30

Encontró a Peterson apoyado en la barandilla que daba al Támesis, con un café y un cigarrillo. Se lo veía empequeñecido porque estaba al lado del Golden Hinde II, un barco-museo cuyo reluciente casco negro y dorado se alzaba sobre las aguas verdosas del río. Soplaban ráfagas de viento frío, cosa que Erika agradeció después de respirar tanto rato la atmósfera empalagosa y sofocante del piso de Trevor Marksman.

—Le he comprado un café —dijo él recogiendo el vaso de plástico del suelo y pasándoselo—. Quizá ya esté frío.

—Gracias —dijo ella, y dio un sorbo.

—¿Se ha bebido el café de Marksman?

—No.

—Menos mal.

—Deme un cigarrillo, ¿quiere?

—Creía que había dejado de fumar.

—Estoy empezando otra vez.

Peterson sacó el paquete; ella cogió uno y lo encendió.

—Lo siento. No debería haberle pedido que viniera a hablar con él. No lo he pensado.

—No importa. No vale la pena discutir por ese tipo.

—En efecto. Pero nos ha dado una pista, y sin darse cuenta siquiera.

Él la miró fijamente y, por primera vez en toda la mañana, los ojos se le iluminaron.

Mientras caminaban por Thames Embankment, ella le explicó el resto de la conversación. Compraron unos sándwiches en Charing Cross y tomaron un tren directo a Hayes. Como de costumbre, la empresa ferroviaria solo había puesto un par de vagones.

—¿Por qué no nos dijo esa vieja que Bob Jennings era su hermano? —comentó Erika en voz baja. Como todos los asientos estaban ocupados, se vieron obligados a ir de pie, apretujados en la parte trasera.

—Tampoco quiso decirnos cómo se llamaba —observó Peterson.

—Pero ella sabía que acabábamos de encontrar el esqueleto… de la susodicha en el sitio que ya sabemos.

Había una mujer bajita pegada a ellos que sostenía una revista en la mano, pero los estaba observando. Cuando ambos la miraron, desvió la vista.

—Quiero hablar con ella. Y me da lo mismo si pertenece a la aristocracia terrateniente; no soporto todas esas tonterías —gruñó Erika—. En Eslovaquia hay muchos problemas, pero afortunadamente nos hemos ahorrado el maldito sistema de clases.


Desde la estación de Hayes había un breve paseo hasta la dirección que la central de policía les había mandado. Rosemary Hooley residía en una vivienda de una hilera de casas de campo de aire distinguido, junto a la entrada de Croydon Road al parque Hayes, desde donde se veía el aparcamiento de grava y el principio del bosque. Las casas quedaban apartadas de la calle tras amplios jardines. Flotaba en el ambiente un olor a leña quemada, que se intensificó cuando se aproximaron a la antigua rectoría donde vivía Rosemary. Erika abrió la pequeña cancela blanca. La casa, de techo de paja y una fachada impecablemente conservada, contaba con un prado musgoso salpicado de hojas secas. A través de la ventana esquinera de una acogedora salita, atisbaron a Rosemary Hooley en el jardín trasero. Estaba rastrillando las hojas en montones. Llevaba el mismo chándal viejo, la gorra con borla del Chelsea FC y la bufanda del Manchester United. El labrador de color amarillento debía de haberlos oído y apareció ladrando y dando saltos por la esquina.

—¡Serge! —gritó Rosemary y, saliendo al cabo de poco por una puerta lateral, fue tras él. Al ver a los agentes, inspiró hondo y se apoyó en el rastrillo—. Ah… ya pensé que igual los volvería a ver. ¿Quieren un té?

—Sí, gracias —aceptó Erika.

La mujer se quitó sus gastados guantes y les indicó con una seña que la siguieran.


