuatro años? Podía haberlo pensado antes, ¿no?
—Lo he pensado muchas veces, pero no conozco el nombre del principal responsable, el que mató a Elisa Sordi causando todo lo demás. Porque yo tiré su cadáver al río, pero cuando la saqué del despacho ya estaba muerta, eso seguro.
—¿Y ahora sabe quién fue?
—No, Balistreri, por su culpa no lo sé todavía. Pero desde hace un año sé esto —señaló el pañuelo manchado de sangre—, y no puedo esperar más, no tengo tiempo. Le necesito a usted para encontrar al culpable.
—¿Qué piensa conseguir obrando así? ¿El nombre de un asesino? ¿O una matanza de rumanos en Italia? ¡Está convirtiendo este país en un infierno de racistas desquiciados!
Hagi le miró con expresión burlona.
—Como ese enano al que disparé por la espalda aquella noche...
Balistreri, fuera de sí, perdió el control y se abalanzó sobre él. Sentía que la sangre le zumbaba en los oídos y le latía en los tímpanos y las sienes mientras apretaba el cuello de Hagi. Los guardias corrieron a detenerle. Por suerte uno de ellos era una montaña de músculos y separó a Balistreri de Hagi sin dificultad.
Hagi escupía sangre en el suelo y tosía cogiéndose la garganta. Pero seguía exhibiendo su mirada burlona mientras los guardias le sujetaban.
—Llamen a un médico —dijo Corvu.
—No hace falta, no es nada grave —dijo Hagi frotándose el cuello. Luego se dirigió a Balistreri—: ¿Ve qué fácil es matar, Balistreri? Pero usted ya lo sabe, ¿verdad?
—Ya basta —dijo Corvu—, llévense a este animal a su celda.
—No —dijo Hagi—, ahora vamos a ir a buscar a Fiorella Romani.
—Suéltenme, ya me he calmado —les dijo Balistreri a los guardias, que le soltaron pero se interpusieron entre él y Hagi.
—Usted no va a ninguna parte, Hagi —dijo Corvu.
—Entonces díganle adiós a Fiorella Romani. Así usted tendrá otro muerto sobre su conciencia, Balistreri. Total qué más da, uno más o menos...
«Quiere tu rabia. Quiere convertirte en una bestia como él.»
Ese pensamiento le calmó.
—Ya no le creo, Hagi. Usted ni siquiera puede saber si está viva.
Hagi miró el reloj de la pared. Faltaba un minuto para la una.
—Conecte su móvil, Balistreri, rápido.
«Todavía quiere hacer una cosa: destruirte. Su precio por la salvación de Fiorella.»
En cuanto lo conectó el móvil sonó.
—Diga —dijo Balistreri.
La voz era un susurro de terror.
—¡Soy Fiorella Romani! ¡Se lo suplico, vengan a por mí y tráiganme a Titti!
La comunicación se cortó.
Balistreri llamó a la madre de Fiorella.
—¿Quién es Titti?
Franca Giansanti contestó con gran excitación en la voz.
—Es su peluche preferido, el pollito Titti, se lo regaló su abuela Gina. Señor Balistreri, ¿qué sucede?
—Tenga confianza, señora. Le diré algo esta noche a más tardar.
Para sacar a Hagi de la cárcel, aun escoltado y esposado, hizo falta una intervención enérgica del jefe superior de policía ante el ministro del Interior y el ministro de Justicia.
—Es una locura. Pero prefiero que nos hundamos todos con tal de hacer un último intento de salvar a la chica —dijo Floris.
—Es usted una buena persona, señor.
—Gracias, usted también, Balistreri. Tenga cuidado.
Instintivamente Balistreri tocó la Beretta que tenía en la funda. Volvió a la sala.
—¿Adónde tenemos que ir, señor Hagi?
—Me dicen que es un precioso domingo soleado. De modo que esta tarde iremos a la costa. Yo voy en el coche con usted.
—Iremos en un furgón de la policía —dijo Corvu.
Pero Hagi no estuvo de acuerdo.
—No, vayamos en un buen coche normal, quiero disfrutar del paisaje, creo que será mi última excursión. Y si no veo el paisaje no puedo indicarles el camino de la salvación.
Tarde
Organizaron una caravana de cinco coches, dos delante y dos detrás con cuatro agentes armados. En el centro estaba el de ellos cuatro: Corvu al volante, Piccolo de copiloto y Balistreri detrás con Hagi esposado. Salieron a las dos y media de una tarde tórrida. El termómetro del coche marcaba cuarenta grados en el exterior.
—Tomen la Pontina hacia la costa —ordenó Hagi.
Mientras salían del centro de Roma, Hagi estaba silencioso. Miraba ávidamente las aceras llenas de turistas, el Tíber, las terrazas de los restaurantes. Había poco tráfico, con ese calor todos los romanos se habían ido a la playa o al monte. Tardaron solo veinte minutos en desembocar en la Pontina, casi una autopista hacia la costa, al sur de Roma.
—¿Adónde vamos? —preguntó Corvu.
—Todo recto, hay tiempo.
Hagi parecía completamente absorto en el paisaje. Balistreri comprendió que el viaje no sería corto.
—Quíteme las esposas y deme un cigarrillo, Balistreri —ordenó Hagi.
—Las esposas no —dijo Corvu.
—Entonces ya puede ir dando la vuelta. Son mis últimos cigarrillos y quiero fumarlos con las manos libres, como he hecho siempre.
—Suéltele la mano derecha y enganche la izquierda al asiento —le dijo Balistreri a Piccolo.
Luego le dio a Hagi un cigarrillo encendido.
—¿Ya no tiene el encendedor del Bella Blu? —le preguntó Hagi aspirando el humo.
«Así que quieres hablar, maldito. Está bien, hablemos.»
—¿Qué nos espera en la costa? —preguntó Balistreri.
Hagi soltó una carcajada.
—No sea impaciente, lo verá cuando lleguemos. Pero si tiene otras preguntas quizá conteste a algunas. Aproveche, que hoy estoy de buen humor.
Balistreri vio la mirada admonitoria de Corvu por el retrovisor. Pero no le apetecía ser prudente. Creía saber ya quién había matado a Elisa Sordi, pero eso no serviría para salvar a Fiorella Romani. Era un rompecabezas en el que aún faltaban algunas caras, una en especial.
—Está bien, señor Hagi. Empecemos por Samantha Rossi. ¿Por qué ella?
—Ya se lo dije. Fue Anna Rossi la que le contó a Alina que me había encargado del cadáver de Elisa y quien la convenció de que huyera. Es como si la hubiese matado a ella. Habría podido vengarme con Anna directamente. Pero he aprendido en mi pellejo que el dolor más fuerte es la muerte de una persona amada. De modo que escogí a su hija. No se olviden de decírselo a esa señora, que si se hubiera ocupado de sus asuntos hoy su hija estaría viva.
