58
Peterson entró en la cocina de su piso, solo con una toalla alrededor de la cintura. Echó un vistazo en la nevera. No había más que una lata de fideos con salsa y algo de pan de molde.
El piso, una pequeña planta baja de alquiler, se hallaba en una zona decente de Sydenham. El vecindario estaba compuesto en gran parte por oficinistas que salían temprano y llegaban tarde, además de un par de viejas que lo miraban con ojitos relucientes cuando lo veían. Habían descubierto que era policía al poco tiempo de que se mudara allí, y se sentían reconfortadas por el hecho de tener cerca a un miembro de las fuerzas del orden. Por otra parte, como había observado su amigo Dwayne, probablemente estaban prendadas de él.
Justo cuando cerraba la nevera suspirando, sonó el timbre. Pensó que quizá sería una de las viejas en cuestión. Le habían metido por debajo de la puerta una nota para que asistiera a una reunión de la ronda de vigilancia vecinal.
Sin embargo, al abrir la puerta, vio a Erika en el umbral, chorreante de agua.
—Jefa… Hola —dijo, y recogió los calzoncillos y los calcetines, que estaban tirados junto a la puerta del baño.
—Perdone, ¿tiene compañía? —dijo ella. La vista se le fue a la medalla de San Cristóbal que llevaba colgada entre sus tersos pectorales y al fino vello del vientre, plano como una tabla.
—No. Es que soy un guarro —dijo él sonriendo—. Perdone, acabo de salir de la ducha. —Mientras se ponía una camiseta blanca, la toallita estuvo a punto de caérsele—. ¿Quiere pasar?
—Disculpe. No debería haber venido. —Y dio media vuelta para marcharse.
—Jefa, está empapada y hace un frío tremendo. Al menos voy a dejarle una toalla… Tengo otra —añadió mirando la que llevaba alrededor de la cintura.
La hizo pasar a la sala mientras él iba al cuarto de baño. Ella echó un vistazo alrededor y advirtió sin más que era un piso de soltero. Había una enorme pantalla plana sobre una mesita baja, provista de una PlayStation y un par de mandos. Unas estanterías ocupaban por completo dos paredes; en ellas había una mezcolanza de libros y DVD. Los asientos eran de cuero negro. En la pared del fondo había un calendario Pirelli de 2016 abierto todavía en el mes de octubre. Peterson reapareció con una camiseta blanca y un holgado pantalón de chándal. Erika pensó que olía de maravilla.
—¿Y ese calendario? —preguntó señalando la foto en blanco y negro de Yoko Ono, sentada en un taburete; llevaba medias, chaqueta y sombrero de copa.
—¡Ah, sí! Mis amigos me regalan el Pirelli todos los años… Esta vez es en plan artístico y conceptual.
—Nada de chicas con las tetas al aire —dijo Erika sonriendo.
—No, por desgracia —dijo él con otra sonrisa, y bajó la vista hacia su blusa. Ella siguió su mirada y se sintió mortificada al ver que, de tan empapada, se le transparentaba el sujetador.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó tapándose con la toalla.
—No pasa nada —dijo él—. ¿Quiere una camiseta? Puedo ponerle la blusa sobre el radiador.
Desapareció un momento, volvió con una camiseta y se metió en la cocina para dejarla que se cambiara. Erika fue a un rincón y se desabrochó a toda prisa la blusa mojada. El sujetador también estaba empapado y se pasó un rato tratando de decidir si debía quitárselo. Al fin, se lo desabrochó y se puso la camiseta. Peterson reapareció con dos vasos de whisky mientras ella ocultaba el sujetador bajo la blusa extendida sobre el radiador de la ventana. Los relámpagos iluminaban el cielo y la lluvia se estrellaba a ráfagas contra el cristal.
—Tenga, esto la hará entrar en calor. Es solo un dedo, así no se pasará del límite.
Ella cogió el vaso y dio un sorbo. Peterson le indicó con un gesto que se sentaran en el sofá.