Un verde y reluciente horno Aga dominaba la cocina, proporcionándole un confortable calor frente al frío que hacía fuera. Rosemary se quitó la gorra, aunque no el abrigo ni las botas, y empezó a trajinar, sacando tazas, leche, azúcar y un bizcocho Victoria sobre un plato antiguo en el que había un sauce estampado. Los dos policías se sentaron, fastidiados, a una mesa de madera donde había viejos ejemplares de Radio Times, una radio de coche con los cables asomando por detrás y un cuenco de plátanos ennegrecidos. También había dos gatos escuálidos dormidos encima de la mesa, uno de los cuales, según observó Erika, tenía una garrapata enorme en lo alto de la cabeza.

Rosemary se acercó y le pasó el plato de bizcocho a Erika. Cogió al primer gato y lo lanzó al suelo, donde el animal aterrizó ágilmente de cuatro patas. Hecho esto, cogió al segundo, el de la garrapata, y con un rápido movimiento manual, la retorció y se la arrancó. Al dejar al gato en el suelo, observó la garrapata a la luz de la ventana.

—Ahí está, ¿ve? Hay que arrancarla con la cabeza intacta… —dijo enseñándole a Peterson el bicho, cuyas finas patas negras se retorcían en el aire. Él miró para otro lado con repugnancia.

La mujer se acercó al fregadero, tiró la garrapata por el sumidero y activó la trituradora. Erika observó que no se lavaba las manos antes de llevar las tazas y cortar el bizcocho.

—Bueno. La niña muerta en el fondo del embalse… Un asunto feo… Muy feo —dijo, y dio un gran sorbo de té. Le resbalaron unas gotas por la barbilla, y se las secó con la manga.

—Hace unos días le preguntamos por la casa que había junto a la cantera… —inició la conversación Peterson.

—Sí. Estaba allí, lo recuerdo.

—Dijo que un hombre había okupado la casa… Bob Jennings. ¿Por qué no aclaró que era su hermano? —inquirió Erika.

—Usted no lo preguntó —repuso ella sin ambages.

—Se lo preguntamos ahora. Y nos gustaría que nos diera toda la información. La cantera es actualmente el escenario de un crimen, y su hermano vivía al lado. ¿Cuánto tiempo estuvo viviendo en esa casa? —dijo la inspectora.

Rosemary dio otro trago de té y la miró un poco contrita.

—Años, no sé… Once años. Al pobre infeliz le faltaban unos meses para poder reclamar derechos de okupación. Pero se murió.

—¿Entre qué fechas exactamente estuvo viviendo allí su hermano? —preguntó Erika.

La mujer se arrellanó en la silla y, tras reflexionar, dijo:

—Debió de ser desde 1979 hasta… octubre de 1990, creo.

—¿Y cuándo murió?

—Falleció a finales de octubre de 1990. —Ella advirtió la mirada que se dirigían los agentes entre sí—. ¿Es importante?

—¿Tiene un certificado de defunción?

—No. A mano, no.

—¿Cómo estaba su hermano mentalmente?

La mujer se quedó callada. Por primera vez, se le distendió el rostro.

—Mi hermano era un alma extraviada. Una de esas personas que se escurren por las rendijas de la sociedad.

—¿Tuvo problemas de aprendizaje?

—Nunca recibimos un diagnóstico propiamente dicho. Él era mi hermano mayor, pero en aquellos tiempos te sentaban al fondo de la clase por revoltoso; no había psicólogos infantiles. Los únicos empleos que consiguió conservar fueron con el ayuntamiento… Yo intenté que viniera aquí conmigo, pero él era sonámbulo, y desaparecía a cualquier hora dejando la puerta abierta. Le hablo de cuando mi marido vivía y nuestra hija era pequeña. No podíamos tenerlo aquí. Se marchaba semanas enteras y volvía a aparecer ahí, en la puerta trasera. Yo lo alimentaba, le daba dinero… Estuvo dos veces en la cárcel por robar cosas insignificantes, tonterías. Veía algo reluciente en una tienda, se quedaba prendado y se lo metía en el bolsillo. Sin ninguna malicia.

—Lamento tener que preguntárselo, pero… ¿él fue sospechoso en algún momento de la desaparición de Jessica Collins? —quiso saber Erika.

Ante esta insinuación, su actitud cambió radicalmente.