Oyó la respiración profunda de Giulia Piccolo y le posó una mano admonitoria en el hombro. Hagi quería provocarles, pero tenían que permanecer tranquilos y concentrados en el único objetivo de ese día: salvar a Fiorella Romani.
—¿Y Nadia por qué?
—Coño, usted solo hace preguntas a las que ya he contestado. Porque se parecía a Alina y Alina también me había hecho sufrir.
Balistreri no estaba nada convencido.
—Eso está prendido con alfileres. Sobre todo después de que Camarà le viera con Nadia en el reservado del Bella Blu.
Hagi negó con la cabeza.
—No era yo. A Nadia podía encontrarla cuando quisiera, el que estaba allí era uno que quería conocerla.
Piccolo se volvió bruscamente.
—Colajacono —exclamó.
Hagi tuvo un acceso de tos mezclado con risa.
—Usted es una idiota obsesionada por ese desgraciado. A Colajacono le habían invitado esa noche para implicarle aún más en lo que iba a ocurrir. Pobrecillo, creía que era un chantaje político y que usarían a Nadia para eso. Era un tonto útil.
—Pero fue usted quien llamó a Vasile, usted quien fue a recoger el Giulia T en lo alto de la colina con la moto de Adrian, el que dejó allí la moto, recogió a Nadia, se la llevó a Vasile y se marchó con la moto... —Piccolo se detuvo, confusa.
Hagi reía.
—Le falta algo, ¿verdad? ¿Quién mató a Nadia?
—No —corrigió Corvu—. Usted subió con la moto, la dejó en la colina y bajó en el coche. Luego recogió a Nadia hacia las seis y media con el coche. Aminoró la marcha al confundir a Natalya con ella, tuvo suerte de encontrar a Nadia sola...
—Nunca he tenido suerte en la vida, lo que tuve fue un buen ayudante —dijo Hagi plácidamente.
Balistreri ya había reconstruido esa parte.
—Ese que no se empalmaba con Ramona para darle a usted tiempo de llevarse a Nadia. Con el que fue en moto a por el Giulia T que serviría para recoger a Nadia en via di Torricola. Luego bajaron de la colina por separado, uno con la moto de Adrian y el otro con el Giulia T. A las dieciocho horas usted montó en el coche a Nadia mientras él entretenía a Ramona. Luego le pasó a Nadia y el Giulia T a su ayudante. Fue él quien se la llevó a Vasile mientras usted iba a su casa, donde estaba escondida la moto, y luego al Casilino 900 a llevar los regalos a los niños.
Corvu y Piccolo le miraron asombrados por el retrovisor. Hagi aplaudió.
—Muy bien, Balistreri, empieza a entender algo después de todos estos años. Siga así, verá que llegará lejos...
Balistreri no respondió a la provocación y continuó:
—Su ayudante esperó dos horas mientras Vasile se lo montaba con Nadia y luego dormía la mona. Después la estranguló y le marcó la letra E. Tenía razón Alessandrini acerca de usted, Hagi: no es de los que andan por ahí violando, estrangulando y marcando a las chicas.
Hagi asintió.
—Prefiero hacer sufrir al que sigue vivo, no al que se está muriendo. Esa es mi especialidad, Balistreri.
Balistreri reanudó la reconstrucción sin hacer comentarios.
—Usted fue a recoger a su ayudante con la moto al Casilino 900 después de la fiesta mientras los demás iban a la plaza de San Pedro. Dejaron allí el Giulia T y volvieron los dos en moto.
Hagi parecía sinceramente complacido con los progresos de Balistreri, como si por fin alguien pudiese entender su plan y admirar su grandeza.
—Exacto, Balistreri, así mismo. Él fue quien las marcó a todas, incluida Elisa Sordi. Una cosa fea, yo no sería capaz de algo así pero mi ayudante es de esa pasta. A él le gustan esas cosas.
—Una colaboración que empezó hace veinticuatro años —continuó Balistreri, impertérrito—. El conde pensaba que Manfredi no había matado a Elisa, quería que alguien hablase con ella para calmarla y proponerle un trato. De modo que lo primero que hizo fue llamar a Francesco Ajello.
Hagi hizo una pequeña reverencia.
—Bravo, Balistreri, veo que hoy le funciona el cerebro. Francesco tenía que hacerle una oferta a cambio de su silencio, pero cuando entró en el despacho la encontró ya muerta. Y me llamó para que le ayudara. Limpiamos bien todo el despacho y luego llevamos el cadáver en el maletero de mi coche. Ajello fue a ver el partido con sus amigos y yo me encargué de llevar el cadáver al río. Fue muy desagradable, antes de tirarla al agua tuve que hacerle cortes y quemaduras de cigarrillo para que pensaran que la habían torturado durante mucho tiempo allí. Pero ahora estoy cansado, Balistreri. Deme otro cigarrillo y déjeme en paz.
Estuvieron un rato sin hablar. Hagi fumaba en silencio mirando los letreros que se sucedían. Pratica di Mare. Pomezia. Anzio. Nettuno. Eran casi las cuatro y media de la tarde y la Pontina estaba completamente desierta bajo el sol.
Balistreri estaba intranquilo. Había algo que no encajaba. Esa insistencia con Nadia era absurda. De no ser por ella y el faro roto del Giulia T no habría recaído la menor sospecha sobre Hagi.
—Me gustaría hablar de las letras —dijo Corvu de repente.
—Una pasión juvenil de mi ayudante, perfeccionada con la edad —contestó Hagi como si se tratase de arte o deporte.
—Me gustaría saber si con Ulla y Giovanna Sordi tenemos que usar la inicial del nombre, como con su mujer Alina.
A Hagi le divirtió la pregunta.
—Le apasiona mucho este enigma, ¿verdad, Corvu? A mí en cambio me parece pueril e incluso peligroso para mi ayudante. Pero él quiere completarlo. Con Ulla la inicial U es correcta. En cambio la madre de Elisa Sordi, desde la muerte de su hija, llevaba en la muñeca un dije con algo grabado.
—El corazón de oro con la letra E —recordó Corvu gracias a su infalible memoria.
—Pero hay una E justo antes, la que le marcaron a Nadia —objetó Balistreri.
—Hoy está usted muy espabilado, Balistreri. Es verdad, hay dos E seguidas. Mi ayudante es un tipo muy meticuloso, al estilo de Corvu. Insistió en que se necesitaban dos. Por lo demás, para él matar a Giovanna Sordi fue un placer fácil.
—¿Matar? —repitió Piccolo, sorprendida.
Hagi soltó una risita entre toses y esputos de sangre en el pañuelo.
—Un golpe genial, facilitado por vuestra estúpida final del mundial. Mi ayudante la abordó esa mañana de domingo después de misa. Y le dijo que le revelaría la verdad sobre la muerte de su hija. Pero que a cambio tendría que reunirse con ella esa misma noche.
