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Jueves, 17 de noviembre de 2016
Erika y Moss escuchaban horrorizadas mientras Laura continuaba su relato:
—El interior de la caravana estaba lleno de humo y gases… Uno de nosotros había desplazado el generador porque estaba situado afuera sobre un terreno irregular, y no queríamos que el viento lo volcara. No nos dimos cuenta de que, al moverlo, lo habíamos colocado tapando el respiradero de la parte delantera de la caravana. Justo enfrente de donde dormía Jessica. Se había quedado encerrada dentro, con todas las ventanas cerradas, y la caravana se había llenado de gases. Oscar las abrió de par en par para que volviera a circular el aire, pero cuando me acerqué a Jessica… No se movía. Estaba aún bajo la colcha. Tenía un horroroso color amoratado, y estaba muerta.
Hubo un largo silencio. La abogada se quitó las gafas y se enjugó las lágrimas.
—O sea que, ¿fue un accidente? —dijo Erika con incredulidad.
—Sí. Deberíamos haberlo revisado todo. Deberíamos haber revisado los respiraderos y las ventanas.
—¿Qué pasó después? —preguntó Moss.
—Los dos estábamos enloquecidos. No recordábamos quién había cambiado de lugar el generador. Yo creía que era Oscar; y él creía que era yo… Le conté que Jessica era mi hija. Él se puso a hablar de secuestro, de homicidio involuntario, y a decir que había firmado los documentos de alquiler de la caravana, incluido un documento legal sobre el uso del generador. Dijo que estaba a punto de iniciar una brillante carrera como abogado y que él era negro. «¿Sabes cómo trata el sistema judicial a un joven negro?», gritaba.
»Cogí a Jessica en brazos, bajé corriendo a la playa y me quedé toda la noche sentada en la arena, sujetándola. Sujetándola entre mis brazos. Era tan preciosa… Oscar no me acompañó. Mi siguiente recuerdo es que amaneció y oí cómo arrancaba el coche. Se fue y volvió al cabo de un rato. Me dijo que había estado en una de las tiendas del camping, a pocos kilómetros de allí, y que en todos los periódicos hablaban del secuestro de la niña. Enloqueció todavía más por el hecho de que yo le hubiera mentido.
—¿Y qué hicieron? —preguntó Erika, casi incapaz de soportar lo que estaba oyendo.
—La enterramos… enterramos a mi pequeña… Cavamos un hoyo y la metimos dentro. Era bajo un árbol; desde allí podría ver el mar. Estábamos muertos de miedo. Oscar me amenazaba. Yo no había dormido…
Al llegar a este punto, Laura se desmoronó. Erika rodeó la mesa y la estrechó entre sus brazos. Miró a Moss y vio que también tenía lágrimas en los ojos. Finalmente, Laura consiguió dominarse y apartó a Erika.
—Oscar fue capaz de desconectarse del asunto. Regresamos, y lo borró todo de su mente. Pero yo tuve que cargar con este terrible secreto. Me sentía abrumada al pensar que había dejado a mi pequeña… A mi Jessica. ¿Sabe lo terrible que es una cosa así? Aunque me producía placer ocultárselo a mi madre. La muy bruja me había quitado a mi pequeña… ¡ahora sabría lo que se sentía! ¡Que se vaya al infierno! —gritó dando un puñetazo en la mesa—. ¡La odio!
—¿Cómo es que la niña pasó de estar enterrada a centenares de kilómetros a reposar en el fondo del embalse de la cantera? —preguntó Moss.
—Yo me estaba volviendo loca. La policía la buscaba por todas partes y entonces detuvieron a Trevor Marksman. Fue como un regalo del cielo. Era un pedófilo, y yo me alegraba de que cargara con la culpa de la muerte de Jessica… Pero no soportaba la idea de que estuviera sola, enterrada a tantos kilómetros de distancia, e hice algo que jamás debería haber hecho: escribí a Gerry. Creí que él tenía derecho a saber… Le escribí una carta.
—¿A Gerry O’Reilly?, ¿el padre de Jessica?
