31

El domingo, Erika le concedió a su equipo el primer día libre desde hacía más de una semana. Ella intentó relajarse un poco en casa, pensando que un pequeño respiro serviría para refrescarle la mente. A media mañana, sin embargo, ya se estaba subiendo por las paredes. Llegó a la comisaría de Bromley justo después del almuerzo y trató de localizar las cintas de vídeo que se le habían incautado a Trevor Marksman. Se pasó varias horas abriendo todos los archivadores para ver si había vídeos, DVD o incluso un lápiz de memoria, pero no encontró nada. Se propuso ir al almacén donde se guardaban las pruebas. Las cintas habían sido incautadas originalmente en ese distrito, y era posible que se hubieran quedado criando polvo en el enorme almacén del sótano de la comisaría. Lo único que tenía era un número de referencia.

Ya iba a bajar cuando apareció Crawford en el pasillo.

—No esperaba encontrarla aquí —dijo.

—Lo mismo digo —replicó ella examinándolo de arriba abajo. Bajo el abrigo, llevaba vaqueros y un jersey. Esperó aguardando una respuesta. Al agente le brillaba la frente de sudor.

—Es que me dejé el móvil. —Mientras lo decía, sonó un teléfono en el bolsillo de su abrigo. Él lo sacó y canceló la llamada—. Mi segundo móvil —añadió.

—Claro —dijo Erika, y fue a buscar un té de la máquina. Volvió al centro de coordinación y Crawford la siguió. Ella se sentó y se puso a revisar unos papeles, observando con el rabillo del ojo cómo buscaba él por debajo de su mesa.

—Creía que se me había caído. Pero no está.

—Ha pasado la mujer de la limpieza esta mañana. ¿Qué aspecto tiene?

—Eh… es un Samsung. Un Smartphone, un modelo viejo con una grieta en la tapa de detrás.

—Ya lo buscaré.

Crawford se quedó unos segundos junto a su mesa y se marchó. Ella aguardó junto a la ventana y observó cómo salía y cruzaba la calle, hablando acaloradamente por teléfono. Tomó nota mental de que no debía perderlo de vista.

Abandonó la comisaría pasadas las seis de la tarde tras una larga y polvorienta búsqueda en el almacén de pruebas de la comisaría que resultó totalmente infructuosa. Hizo una llamada al grupo de Investigación Especial de Scotland Yard y le dio a la chica que la atendió el número de referencia de las cintas que figuraba en uno de los expedientes; pero la chica se limitó a decir que ya lo buscaría, lo cual no le dio demasiadas esperanzas.

Pasó por su piso, se duchó, se cambió y salió otra vez. Tenía un compromiso que llevaba esperando con ilusión. Una cena con Isaac Strong.


Llegó cuando iban a dar las ocho. Isaac vivía en una preciosa casa adosada de Blackheath, provista de una elegancia natural que tenía la virtud de serenarla siempre. Pensaba quedarse a dormir allí. Así podrían beber a sus anchas y hablar de todo lo divino y lo humano. Isaac fue a abrir en vaqueros, camiseta y un delantal azul. A Erika le llegó una oleada de un delicioso aroma a pollo asado con romero.

—Antes de dejarte pasar, hay que hacer un control de calidad —dijo Isaac sonriendo. Ella le mostró las dos botellas de vino tinto que había comprado y él examinó las etiquetas—. Vino eslovaco, interesante. Será una novedad para mí.

—Este es de viñedos Radosina. Es delicioso y lo bebe la familia real británica. ¡Podríamos decir que resulta adecuado para una vieja reinona como tú!

—¡Serás descarada! —exclamó él abrazándola.

Lo siguió hasta la cocina, decorada con un elegante estilo rústico francés: armarios pintados de blanco y encimeras de madera clara. Isaac sacó del enorme fregadero de cerámica una cubitera, donde había una botella de Prosecco.

—Tomemos algo burbujeante primero —dijo, y le sirvió una copa. Ella echó un vistazo en derredor y se preguntó, como había hecho otras veces, si, al ser patólogo forense, su amigo evitaba deliberadamente el acero inoxidable. Mientras él servía el vino, Erika le estudió el rostro.

—¿Cómo te van las cosas? —le preguntó. Últimamente solo habían podido hablar del caso Collins.

—Bien —respondió él de un modo mecánico—. Por la amistad —añadió mientras chocaban las copas.

—¿Seguro? No es bueno guardárselo todo dentro. —Se refería a la muerte de Stephen, el novio de Isaac, ocurrida unos meses antes.

—Me está resultando difícil hacer el duelo sin enojarme… Era una relación un poco descompensada. Yo lo amaba y no sé… si él sentía gran cosa por mí —dijo el forense en voz baja.

—Creo que tú le dabas la estabilidad y el amor que necesitaba.