—No me lo trago —dijo Corvu—. La señora Giovanna era una beata destrozada por el dolor, pero no era tonta, no le habría creído.
—Verá, para mi ayudante fue fácil convencerla. Le dijo que sabía el nombre del asesino y se lo ofreció a cambio del salto por el balcón. Le hizo jurar por la Virgen María que lo haría. ¿Y qué mejor ocasión que otro mundial? A lo mejor si Italia fallaba el penalti la buena señora no se tiraba, pero entonces ya se habría encargado él de ayudarla a ir hasta el final.
Hagi tosía y reía.
Piccolo se volvió furiosa y Balistreri le lanzó una mirada admonitoria.
—¿Y cómo se las arregló su ayudante para convencerla de que sabía quién era el asesino? —preguntó Corvu.
—Muy sencillo. Le reveló un detalle que solo podía conocer quien había asistido a la agresión contra Elisa. Y él podía, ya lo creo.
—Entonces —concluyó Corvu—, la secuencia es O U A R E E V I, más la última letra.
Hagi estaba la mar de divertido con esa insistencia.
—Veo que para Corvu este es un enigma irresistible, así que le daré una ayudita. La secuencia está bien, pero todavía falta la primera letra.
Corvu controló el bandazo maldiciendo en sardo cerrado. Piccolo se volvió con ojos de fuego y la pistola ya empuñada. Balistreri interpuso su mano entre el cañón de la pistola y la cara de Hagi.
—Piccolo, guarde esa pistola y vuelva a esposarle.
Balistreri trató de conservar la calma. Pero la inquietud que había advertido poco antes se estaba transformando poco a poco en agitación. Algo iba mal. Era como si las sacudidas de un terremoto estuvieran acercándose desde un epicentro lejano.
«La verdad nunca es recta. La verdad es un círculo. La primera letra. Antes de Elisa Sordi.»
La llamada llegó al móvil de Angelo Dioguardi cuando estaba en la terraza de Linda Nardi. Eran casi las cinco y media de la tarde.
Entró en casa. Ella estaba acurrucada en el sofá, vestida como si tuviese frío.
—Era el padre Paul —le dijo—, quiere hablarme de algo importante dentro de una hora en la parroquia de San Valente.
Ella asintió, triste. Tal vez había llegado el momento decisivo. Le sonrió, le acarició tiernamente la mano.
—Gracias, Angelo.
Hagi miró los letreros de señalización. Anunciaban el desvío de Sabaudia a un kilómetro.
—Falta poco para la meta, Corvu, gire hacia Sabaudia —dijo.
Piccolo avisó con el móvil a los dos coches que iban delante y a los otros dos que iban detrás.
Los cinco coches se desviaron, cruzaron una amplia avenida con árboles y llegaron a la plaza blanca de Sabaudia, con el campanario y los edificios rectilíneos de la arquitectura fascista.
Siguieron hacia la playa. El paseo marítimo estaba lleno de coches aparcados entre las dunas y los preciosos chalets de primera línea. Avanzaban muy lento, bajo un sol todavía cegador, por delante de una playa atestada de bañistas, rodeados de familias en bañador con helados y botes hinchables. Hagi había elegido el escenario más absurdo, de modo que la muerte llenase lentamente el espacio de la vida, como un gas incoloro e inodoro pero letal en un precioso salón lleno de gente.
—La verja del próximo chalet está abierta —dijo Hagi—. Detengámonos un poco antes. —Miró el reloj de pulsera de Balistreri—. Bien, casi las cinco y media, llegamos algo pronto. Así puedo decirles qué tienen que hacer exactamente para que este viaje no haya sido inútil.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó pacientemente Balistreri.
—Mi ayudante está en ese chalet con la chica. Desde las cinco le está apuntando con una pistola en la sien, de modo que si intentan entrar Fiorella Romani morirá. Tienen que dejar que vaya yo solo para convencerle de que encontrarán a quien mató a Elisa Sordi.
—Ni hablar —saltó Corvu.
—Entonces háganlo a su manera —dijo Hagi tranquilamente.
—¿Su ayudante sabía que usted llegaría hoy a esta hora? —preguntó Balistreri.
—Sí, era una cita fijada de antemano. Sabía que tenía que llamar a la una a su móvil y lo hizo. Si no llego a las cinco y media la mata. Como ve somos muy precisos, no dejamos nada al azar —dijo Hagi complacido.
«Se está divirtiendo, es su gran espectáculo. Pero nos reserva un final con sorpresa.»
Una niña de cinco o seis años llamó sonriendo a la ventanilla del coche, agitando un helado de cucurucho. Hagi le dijo adiós con la mano. Un hombre al que le quedaban pocos días de vida, esposado. Sin embargo estaba alegre y sereno como un estudiante en una excursión escolar a la playa. Balistreri trataba de controlar la zozobra que cobraba fuerza en él. Había salido de Roma con la impresión de tener la situación controlada: sabía quién había matado a Elisa Sordi, sabía quién les esperaba en Sabaudia. Ahora ya no estaba tan seguro.
—Quiero su palabra de que Fiorella sigue viva y nos la devolverán —dijo Balistreri.
—Tienen que darme tiempo para que le explique a mi ayudante todas las mentiras que se dijeron en 1982 y convencerle de que usted hará que triunfe la verdad. Juro sobre la memoria de mi mujer que Fiorella Romani volverá viva con su familia.
—No puedo quitarle las esposas —dijo Balistreri—. Me quedaré fuera del chalet y de vez en cuando le llamaré. Si no me contesta, entraremos.
Hagi sonrió.
—De acuerdo, pero no se preocupe por mi integridad, Balistreri. Mi ayudante nunca me haría daño. Ahora tengo que irme o será demasiado tarde.
Le dejaron bajar. Un hombrecillo flaco de andares inseguros, esposado, que tosía escupiendo sangre en el asfalto recalentado por el sol. Hagi se detuvo un momento a contemplar el mar y toda esa felicidad trivial que le rodeaba. Al verle en ese momento, inmóvil entre la vida y la muerte, Balistreri tuvo la certeza de que también él estaba suspendido, con Hagi, en ese frágil confín.
Luego Hagi entró.
«Si hubiese tenido un padre no habría buscado siempre la verdad. Si hubiese tenido un padre nuestros dolores de adolescentes atormentados nunca se habrían encontrado. Si hubiese tenido un padre todas esas mujeres no estarían muertas. El Hombre Invisible que obsesiona a Michele Balistreri es el fruto envenenado de demasiadas culpas y demasiados remordimientos. Incluidos los míos.»