Ella asintió y siguió explicando:
—Le pedí que me telefoneara. Hablamos, y él me dijo que iba a pasar por Londres a ver a unos amigos antes de que lo destinaran a Irak. Fui a su hotel, pasé la noche allí y se lo conté todo. Pensaba que él se pondría como loco, pero tenía que contárselo: era el padre de la niña.
—¿Qué ocurrió?
—Lo que ocurrió fue que descubrí lo malvado y lo hijo de puta que era. ¿Sabe lo que más le interesó de todo? Que estuviera implicado un abogado en ciernes, que Oscar fuera camino de convertirse en un letrado de categoría… Me obligó a darle su número de teléfono. Dijo que él se ocuparía del asunto…
—¿Y lo hizo?
—Me comentó más adelante que ya estaba todo arreglado. Que ella estaba en la cantera.
—¿Le contó algo de Bob Jennings, el hombre que vivía de okupa en la casita?
—Me explicó que alguien los había visto, pero que eso también estaba arreglado. Dijo que mantuviera la boca cerrada; que si lo hacía podría seguir con mi vida, tener un futuro.
—Bob Jennings no merecía morir. Lograron que pareciese que se había colgado —dijo Moss.
En el silencio, se oyó el tictac del reloj.
—Yo iba a la cantera a veces —prosiguió Laura—. Era un consuelo saber que Jessica estaba allí. Nunca le conté nada a mi familia, ni a mi marido, ni a los amigos que fui haciendo. Lo tapé todo completamente. Cuando vives con una mentira, se acaba arraigando en tu interior y casi llegas a creértela. Para mí, hasta que ustedes la encontraron, ella desapareció aquella tarde de camino a la fiesta de cumpleaños.
—Pero ¿por qué ha vuelto a aparecer Gerry? —inquirió Erika.
—Por Oscar. Ha sido por Oscar. Ya han visto que se ha convertido en un abogado de élite. Dicen que van a nombrarlo juez.
—¿Y por qué ha seguido metido en este embrollo?
—Pocos años después de la muerte de Jessica, Gerry se metió en una pelea y lo acusaron de intento de asesinato. Convenció a Oscar para que lo defendiese en el juicio. Y este, no sé bien cómo, se las arregló para que lo dejaran libre. De ese modo iniciaron una relación retorcida… Oscar se fue dejando corromper cada vez más por el poder. Y Gerry se convirtió en una especie de esbirro. Era el que le hacía el trabajo sucio. Así pues, cuando encontraron el cuerpo de Jessica, Oscar volvió a recurrir a Gerry para que siguiera el caso de cerca…
—Y cuando Amanda Baker se acercó demasiado a la verdad, Gerry se encargó de que pareciera que se había suicidado. Pero ella ya se lo había contado al agente Crawford, de modo que este debía desaparecer; y también iba a contármelo a mí, ¿verdad? —dedujo Erika.
Laura levantó la vista hacia ella; sus ojos estaban impregnados de tristeza y odio hacia sí misma.
—Se suponía que debía aparentar un allanamiento, que usted sorprendía al ladrón y que él la golpeaba y la mataba.
—Mi hermana estaba allí, con dos niños pequeños y un bebé. ¿Acaso existía algo que no estuvieran dispuestos a hacer para mantener el secreto? ¿De veras creían que acabarían saliéndose con la suya?
—Lo conseguimos durante veintiséis años —replicó Laura.
Erika y Moss se echaron atrás en sus sillas. Toda la compasión que sentían por ella se había evaporado de golpe.
—¿Sabe a dónde se dirige Gerry O’Reilly? —preguntó Moss—. Ha salido en tren hacia París esta mañana.
—Él siempre decía que algún día se largaría… Que cogería lo que era suyo y que tendría suficiente para esfumarse.
—Sea más concreta —exigió Erika.
—Hablaba de Marruecos.
—¿Por qué Marruecos? —preguntó Moss mirando a su jefa de soslayo.
—Porque allí no hay tratado de extradición con el Reino Unido.