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Dime, ¿qué haces aquí, al final de la línea, como en la canción? —preguntó la chica. Era morena y estaba apoyada en la barandilla del balcón, con un cigarrillo en la mano. Con un gesto se esparció la larga melena por encima de los hombros y observó a Gerry. Él, situado en el otro extremo de la barandilla, llevaba solamente unos pantalones de chándal. La chica recorrió con la vista el musculoso pecho del tipo hasta el vello oscuro del ombligo—. Morden es el final de la línea del metro, ¿no? —añadió.

—No es el final de la línea —respondió él con voz ronca y levemente amenazadora—. Es una cuestión de percepción. Es el principio de muchas líneas.

Contempló a la chica que se había ligado en el supermercado de Morden High Street. Esperaba que fuera mayor de edad; desde luego lo parecía. No llevaba más que una camiseta blanca que él le había prestado y que apenas le cubría el trasero. Un buen trasero, pensó, mirándolo. Toda ella estaba muy buena. Y la muy zorra lo sabía. Notó que se le ponía dura.

—¿Siempre hablas con enigmas? —dijo ella sonriendo—. ¿A qué te dedicas? ¿Cuál es tu trabajo? —Dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó por el balcón. Ambos miraron cómo caía lentamente y aterrizaba, todavía encendido, en el techo de un BMW—. Mierda, ¿no será tuyo? —dijo con una risita, agitando otra vez la melena.

—No, no es mío.

Ella se le acercó. Iba descalza, pero no parecía que las baldosas le dieran frío. Gerry no le había ofrecido unas zapatillas. Mirándolo a los ojos, se levantó lentamente la camiseta. Los pechos se le irguieron mientras alzaba los brazos y se la quitó por la cabeza. Una barrita metálica le atravesaba un pezón. En el otro se le veían marcas de algún piercing y una pequeña cicatriz. Él se preguntó si le gustaría el sexo duro.

La chica sonrió, recreándose en la avidez con que él recorría su cuerpo desnudo con la mirada. Entonces sostuvo la camiseta por encima de la barandilla y la soltó.

—¡Eh, es mía! —exclamó Gerry, mientras la camiseta descendía por el aire hasta reunirse con la colilla en el techo del coche.

—Es una simple camiseta.

Él le dio una bofetada en la cara.

—No es una simple camiseta.

La chica se llevó la mano al labio, pero su temor se desvaneció enseguida. Se apretó contra él.

—Fóllame aquí —susurró.

—No.

—¿No? —dijo ella suspirando—. ¿Seguro? —Se dio la vuelta y pegó el trasero a su ingle—. Puedes hacer lo que quieras… —Le cogió la mano, la llevó alrededor de su cintura y la metió entre sus piernas. Él mantuvo la mano muerta, pero la chica empezó a gemir y a retorcerse en cuanto entró en contacto con su vello púbico. Gerry apartó la mano.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Esa estúpida mierda porno, los grititos y los gemidos. Es falsa. Me dan ganas de darte otro sopapo.

Ella se dio la vuelta, y cruzó los brazos. El numerito sexy se acabó. Ya solo era una chica desnuda y aterida en un balcón.

—¿Quieres que vaya a buscarte la camiseta? —preguntó.

—Quiero que te vayas.

Ella contempló el torso del hombre, se inclinó buscando la calidez de su cuerpo. Gerry notó que estaba sola, que quería quedarse.

—Pero si acabo de llegar… —gimió.

Él le dio un puñetazo en el rostro, la agarró del pelo y le acercó la cara a la suya. La chica lo miró jadeante, aturdida. Le salía de la nariz un hilo de sangre.

—¿Ahora captas la indirecta? —dijo Gerry.

La apartó de un empujón y, mientras ella corría adentro, encendió otro cigarrillo y la observó a través de la puerta abierta. La chica, ahora deshecha en lágrimas ensangrentadas, recogió los vaqueros y las bragas, que estaban tirados por el suelo alrededor del sofá, y se los puso a toda prisa. Terminó de vestirse, lanzándole todo el rato miradas asustadas, y desapareció dando un portazo.

Él se asomó por la barandilla y esperó. Al cabo de un par de minutos, la chica emergió al pie de la escalera y echó a correr en la oscuridad. El redoble de sus tacones se fue alejando.

—Mierda —masculló Gerry. Eran las cuatro de la madrugada. Confiaba en que la cosa no acabara volviéndose contra él: que esa chica estúpida llegara a casa sin problemas.

Cuando se terminó el cigarrillo, bajó lentamente por la escalera del edificio, que apestaba a orines y tenía las paredes cubiertas de grafiti y los rellanos plagados de cristales y basura. Recogió su camiseta del techo del BMW. Era una insulsa camiseta blanca, pero la había llevado en sus dos períodos de servicio en Irak. Era su camiseta de la suerte. Se la puso y volvió a subir perezosamente la escalera.

Al entrar en el piso, cerró la puerta y fue al dormitorio. Hecho esto, se sentó ante el portátil y lo despertó agitando el ratón.

Buscó el programa con el mensaje de texto troyano y, comprobando que eran las cuatro y media, pulsó «Enviar».