Hagi llevaba media hora dentro. Balistreri esperaba, cada vez más nervioso, acompañado de Corvu y Piccolo, bajo un árbol del jardín, a pocos metros de los ruidosos bañistas. Los agentes habían rodeado completamente el chalet. El jefe superior de policía estaba en comunicación directa por el móvil. De vez en cuando Balistreri llamaba a Hagi, que contestaba:
—Va todo bien, estamos hablando.
A las seis y cinco Hagi se asomó tranquilamente a la puerta. Se dirigió a Balistreri.
—Mi ayudante quiere que sea usted personalmente quien le jure que meterá entre rejas al asesino de Elisa.
—Ni hablar —dijo Corvu—, el señor Balistreri no entrará y usted ahora mismo saldrá de ahí.
Hagi miró a Balistreri.
—He jurado por mi mujer que Fiorella Romani está ahí dentro, viva. Si usted entra le juro que Fiorella volverá a Roma, viva. De lo contrario...
Balistreri sabía que solo si entraba en esa casa salvaría a la chica. Miró la playa rebosante de vida y luego la puerta oscura de esa casa silenciosa. Estaba dispuesto a pagar su precio. Absurdamente le vino a la mente la imagen de Dioguardi en el televisor, ese farol insensato.
«El todo por el todo.»
Se dirigió a Corvu y Piccolo.
—Bien, si no salgo dentro de veinte minutos con Fiorella Romani, entrad.
Vio que Piccolo se enjugaba rabiosamente una lágrima de frustración y oyó las imprecaciones en sardo de Corvu. Hubo más discusiones y objeciones, Balistreri calmó a sus subalternos y luego siguió a Hagi dentro del chalet. Eran las seis y cuarto.
A las seis y veinte Angelo y Linda se abrazaron en el descansillo.
—¿Estás seguro? —dijo ella en un último momento de duda.
Era el punto de no retorno.
—Seguro —dijo él, entrando en el ascensor.
Como si estuviese reuniendo el montón de fichas de la mano decisiva de la partida.
La casa estaba en penumbra, fresca, con las persianas cerradas y las luces apagadas. El sol apenas se filtraba. Entraron en el cuarto de estar. Fiorella Romani estaba vendada, amordazada, esposada y atada a una silla. Pero estaba viva.
—Soy de la policía, Fiorella. Dentro de poco te llevaré a casa, solo unos minutos más.
La chica se sobresaltó por la emoción y Balistreri le acarició el pelo para tranquilizarla.
Hagi estaba sentado en una butaca. Tenía una pistola entre las manos esposadas, le apuntaba.
—Siéntese, Balistreri. Todavía tenemos algo que decirnos antes de despedirnos para siempre.
Balistreri se sentó enfrente de Hagi. Estaba dispuesto a mirar al mal a la cara.
«La vida es morir hoy para salvar a un inocente.»
—Espero que mantenga su promesa, Hagi —dijo Balistreri señalando a Fiorella.
—Siempre mantengo las promesas, Balistreri. Pero también vengo las afrentas sufridas. Este es nuestro último encuentro.
Parecía Lucifer en persona. Las ojeras oscuras, las cejas espesas, los ojos enrojecidos por la fiebre.
—Enciéndame un último cigarrillo, Balistreri, y póngalo sobre la mesita sin acercarse.
Mientras empuñaba la pistola con una mano Hagi cogió el cigarrillo encendido con la otra mano esposada y se lo puso en la boca. Se filtraba el sol de fuera y llegaban atenuados los ruidos de los bañistas. La pared entre la vida y la muerte era una persiana de madera descolorida por el sol y la sal.
Hagi aspiró el humo ávidamente, arrellanado en su butaca. Estaba disfrutando de todos los instantes de su triunfo. No parecía tener ninguna prisa.
—¿Por qué ha hecho todo esto, Hagi? Un complot con un cómplice maníaco asesino y la secreta, con todos esos muertos, incluyendo sus amigos rumanos.
—Son mis soldados, Balistreri. Muertos en una guerra contra su pueblo civilizado de meapilas hipócritas, esposas putas y políticos corruptos. Como los que andaban detrás de Elisa Sordi y azuzaron a Alina contra mí. Pero todos pagarán por sus culpas.
—Comprendo la venganza contra Valerio Bona, Anna Rossi o el cardenal. Comprendo la venganza contra mí, por dejar que escapara el verdadero asesino de Elisa. Pero ¿qué tienen que ver los Servicios Secretos, los gitanos, la ENT, Dubai...?
Hagi daba ávidamente las últimas caladas al cigarrillo.
—Hace un año me diagnosticaron cáncer de pulmón. Incurable. Tenía que darme prisa y una guerra relámpago requiere dinero y aliados, Balistreri.
—Señor Hagi, ha metido a los gitanos rumanos en este asunto para desatar el odio de los italianos. Usted y esa parte de los Servicios Secretos por los que se ha dejado instrumentalizar.
—Balistreri, ellos me han usado y yo les he usado a ellos. Yo quiero venganza, ellos quieren subvertir de una vez por todas los equilibrios políticos por los que se ha regido su país de mierda durante los últimos sesenta años. Y esperan hacerlo desencadenando un estallido de violencia generalizada e incontrolable contra los gitanos. Nos hemos echado una mano mutuamente con mucho gusto.
—Pero no sucederá nada de eso. Los italianos tienen muchos defectos, quizá sean racistas, quizá hipócritas y corruptos, pero no son violentos. Nunca habrá una insurrección contra los gitanos y menos aún contra los rumanos.
—Se equivoca, Balistreri. Una vez más se equivoca. El próximo asesinato será terrible. La víctima será una joven italiana, y su muerte muy cruel. Los italianos se rebelarán, no le quepa duda. —Una sonrisa diabólica, una mueca—. Y usted, Balistreri, estará en primera fila guiando la matanza.
«Tú dispensas dolor a quien sobrevive, no a los muertos. Dolor eterno.»
Balistreri se quedó helado. De pronto comprendió que habían estado jugando con él desde el principio. No fueron ellos los que capturaron a Marius Hagi. Fue él quien les buscó para llevarles allí. A ese chalet de la playa, entre la alegría y la muerte.
—Usted tosía a propósito mientras se ensañaban con Samantha y mientras hablaba por teléfono con Vasile. Usted rompió a propósito el faro del Giulia T para facilitar las investigaciones. Y escogió a Nadia porque estaba relacionada con usted, para llevar a la policía hasta usted, para que le capturasen y poder traernos aquí.
Los ojos fríos de Hagi le miraban con ironía. Con la última calada la brasa iluminó su rostro en la oscuridad.
—¿Por fin tiene miedo, Balistreri?
Hagi solo era la mitad del mal. La otra mitad era el Hombre Invisible, que había matado a las chicas y le había perdonado la vida aquella noche en la colina.