—¿Va todo bien en la investigación? Ya sé que ha sido un día de mierda.
—Todo bien. Bueno, no tan bien…
—¿Pero?
—No sé por qué he venido aquí —dijo contemplando el líquido ambarino de su vaso—. Mi hermana, la que conoció el otro día, sigue en casa todavía.
—Pero su piso es de un solo dormitorio, ¿no? —dijo él, y dio un trago.
—Sí. La tensión ha llegado al máximo esta noche, y me he largado furiosa.
—Lo lamento.
Ambos dieron otro sorbo. Erika notó que el whisky empezaba a calentarle el estómago. Se sentía más relajada.
—¿Doy la impresión de ser una bruja?
Peterson resopló con las mejillas infladas, y añadió:
—Usted dirige un equipo de policías. Tiene que ser dura.
—Eso es un sí. Gracias.
—No quería decir eso, jefa.
—No me llame jefa. Llámeme…
—¿Señorita Foster?
Erika estalló en carcajadas y él también. Ella bajó la mirada a su vaso de nuevo; al volver a alzarla, Peterson se le había acercado más. Con delicadeza le quitó de las manos el vaso y lo dejó sobre la mesa. Se inclinó, la sujetó de la barbilla y la besó. Sus labios eran suaves y cálidos, y también sensuales; su lengua se insinuó apenas un instante. Sabía a whisky y a hombre, y Erika comenzó a derretirse.
Alzó las manos, recorrió la espalda firme y musculosa de Peterson y se las introdujo por debajo de la camiseta. Tenía la piel tersa y cálida. Él también le metió las manos por debajo de la camiseta y fue subiéndola despacio por su espalda.
—¿Has venido sin sujetador? —murmuró.
—Está en el radiador —dijo ella, indignada.
Él deslizó la mano hacia delante y le apretó el pezón con suavidad. Erika gimió y se echó hacia atrás mientras él se colocaba encima. Ahora tenían los labios pegados.
A ella se le presentó de pronto la imagen de Mark. Una imagen tan nítida que dio un grito.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Te he hecho daño? —dijo Peterson apartándose.
Ella miró sus preciosos ojos castaños y estalló en lágrimas. Se levantó de un salto, entró en el baño diminuto y se encerró dentro. Sentándose en el borde de la bañera, rompió a llorar con unos sollozos hondos y entrecortados que le sacudían todo el cuerpo. No había llorado así desde hacía mucho tiempo, y le resultaba reconfortante y amargo a la vez. Cuando los sollozos cesaron, sonó un ligero golpe en la puerta.
—Jefa… digo, Erika, ¿estás bien? Perdona si me he pasado de la raya —dijo Peterson.
Erika se contempló en el espejo, se limpió la cara y abrió la puerta.
—Tú no has hecho nada…
—Bueno, te he tocado un poco la teta…
—Estoy intentando hablar en serio —dijo ella, y se sonó la nariz—. Resulta difícil ser viuda. Mark era mi vida, el amor de mi vida, y ya no está. No volverá nunca y, sin embargo, no pasa ni un día sin que piense en él… Es extenuante todo este dolor, vivir con ese hueco enorme en mi vida. Pero soy humana, y nada me gustaría más que… ya sabes, estar contigo. Pero ahí está esa sensación de culpabilidad. Mark era un hombre bueno y leal. —Se encogió de hombros y se enjugó los ojos.
—Erika, vamos a tranquilizarnos. Mira, te dejaré un minuto y yo iré a hacerme una paja con esa foto de Yoko Ono…
Ella alzó la mirada.
—¿Aún no es momento para chistes? —preguntó él.
—No. —Ella sonrió—. Un chiste es lo que me hace falta.
Lo miró mientras permanecía apoyado en el umbral, y entonces lo abrazó y lo besó de nuevo. Retrocedieron dando tumbos, tanteando por el pasillo, hasta la puerta del dormitorio, y se derrumbaron sobre la cama. Esta vez ella no permitió que los recuerdos la detuvieran.