—Subrayando lo de «dabas». Yo no hacía más que dar y no recibía nada a cambio.

Hubo un silencio desagradable. Él se acercó a la cocina y puso una sartén en el fogón.

—Te agradezco que no me vengas con mentiras piadosas, pero mi forma de afrontarlo es no hablar de ello… Aunque ya sé que no es sano.

—No hay normas universales. Pero tú siempre puedes contar conmigo.

—Gracias… Y ahora cambiemos de tema.

—De acuerdo. ¿De qué quieres hablar?

Isaac removió el contenido de la sartén y dejó la cuchara en un reposa cucharas junto a los fogones.

—No quería hablar de trabajo esta noche, pero hay un dato significativo en los resultados de la muestra de médula ósea que extraje de los restos de Jessica Collins.

—¿Qué? —exclamó Erika dejando la copa.

—Había altos niveles de un compuesto químico, llamado tetraetilo de plomo, en la muestra que saqué de la tibia derecha.

—¿Cómo dices que se llama?

—Tetraetilo de plomo. Es un compuesto orgánico de plomo que se añadía a la gasolina para incrementar el rendimiento. Ahora es ilegal. Se fue eliminando progresivamente de la gasolina desde 1992.

—Cuando se impuso la gasolina sin plomo.

—Sí. Ya sé que nunca tienes ocasión de desconectar, pero he pensado que te interesaría saberlo. —Se acercó a la mesa, se sentó y volvió a llenarle la copa.

—¿Por qué habría de haber una cantidad tan elevada de ese compuesto en la médula ósea?

—Como es obvio, no he podido trabajar con muestras de tejido ni de sangre. Pero las condiciones en las que estaba envuelta y hundida en el fondo del lago han preservado los huesos…

—Jessica era una niña sana que se alimentaba correctamente; y por los informes que he leído, estaba muy bien cuidada.

—Esas cifras anómalas indican que pudo haber estado expuesta a elevados niveles de gasolina con plomo; o que incluso esa exposición contribuyó a causarle la muerte.

—Lo cual refuerza mi teoría de que la secuestraron y la mantuvieron en cautividad unas semanas antes de arrojar el cuerpo al embalse… Podría haberse visto expuesta a gases de combustión mientras estaba apresada.

—Eso ya es cosa tuya.

—No te soporto cuando dices eso.

—Siempre es un placer ayudar —dijo él con una sonrisa irónica.

Erika dio un largo trago, dejó la copa y, pasando el dedo por su superficie empañada, quiso saber:

—¿En qué estado se encuentra un cuerpo después de estar enterrado veintiséis años?

—Enterrado, ¿cómo?

—En una tumba normal, en un ataúd.

—¡Uf! Depende.

—¿De qué?

—Del tipo de ataúd, de las características del entierro… A veces vemos cadáveres en unas condiciones sorprendentes tras muchos años bajo tierra. Los ataúdes de caoba con refuerzos de plomo suelen ralentizar el proceso de descomposición. Los más baratos se desgastan rápidamente y dejan el cuerpo a merced de la tierra y de los microorganismos. ¿Por qué lo preguntas? ¿Estás pensando en exhumar el cadáver de alguien? —Se levantó, fue a la encimera y regresó con un cuenco de almendras tostadas.

—No lo sé. Es posible. Debería justificarlo, obviamente. Sería para investigar la causa de la muerte. —Erika cogió un puñado de almendras y se las metió en la boca, saboreando su textura crujiente y su sabor salado.

—¿La causa de la muerte fue comprobada?

—Estoy buscando aún el certificado de nacimiento. Tengo un sospechoso que murió hace veintiséis años… —Le resumió rápidamente la historia de Bob Jennings—. La muerte se catalogó como un suicidio, pero su hermana dice que fue más bien sorprendente que se quitara la vida.

—Si se usó un veneno o hubo fracturas óseas, podrían quedar restos; pero al cabo de veintiséis años, ¿te arriesgarías a perturbar a la familia por nada?

—Él se ahorcó; esa fue la causa oficial de su muerte.

—Ah, en ese caso no habrá muchos indicios después de tanto tiempo. Casi no quedará nada de los órganos internos. Si se le hubiera roto el cuello, todavía sería capaz de apreciarlo.

—¿Y qué me dices de los huesos? ¿Y si también él tuviera elevados niveles de tetraetilo de plomo en la médula?

—Pero ¿cómo vincularías específicamente ese dato con Jessica Collins?

Erika suspiró y dijo:

—Tienes razón.

—Y no olvides que si quieres exhumar un cadáver, has de justificarlo ante un juez: no puedes basarte en una corazonada… Cambiando totalmente de tema, ¿cómo estás de hambre?

—Famélica —dijo ella sonriendo.

—O sea que tomarás postre, ¿no?

—Yo siempre tomo postre. Es de lo único que estoy segura.