Incrédulo, Balistreri sintió la fría hoja del miedo. No había temido a la muerte desde que dejó de quererse a sí mismo, treinta y seis años atrás. Pero este era un miedo mucho peor que la muerte, el miedo a morir siguiendo vivo. Una pena impuesta por el diablo, no por Dios.
El Hombre Invisible se sentía eufórico y algo deprimido a la vez. Faltaba poco para que la cuenta se saldase, esa noche todos los enemigos serían aniquilados y el gran plan llegaría a su culminación. Pensó en el trance por el que estaba pasando Balistreri en ese momento a cien kilómetros de distancia y se permitió una sonrisa.
«Nada en comparación con lo que sufrirá después. Pero después yo ya no tendré una misión que cumplir.»
Se había marchado de Sabaudia a las tres menos cuarto, cuando su informador le confirmó que cinco coches de la policía habían salido con Marius Hagi de Regina Coeli. Antes de partir le había dado tiempo a comer una excelente lubina a la sal con un buen vaso de vino blanco en el restaurante de la playa, junto al chalet.
Había llegado a Roma a las cinco, a tiempo para la primera misión, que había cumplido con gran facilidad. Otra cuenta saldada, un enemigo aniquilado.
A las seis y cuarto había aparcado debajo de la casa. A las seis y veinticinco había visto salir al hombre en su coche. El truco había funcionado, durante una hora ella estaría sola mientras Hagi entretenía a Balistreri en el chalet de Sabaudia. Un tiempo más que suficiente para hacer un buen trabajito y dejar las pruebas recogidas por Hagi en el Casilino 900 para implicar a los gitanos.
Había decidido esperar diez minutos. Para asegurarse de que el otro no daba marcha atrás. Ahora eran las seis y media. Cinco minutos más.
A las seis y media Balistreri se levantó de repente. Hagi no hizo nada para detenerle, se limitó a seguir apuntándole con la pistola. Lo había entendido: Hagi quería retenerle allí todo el tiempo posible pero no podía matarle. Ese era el pacto de Hagi con el Hombre Invisible.
Cruzó rápidamente el pasillo y abrió la puerta que daba a la escalera del sótano. Enseguida notó el olor nauseabundo de la muerte. Ni siquiera pensó en empuñar la Beretta. Mientras bajaba a oscuras por la escalera de madera notaba que cada peldaño le acercaba al mal y a la verdad.
Llegó a un espacio húmedo y oscuro. Hagi iba detrás de él, apuntándole con la pistola. Por una puerta, al fondo del sótano, se filtraba una luz. El olor de muerte salía de allí. Abrió la puerta.
El abogado Ajello estaba tendido boca arriba, desnudo, con las muñecas y los tobillos atados a las cuatro esquinas de una cama. Le habían metido en la boca el pene y los testículos. Le habían sacado las tripas por una raja enorme en el vientre y las habían esparcido por la sábana y el suelo.
Balistreri tuvo una arcada y vaciló. Hagi le dio un empujón y le hizo caer en medio de su vómito, entre las tripas y la sangre. Luego le apuntó con la pistola.
—Quieto ahí.
Con un destello de lucidez Balistreri recordó que Hagi solo estaba tratando de ganar tiempo y que no podía matarle.
Se levantó con la fuerza de la desesperación. Hagi se alejó tres pasos y se llevó la pistola a la sien con las manos esposadas. Le miró por última vez con sus ojos de demonio cargados del odio de una vida entera.
—¡La primera letra es una Y y tú ya estás muerto, Balistreri!
Luego disparó. Eran las seis y treinta y cinco.
A las seis y treinta y cinco el Hombre Invisible revisó meticulosamente la pistola usada poco antes, el bisturí para los cortes todavía manchado de la sangre de Ajello y la llave maestra para abrir las puertas. Tenía cuarenta y cinco minutos. Simularía el allanamiento y el robo. En una bolsita de plástico llevaba unos cabellos y trozos de uñas de dos gitanos del Casilino 900 que le había entregado Hagi.
Se puso los guantes y el gorro de cirujano. Precaución casi inútil, porque nadie buscaría su ADN allí. Se dirigió a cumplir su última misión. Abrió el portal con facilidad. Subió a pie. Cada paso por esa escalera le alejaba de ese antiguo dolor insoportable y le acercaba a la vida.
«Si la primera vez, con ella, las cosas hubieran sido de otra manera, tal vez no habría matado a todas las demás. Al principio me lo preguntaba muchas veces. Después de tantos años ya ni siquiera sé a cuántas he matado, y la pregunta ha cambiado: ¿sería un ser mejor si solo la hubiera matado a ella, en un único momento de locura?»
Mientras Corvu y los agentes inspeccionaban la casa y Piccolo se ocupaba de Fiorella Romani, Balistreri informó brevemente al jefe superior de policía, quien le dijo que ya había mandado un helicóptero para acelerar la vuelta. Pocos minutos después, a las seis y cuarenta y cinco, Corvu, Piccolo, Fiorella Romani y él ya estaban volando.
El cielo se había nublado y estaba a punto de estallar una de esas hermosas tormentas que con los años le habían empezado a gustar. Pero esta lluvia de verano le recordaba otra, la del gris amanecer en que Ulla dei Banchi di Aglieno se había tirado desde su ático.
Balistreri, nervioso, se puso los cascos y se arrellanó en el asiento. Desde arriba podía ver a los bañistas corriendo para ponerse a cubierto mientras los primeros aguaceros se abatían sobre las playas.
«La primera letra es una Y. Y la última no está en Fiorella Romani. ¿Y O U A R E E V I?»
Recordó dónde había visto esas palabras: YOU ARE EVIL — TÚ ERES EL MAL.
Donde había intuido que se tenía que buscar, desde el principio. Desde 1982.
—Linda —gimió—. Linda.
«La muerte antes de la muerte, Balistreri. Tu castigo eterno.»
A las seis y cuarenta el Hombre Invisible había entrado fácilmente, sin hacer ruido. La casa estaba tranquila, silenciosa.
El sol poniente entraba por la puerta acristalada de la terraza. Ella estaba sentada allí, de espaldas a la casa, y miraba hacia San Pedro.
—Hola, Linda —dijo el Hombre Invisible.
Había esperado veinticuatro años para poder decir de nuevo esas dos palabras a su primera víctima, Y.
Ella se volvió lentamente, con expresión tranquila.
—Hola, Manfredi.
Ya había visto sus fotos, aquellas en las que, con la cara rehecha y bata blanca, guapo, sonriente, inauguraba el pabellón del hospital de Nairobi en la mañana del día de Navidad, poco después de matar a Nadia en Roma.
Cuando le conoció en el colegio Carlo Magno era como ella, un chico inteligente, sensible, solo. Demasiado herido por su deformidad y por un padre imposible, como ella por un padre nunca conocido. Era un joven atormentado en busca de un amor que le asegurase que valía la pena vivir.