—¿Cómo se atreve? Mi hermano podía ser muchas cosas, pero… ¿un asesino de niños? No. Nunca. No era capaz de una cosa así; y aunque lo hubiera sido, jamás habría podido tramar una cosa semejante.

—¿Tramar? —se extrañó Peterson.

Tanto él como Erika notaron que la mujer perdía la compostura y se sonrojaba.

—Bueno, fue un caso complejo, ¿no? La niña desapareció sin dejar rastro… Yo me sumé al grupo de voluntarios en los días posteriores; peinamos el parque palmo a palmo; también se registraron los jardines de las casas.

—¿La policía llegó a hablar con él?

—No lo sé. ¡No! ¿Eso no deberían saberlo ustedes?

—Como digo, lamento tener que hacerle estas preguntas…

—¡Hubo una investigación exhaustiva! Y usted viene a preguntarme a los veintiséis años si mi hermano mató a una niña …

—Señora Hooley, solo le estamos haciendo preguntas, nada más —dijo Peterson—. Y para serle sincero, no entendemos por qué estuvo tan evasiva cuando hablamos en el parque.

—¿Evasiva? ¿En qué sentido fui evasiva? Usted me preguntó quién vivía en la casa de la cantera y yo le dije que vivía Bob Jennings… ¿Por qué tenemos que actuar en sociedad como si estuviéramos en un confesionario? Yo no le mentí; me limité a responder a su pregunta.

—Pero usted sabía que nosotros habíamos encontrado los restos de Jessica, ¿no?

—Bueno, mi hermano lleva muerto muchos años. Deben disculparme… ¿Cómo lo llaman hoy en día? Una laguna mental…

—¿Su hermano conocía o andaba con Trevor Marksman? A este individuo lo detuvieron en 1990 cuando desapareció Jessica.

—No. Mi hermano no «andaba» con pedófilos convictos.

—¿Tiene aún la llave de la casa de la cantera?

Rosemary se impacientó.

—No. Bob era un okupa. Dudo que tuviera una llave.

—¿Qué hizo usted con sus efectos personales?

—Él prácticamente no tenía nada. Lo poco que dejó lo di a los mercadillos de beneficencia de la zona. Había un colgante de plata de San Cristóbal y lo enterraron con él.

—¿Usted creía que tenía tendencias suicidas?

Rosemary inspiró hondo, se relajó un poco y respondió:

—No. Eso no formaba parte de su carácter. Y en cuanto a lo de ahorcarse, él tenía una fobia loca a llevar cosas colgadas del cuello. De niño, se negaba a ponerse corbata y a abrocharse la camisa hasta arriba. Ese fue uno de los motivos de que no estudiara. Lo expulsaban de todos los colegios. El colgante de San Cristóbal que le he mencionado lo llevaba en la muñeca. Así pues, que él se hiciera por sí solo un nudo y se colgara… —Se le empañaron los ojos y sacó un pañuelo que tenía en la manga—. Bueno, me parece que ya han abusado bastante de mi tiempo y mi hospitalidad… Si quieren seguir preguntándome, prefiero que esté presente un abogado.


La temperatura había bajado cuando los dos agentes salieron y cerraron la cancela. A través de la ventana esquinera, vieron que Rosemary había vuelto al jardín trasero y que tenía una lata de gasolina en la mano. El montón de hojas secas estaba ardiendo y la iluminaba con un resplandor anaranjado.

—¿Cree que Bob Jennings podría haber sido nuestro asesino? —preguntó Peterson mientras echaban a andar hacia la estación.

—Es posible. No lo sé —contestó Erika—. Hemos de encontrar las cintas que Marksman grabó en el parque con su cámara. Bob Jennings podría salir en ellas. Es una posibilidad remota, pero serían una pista que podríamos usar en una apelación.

—Si se confirman las sospechas, tendremos que probar que fue un hombre ya muerto quien mató a Jessica.

—Quiero averiguar cuándo murió. Y ver también el certificado de defunción.

—¿Cree que todavía está vivo?

—Ya no sé lo que creo.