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Erika pasó brevemente por el hotel a media tarde para ducharse y cambiarse de ropa. Al acabar, llamó a la puerta contigua. Le abrió Lenka, con el bebé en brazos.
—¿Seguís todos bien? Siento no haberos visto apenas estos días.
—Los niños están en su elemento: tenemos servicio de habitaciones y piscina, y el hotel está muy tranquilo. Yo casi he olvidado que tengo un marido esperándome en casa —respondió Lenka—. ¿Tú estás bien?
—Sí. He hecho un descanso y ya regreso a la comisaría. ¿Te mantienes alerta, con los ojos bien abiertos?
—Sí, aquí nos sentimos seguros. Y por si acaso… —Señaló un retrato robot que había confeccionado con el dibujante.
—¿Por qué lo has colgado en la pared? —Erika se acercó a la inquietante imagen de un hombre de cejas gruesas, mirada amenazadora y una mata oscura de pelo rizado.
—Para que los niños sepan quién es y cuál es su aspecto exactamente. También tienen copias en recepción y en la pared de la cocina y de la sala de personal.
—Ese tipo venía a por mí.
—Es que nosotras nos parecemos. Aunque yo soy un poquito más guapa —dijo Lenka sonriendo.
—Qué caradura. Bueno, no sé cuánto tiempo estaré fuera. Me quedaré a trabajar hasta muy tarde. Pero todavía hay un agente uniformado en el aparcamiento.
Besó a su hermana y a Eva, y le dijo que les diera recuerdos a Jakub y a Karolina cuando volvieran de la piscina.
Llegó de nuevo a la comisaría y subió al centro de coordinación, donde Peterson y Moss estaban abriendo una bolsa llena de comida para llevar.
—¿Es comida china? —preguntó desde la puerta.
Moss asintió sosteniendo en alto la abultada bolsa.
—Y de la mejor calidad: ternera crujiente con salsa picante, Chow Mein de pollo, algas crujientes y pan de gambas.
—¿Cómo sabíais que no había comido nada?
Al cabo de una hora, ya habían terminado de comer y estaban sentados ante una mesa larga donde estaban los registros de llamadas de Amanda Baker, su historial de búsquedas en Internet y todas las notas que había sujetado en la pared de su casa.
Se pasaron las siguientes horas examinándolo todo.
—Hay dos cosas que destacan. Amanda sacó una captura de pantalla de uno de los vídeos de Marksman —dijo Erika, sujetando una copia de la imagen de Marianne y Laura sentadas en el banco—. Y la otra es la caja de la chocolatina cuyo eslogan subrayó con rotulador: «No es tuya, Terry, es mía».
Los tres intercambiaron una mirada.
—Por Dios, ahora que lo dice, yo sería capaz de asesinar por una de esas chocolatinas —dijo Moss.
—Pero si te acabas de inflar de comida china —comentó Peterson.
—Vamos a centrarnos —rezongó Erika—. Quiero mirar el tramo del vídeo del que sacó la captura de pantalla.
Abrieron el portátil de Erika y, tras un rato de búsqueda, encontraron el archivo de vídeo. En las imágenes, se veía a Laura y a Marianne discutiendo, aunque sus voces se oían débilmente. La inspectora jefe retrocedió, volvió al mismo punto y subió el volumen. Los gritos y las risas de los niños del parque retumbaron por los altavoces, así como el rechinar de los columpios. Aguzaron el oído para tratar de entender de qué discutían.
—A ver qué está diciendo Laura: «Tú no puedes mangonearme… y a ella tampoco…» —repitió Erika.
—Sí, su voz suena más fuerte; la de Marianne es casi inaudible —asintió Peterson.
Volvieron a pasar la secuencia.
«Tú no puedes mangonearme… no es tuya… es mía…», decía la voz de Laura.
—Otra vez —dijo Erika—. Y ahora con el volumen a tope.
Moss rebobinó y de nuevo aparecieron las imágenes y se oyeron los ruidos del parque. La voz de Laura resonó por los altavoces: «Tú no puedes mangonearme… No es tuya… es mía…».
La inspectora Foster paró el vídeo y se levantó. La mente le funcionaba a toda velocidad.
—¿Qué ocurre? —dijo Peterson.
—No es tuya, es mía… No es tuya, es mía… La caja de la chocolatina Terry, junto al ordenador de Amanda… —Buscó la fotografía de la escena del crímen—. Se tomó la molestia de subrayar el eslogan que usaban en los anuncios: «No es tuya, Terry, es mía».
—¿Cree que había alguien implicado que se llamaba Terry? —preguntó Peterson mirándola cómo deambulaba de aquí para allá, absorta en sus pensamientos.
Ella se detuvo de golpe y planteó:
—¿Y si Laura está hablando de Jessica cuando dice: «No es tuya, es mía»? —Miró a sus compañeros—. ¿Qué diferencia de edad había entre ella y la niña?
—Cuando se produjo la desaparición, Jessica tenía siete años y Laura, veinte… —informó Peterson—. Veamos, ¿no creerá…?
Erika rebuscó entre los papeles de la mesa.
—¿Qué está buscando, jefa? —preguntó Moss.
—He visto algo en el historial de Internet de Amanda. Una dirección con el dominio «.ie», de Irlanda.
—A ver, busquemos entre todos —dijo Peterson. Se repartieron las páginas y estuvieron unos minutos revisando los listados, impresos en letra diminuta.
—Lo tengo —gritó Erika. Volvió al portátil y tecleó la dirección: www.hse.ie/eng/services/list/1/bdm/Certificates/
—Amanda estaba buscando un certificado de nacimiento. Un certificado irlandés. Dado que ella no tenía acceso a la oficina de registros como nosotros, entró en esta página para solicitar un certificado de nacimiento.
Moss examinó la página web en la pantalla, que decía:
Debido al considerable aumento de solicitudes de certificados de nacimiento motivado por el reciente referéndum en el Reino Unido, el tiempo de entrega de certificados desde este servicio se prolongará a treinta (30) días desde la fecha de solicitud.
—Amanda tendría que haber esperado treinta días. ¿Cree que fue entonces cuando la llamó a usted?
—¿No nos estaremos yendo por las ramas? —musitó Erika—. ¿Una cosa así no se habría averiguado antes?
—La primera investigación fue un desastre. Además, ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar el certificado de nacimiento de Jessica? ¿Cuándo buscamos nosotros un certificado de defunción o de nacimiento? Únicamente si hay algo sospechoso.
—¿Creen que es posible? —dijo Erika, congestionada de excitación—. ¿Laura Collins no era la hermana de Jessica? ¿Era su madre?