Linda había pensado en ello muchas veces a lo largo de esos años.
«Si la primera vez, con él, las cosas hubieran sido de otra manera, si solo hubiera tenido en cuenta lo inteligente y sensible que era y no le hubiera rechazado por su deformidad, tal vez Manfredi no habría matado a todas las demás.»
Pero en los últimos doce meses había comprendido que por mucho que hubiese cambiado la cara de Manfredi, nada podía ya cambiar aquello en lo que aquel muchacho solitario se había convertido. Un benefactor de africanos muy necesitados y un asesino de mujeres inocentes. El chico monstruo que habría querido ser un príncipe guapo ahora era un príncipe guapo que encerraba en su interior un monstruo y nunca dejaría de matar. Un dispensador de dolor y muerte para castigar al mundo que le había rechazado.
Manfredi se acercó a Linda.
—Te había anunciado mi visita.
—Sí, tu nota, hace un año. Y luego las chicas asesinadas y marcadas. Sabía que tarde o temprano vendrías aquí, has sido un poco imprudente.
Era verdad, pensó el Hombre Invisible. Esa nota había sido una imprudente debilidad. Pero el deseo de aterrorizarla era demasiado irresistible para él. Y además él era invencible.
—Bueno, Linda, por suerte tenemos un poco de tiempo para lo que estoy pensando. ¿Ahora te gusta más mi cara?
—Ya he visto muchas fotografías tuyas, Manfredi, tomadas en África.
—¿Ah, sí? ¿Quién te las dio?
—Angelo Dioguardi. Fue a buscarlas para mí a Kenia hace diez días. Y también ha descubierto a todas esas jóvenes indígenas asesinadas y marcadas en estos veinticuatro años.
Manfredi rió.
—Me he entrenado para ti, Linda. Con las indígenas no era tan divertido, pero me desquité con Samantha, Nadia, Selina y Ornella.
—Si me matas, Angelo Dioguardi te denunciará.
Manfredi miró la pistola que tenía en la mano, palpó el bisturí que tenía en el bolsillo. Se iba a divertir.
—¿Sabes, Linda? Hoy saldo cuentas con los viejos enemigos y los cómplices incómodos. Antes de comer destripé a uno, luego le he hecho una visita a ese gusano del padre Paul, el confidente de Elisa. Antes de matarlo le he obligado a llamar a Angelo y pedirle que saliera. A Angelo quería perdonarle la vida porque fue el único que no me acusó en 1982 y no es más que un capullo inofensivo. Pero ahora me dedicaré a ti y luego le esperaré aquí, tendré que ocuparme de él también.
El móvil de Linda sonó. Ella miró la pantalla y luego a Manfredi.
—Es Michele Balistreri.
«Cada uno de ellos podría haberse encontrado en mi lugar aquella primera vez. De ellos, que han vivido sin remordimiento ni honor, es de quienes pienso ocuparme. De uno en especial.»
Era un poco pronto, debía de haber habido un contratiempo con Hagi, pensó Manfredi ligeramente contrariado. Luego decidió que no, al contrario, era una magnífica ocasión. Es más, una ocasión irresistible.
Sabía que cometía un pequeño error, otra imprudencia como la nota para Linda de un año atrás. Dos debilidades en un plan genial. Pero eran riesgos justificables. El terror de Linda Nardi y Michele Balistreri era pura delicia para su corazón.
Cogió el móvil de Linda y contestó a la llamada.
—¡Linda!
La voz de Balistreri era un grito desesperado sobre el ruido ensordecedor de las palas del helicóptero.
—No —dijo Manfredi con voz tranquila.
—Angelo, ¿eres tú? —preguntó Balistreri, inseguro.
—No, Balistreri. ¿Recuerdas aquella noche en la colina? Yo soy la muerte.
Manfredi cortó la comunicación apuntando con la pistola a Linda. Estaba un poco disgustado porque ahora tendría que darse prisa; había pensado pasar más tiempo con ella. Pero esta conversación lo compensaba todo. Balistreri pasaría el resto de sus días maldiciéndose a sí mismo.
—Lo siento, Linda, pero tengo que darme prisa. Dentro de poco Balistreri llegará y llorará sobre tu cadáver.
Ella dudaba. Todavía le quedaba un resquicio de comprensión hacia él, por todo el dolor que le había llevado a ser lo que era. El rechazo era lo que había llevado a Manfredi a la violencia, a su primer crimen. Un muchacho tan tierno, que amaba de verdad a Linda. Ella le había rechazado solo porque tenía la cara deforme. Y él la había humillado y había emprendido su viaje de muerte.
«No es una venganza por lo que me hiciste. Es por todas las chicas asesinadas. Por todas las que seguirías matando. Porque tú eres el mal, Manfredi.»
Linda cerró los ojos.
—Mátalo —dijo en voz baja.
Manfredi intuyó la voz a su espalda incluso antes de oírla.
—Estoy aquí, Manfredi.
Reconoció la voz y sonrió. No iba a tener miedo de ese pelele sin agallas, él que nunca había tenido miedo de nadie. Se volvió lentamente, sin prisa, disponiéndose a disparar.
Pero Angelo Dioguardi estaba listo para ese momento desde hacía mucho tiempo. Su Beretta Combat Combo calibre 40 escupió cinco balas en rápida sucesión.
Balistreri aterrizó en la azotea del ministerio a las siete. Mientras Piccolo llevaba a Fiorella Romani a la oficina, Corvu y él, con la sirena al máximo, se dirigieron a toda velocidad a casa de Linda Nardi. Llegaron en menos de diez minutos.
—Espérame abajo, Corvu, no dejes subir a nadie.
Corvu protestó, pero Balistreri ya subía corriendo la escalera con la pistola en la mano y el corazón encogido.
«Linda está muerta. La vida está muerta.»
La puerta del piso estaba entornada; entró corriendo y se detuvo. Linda estaba en el sofá. Angelo Dioguardi estaba encogido a su lado, con los ojos hinchados por el llanto, las manos temblorosas, la Beretta Combat Combo a sus pies. El cuerpo de Manfredi estaba tendido en el suelo sobre una mancha oscura de sangre.
Balistreri sintió que las lágrimas le brotaban, las piernas cedían a la tensión y al cansancio de una vida entera. Un temblor irrefrenable recorría su cuerpo mientras se acurrucaba delante de ellos.
Quería abrazarles a los dos, pero sus brazos no lograban levantarse. Quería compartir su desesperación y su alegría, pero su boca no lograba abrirse.
Por fin lo entendía. No solo lo que ya era evidente, sino lo que el dolor había sepultado en el tiempo, también la verdad más inconfesable. Se miró las manos, luego a Angelo, después el cuerpo de Manfredi.
«Cada uno de nosotros podría haberse encontrado en su lugar aquella primera vez. Todos somos capaces de matar. Yo, Hagi, Manfredi, hasta Angelo.»
