38
Cuando Erika y Peterson salieron, la calle principal estaba abarrotada de gente que iba de un pub a otro. Caminaron en silencio hasta la estación de tren. Había un único taxi en la entrada, con el motor al ralentí.
—¿Usted pensaba tomar un taxi? —preguntó Peterson.
—Sí. Me he pasado del límite.
—Yo también.
Miraron a ambos lados de la calle. No pasaban más coches. Empezaron a caer unas gotas que enseguida se convirtieron en una lluvia torrencial.
—¿Van a alguna parte o no? —preguntó el taxista bajando la ventanilla. Era un viejo de aire tristón, con unas pocas hebras de pelo canoso pegadas al cráneo. Peterson abrió la puerta y ambos subieron y tomaron asiento dejando un espacio entre ambos.
—¿A dónde? —preguntó el viejo.
—Ella baja primero, en Forest Hill, y luego a Sydenham —indicó Peterson.
—No, usted va primero —replicó el taxista—. Hemos de pasar por Sydenham para llegar a Forest Hill.
—Llevémosla primero a ella. Es mi jefa —bromeó Peterson.
El viejo puso los ojos en blanco y arrancó. Circularon en silencio. La lluvia repiqueteaba en el techo del taxi, mientras ellos dejaban atrás las oscuras calles. Apenas había tráfico. Erika le lanzó una mirada subrepticia a Peterson. Por una vez, no quería dejarse abrumar por la vida, el dolor ni la responsabilidad. Quería que alguien la abrazara cuando se durmiera. Quería despertarse con alguien al lado, sin sentirse sola y desolada.
Él se giró y sus miradas se encontraron. Ambos se apresuraron a mirar para otro lado. Ella sintió que se le aceleraba el corazón mientras el taxi giraba por Manor Mount y emprendía la subida de la pronunciada cuesta hacia su edificio. Las casas desfilaban rápidamente y enseguida llegaron.
—Primera parada —dijo el taxista al frenar. El cierre automático de las puertas se abrió con un clic.
—¿Le apetece una taza de café? Quiero decir, un café en mi casa —preguntó Erika.
Peterson pareció sorprendido.
—Vale… Sí, sería estupendo.
Pagaron al viejo, se bajaron del taxi y cruzaron el aparcamiento. Ella observó que había luz en la entrada comunitaria, y entrevió dentro a una rubia con unos niños.
Al llegar a la puerta, hurgó en el bolso para buscar las llaves. Peterson la abrazó, la atrajo hacia sí y le dio un beso en la mejilla. Ella se giró hacia él y sonrió. Estaba a punto de decir algo cuando sonó un gritito.
—¡Erika!
Se abrió la puerta de la entrada y apareció disparada la mujer rubia. Tenía un gran parecido con la inspectora: una preciosa cara eslava y ojos almendrados. La melena, mojada por la lluvia, le sobrepasaba los hombros. Llevaba un largo abrigo negro; debajo, unos vaqueros ceñidos y un top escotado. Detrás de ella, un niño y una niña morenos se soltaron de un cochecito sofisticado donde dormía un bebé. La mujer le dio un gran abrazo a Erika y se apartó.
—¡Qué alegría verte! ¡Te he estado llamando todo el día! —exclamó.
—¿Quién es? —preguntó Peterson, desconcertado.
—Es mi hermana, Lenka.