Luego Angelo habló, con la mirada perdida.
—Michele, nunca ha habido nada entre Linda y yo.
Una frase patética, fuera de lugar, inútil y sin embargo indispensable. Ese era Angelo Dioguardi. Un muchachote simpático, jovial, un poco torpe y simplón, que se había convertido en un jugador de póquer de fama mundial y en un hombre que ayudaba a quien lo necesitaba, igual que Manfredi.
Con ese muchacho y luego con ese hombre había compartido durante veinticuatro años las noches enteras jugando al póquer y charlando en el coche hasta el amanecer. Y ahora él se había sacrificado en su lugar. Había hecho por ella lo que él no había querido hacer.
«Hoy solo mataría a alguien si me viera obligado. Pero ella le quería muerto, no en la cárcel. Y Angelo era el hombre adecuado.»
—Lo sé, Angelo, ahora lo sé. La protegías de él. Pero teníais que habérmelo dicho, tenía que hacerlo yo, no...
—Así está bien, Michele, tenía que hacerlo yo.
Balistreri agachó la cabeza y le hizo una caricia que no logró retener. Luego miró a Linda. Pero ella no le miraba. Ya no le volvería a mirar. Tenía cogida la mano de Angelo como la de un hijo pequeño al que hay que proteger.
En vez de llamar a la policía, Balistreri dijo a Corvu que subiera y juntos pidieron que les contaran todo.
Linda estaba muy tranquila. Sin mirar nunca a Balistreri ni soltar la mano de Angelo, contó la historia.
—Los dos íbamos al colegio Carlo Magno, él estaba en un curso superior. Manfredi era un chico inteligente, sensible. Nadie era capaz de escucharme y entenderme como él.
Balistreri la observaba, buscaba en sus ojos un contacto. Pero lo que buscaba ya no existía.
—Éramos dos chicos heridos por la vida. Yo sin un padre, él con un padre excesivo y esa cara deforme.
Linda calló un momento. Parecía que estaba buscando palabras equilibradas incluso para ese recuerdo terrible.
—Un día, a principios de la primavera de 1982, mientras paseábamos por un lugar apartado del parque de Villa Borghese, Manfredi me declaró su amor e intentó besarme. Yo sonreí para desdramatizar el rechazo, él sintió que me burlaba y me dio un bofetón, luego empezó a pegarme.
Hizo una pausa, sin mirar a Balistreri.
—No consiguió violarme, era impotente. Se puso fuera de sí. Gritaba que la culpa de todo la tenían su cara y nosotras, las chicas, que nos burlábamos de él. Estaba como loco. Cogió una cuchilla que llevaba en el bolsillo y me marcó una pequeña Y entre los pechos.
Con un gesto automático se llevó la mano al pecho, a aquel pecho así ultrajado. Mientras Balistreri la atacaba, ella, con los brazos, se había cubierto eso, no el pubis.
—Al final me dejó allí y conseguí llegar a urgencias. A la policía le dije que me había atacado una panda de drogadictos. Solo le dije la verdad a mi madre.
—¿Por qué no le denunciasteis?
—Yo era una chica irreflexiva, muchas veces estaba fumada, me acostaba con los chicos sin muchos problemas. Solo le había rechazado a él, al más sensible, al único que me quería de verdad. ¿Y sabes por qué? Por su cara.
—Tenías todo el derecho a hacerlo, Linda. Era tu elección.
Por fin ella se volvió a mirarle.
—Cierto, era mi elección. Pero a él no le di elección, ni entonces ni hoy.
—¿No pensaste que podía hacérselo a otras chicas?
—Al principio no, fue uno de los motivos por los que no le denuncié. Luego, cuando la tele dijo que le habían detenido por el asesinato de Elisa Sordi, quise denunciarle. Pero su madre se suicidó y dijeron que todo había sido un error. No quería ser yo quien le hiciera sufrir más.
—¿Y no te volvió a ver?
—No. Manfredi se fue a África y yo empecé a vivir de nuevo; con la inmensa ayuda de mi madre traté de olvidar. Durante años pensé en Manfredi no como un monstruo, sino como una víctima. Una víctima mía.
Ahora ya conocía a Linda Nardi. Había aceptado el mal que le había hecho Manfredi con la tolerancia de santa Inés.
—Luego él volvió —dijo Balistreri.
Linda asintió.
—Hace un año, un día después de la muerte de Samantha Rossi, encontré una nota en el buzón. Decía: «He vuelto».
El único verdadero error del Hombre Invisible. Había sido más fuerte que él, más fuerte que el peligro que corría mandando esa nota. Tenía que aterrorizar a Linda Nardi, la invencible, su primer fracaso, el principio de su trayecto maldito.
—Pero ¿por qué no le denunciaste tampoco entonces? —protestó Balistreri.
—Al principio ni siquiera estaba segura de que fuese él. Tú no querías decirme si a Samantha la habían marcado. Recurrí a un investigador privado, pero Manfredi no parecía estar en Italia cuando asesinaron a Samantha y a Nadia.
—Luego te dije que el cliente de Ramona era impotente y entonces te convenciste —recordó Balistreri.
—Sí, y en esa época también me hablaste de la muerte de Alina Hagi. Entonces volví a pensar también en Elisa Sordi. Después del suicidio de Giovanna Sordi comprendí que había que pararle. Definitivamente.
«Porque tu tolerancia es similar a tu determinación. Yo le habría detenido, y tú le querías muerto.»
Una vez más Linda le leyó el pensamiento.
—Gracias a su padre le habrían declarado enfermo mental y encerrado en un psiquiátrico, no en la cárcel. Luego se habría fugado a África. Y habría matado a más mujeres.
Balistreri miró a Angelo Dioguardi.
—Y convenciste a Angelo para que te ayudara.
—No podía hacerlo sola. Le expliqué a Angelo la situación, se lo conté todo. Pero la idea fue mía, solo mía, él no tiene ninguna responsabilidad.
Angelo protestó débilmente, pero Linda prosiguió:
—Él aceptó y nos preparamos. Angelo estaba siempre conmigo, esperábamos que Manfredi, de algún modo, se acercase. Hoy, cuando llegó la llamada del padre Paul, lo entendimos. Angelo salió para que Manfredi le viera, luego volvió a casa por el garaje antes de que él subiera y se escondió en la cocina.
Balistreri cerró los ojos. Homicidio premeditado. Incluso con todas las atenuantes, la condena sería de muchos años de cárcel para ambos.
Pero Balistreri no barajó esa posibilidad ni por asomo. Si Manfredi merecía otro tipo de justicia, ya se encargaría Dios, si existía. Y por muchas injusticias que hubiera padecido en su vida, incluyendo las infligidas por Balistreri, Linda Nardi y Dioguardi, Manfredi había vivido veinticuatro años de más matando a muchas personas. Angelo Dioguardi había hecho lo que habría tenido que hacer él si todavía le hubieran quedado arrestos.
Balistreri y Corvu les aleccionaron detalladamente sobre lo que debían y no debían decir a la policía. Luego llamaron a Floris, y solo después de que Balistreri y el jefe superior de policía llegaran a un acuerdo fue avisada la policía.
Nadie les preguntó a Corvu y Balistreri de qué habían hablado con Angelo Dioguardi y Linda Nardi durante más de media hora antes de llamar a Floris. No quedó rastro de esa media hora en ningún informe. A pesar del evidente conflicto causado por la amistad que los unía, Floris y el fiscal aceptaron que fuesen Balistreri y Corvu quienes interrogasen a Angelo Dioguardi y Linda Nardi. Nadie más les interrogó, y el fiscal se limitó a tomar nota en silencio de sus respuestas.
La versión de Dioguardi era sencillísima. Llevaba varios años acudiendo a un polígono de tiro y ese domingo también había ido en compañía de su amante Linda Nardi; había testigos. Luego habían ido a comer a casa de Linda y había preferido no dejar en el coche, aparcado en la calle, la bolsa con los cascos, los guantes y la pistola.
A las seis y veinte había bajado en busca de un estanco abierto, pero cuando acababa de poner en marcha el coche se dio cuenta de que se había olvidado la carpeta con el permiso de conducir en la bolsa que estaba en la cocina de Linda. Volvió por la puerta trasera, la del garaje. Linda estaba en la terraza y él fue a la cocina a buscar la bolsa.
Desde allí oyó la voz de Manfredi, sus amenazas a Linda, la confesión de que había matado a todas las chicas, la llamada de Balistreri. Sacó la Beretta de la bolsa y salió a la terraza. Manfredi le daba la espalda. Le ordenó que levantara las manos y tirara la pistola. Pero Manfredi se dio la vuelta rápidamente, pistola en mano, y él le descerrajó cinco tiros.
Noche
En la reunión de última hora de la tarde con Floris y el jefe superior de policía se pasó de puntillas sobre las increíbles coincidencias: el regreso de Dioguardi por el garaje, el que tuviera a mano una pistola cargada. Y sobre todo, los reflejos excepcionales de Dioguardi cuando Manfredi se volvió para dispararle y él le acribilló. Como si ya estuviera listo para matarlo en su mente, además de con la pistola.
Así que ni exceso de legítima defensa ni premeditación. La reconstrucción de los movimientos de Manfredi fue muy sencilla. Había salido de via della Camilluccia el sábado por la noche después de su entrevista con Balistreri, y se había reunido con Ajello en su chalet de Sabaudia, donde el abogado tenía encomendada la custodia de Fiorella Romani. El domingo por la mañana le dio un somnífero a Ajello y le ató a la cama. Cuando despertó le destripó. Otro testigo incómodo menos, como Colajacono y Pasquali.
Luego recibió una llamada al móvil desde una cabina telefónica situada enfrente de Regina Coeli, coincidiendo con la salida de Hagi. Se marchó tranquilamente de Sabaudia, después de comer en un restaurante cuyo recibo tenía en la cartera. Llamó desde el móvil al padre Paul, como consta en el registro del operador telefónico, para concertar una cita.
Llegó a la parroquia de San Valente pasadas las cinco. Paul estaba solo, todos los niños se hallaban en la playa con los voluntarios. Bajo amenaza le obligó a llamar a Angelo Dioguardi para quedar con él. Luego le llevó al sótano, le pegó un tiro, metió el cadáver en un trastero y se llevó la llave. Por último se dirigió a la casa de Linda Nardi. La policía encontró esa noche el cadáver del padre Paul en el trastero de San Valente.
Ramona reconoció de inmediato las fotos de Manfredi que le mandaron a Bucarest por correo electrónico. Era el famoso cliente que le había hecho perder tiempo porque no se le empinaba. Hagi le entregó a Nadia en el Giulia T y volvió a recogerle con la moto de Adrian al chamizo de Vasile después de que Manfredi matara a Nadia. Luego dejaron la moto en el garaje de Hagi y se marcharon en el coche de alquiler con el que Manfredi había recogido a Ramona.
Hagi le acompañó al aeropuerto de la Urbe, donde devolvieron el coche. Allí el avión de la ENT esperaba a Manfredi para llevarle a Zurich a tiempo para coger el vuelo de Nairobi. Así, a pesar de las dos horas más debido al huso horario, había llegado justo a tiempo de inaugurar el hospital. Quedaba por averiguar por qué el nombre de Manfredi no aparecía en la lista de pasajeros, pero para eso Balistreri tenía una respuesta.
Todo era pura reconstrucción, no había la menor prueba de la presencia de Manfredi en las escenas de los crímenes, ni siquiera en los casos de Ajello y Paul. En cuanto a Giovanna Sordi, lo más probable era que él la hubiera abordado el domingo por la mañana después de misa. Manfredi estaba con Elisa cuando su madre la llamó por teléfono, de modo que conocía el contenido de esa conversación y así convenció a Giovanna Sordi. Otra especulación más.
La única certeza era la agresión a Linda Nardi. En la larga reunión nocturna del domingo 23 de julio todos optaron por echar tierra sobre el asunto: gobierno, jefe superior de policía, fiscalía e investigadores. El trágico fin de Manfredi se minimizó y separó del resto. Un antiguo compañero del colegio Carlo Magno que corteja a Linda. Una pelea con el novio actual y la trágica muerte. Ni asesino en serie, ni bisturí, ni nada.
Los crímenes de las mujeres asesinadas y marcadas se los endosaron a Hagi, que siempre había estado presente. El perfecto chivo expiatorio. Hagi había muerto en un enfrentamiento con la policía durante la dramática liberación de Fiorella Romani. El abogado Ajello era su cómplice y Hagi le había matado cuando estaba solo en el chalet. No se dieron explicaciones sobre cómo pudo arreglárselas, pues había tenido que esposarlo y desarmarlo.
El joven conde Manfredi dei Banchi di Aglieno no tenía nada que ver con los asesinatos de las jóvenes, incluido el de 1982. El caso de Elisa Sordi quedaba sin resolver.
El conde Tommaso dei Banchi di Aglieno fue informado por un consternado jefe superior de policía del trágico accidente en el que había perdido la vida su hijo cuando estaba en Nairobi y se disponía a embarcar en un vuelo nocturno rumbo a Frankfurt.
Balistreri lo aceptó todo sin rechistar. Consiguió que el nombre del novio de Linda Nardi que había matado accidentalmente a Manfredi dei Banchi di Aglieno se mantuviera en secreto en los archivos de la jefatura de policía. Un débil secreto, pero que al menos le permitiría ganar un poco de tiempo.