14
Estaba oscuro y llovía cuando Erika llegó en coche a la entrada de urgencias del hospital Lewisham. Había sido un día largo y tenso, y tenía la sensación de no haber parado ni un segundo.
A través de los limpiaparabrisas, vio que la agente de policía Nancy Greene la estaba esperando bajo la marquesina. Una ambulancia se alejó mientras los enfermeros llevaban en camilla a través de las puertas automáticas a una anciana, que sacaba un brazo de debajo de una manta roja y lo alzaba con gesto de dolor.
Erika se detuvo y bajó la ventanilla del copiloto diciendo:
—Tenemos que darnos prisa; viene otra ambulancia detrás.
Nancy llevaba sobre la nariz un grueso vendaje cuadrado, con algunas manchas de sangre. Abrió la puerta y subió; sujetaba una pequeña bolsa blanca de papel entre las manos.
—Rota por dos sitios. Me han dado seis puntos —dijo tocando con cuidado la gasa mientras se acomodaba en el asiento.
El vendaje le confería a la nariz el aspecto de un pico, lo cual, sumado a sus grandes ojos castaños, le recordó a Erika a un búho. Ayudó a Nancy a abrocharse el cinturón y, enseguida, puso la primera y arrancó.
—Gracias por venir. Con todo el jaleo, usted es la última persona que esperaba ver aquí —dijo la agente.
—Quería comprobar que estaba bien. Ha sido idea mía pedirle que me acompañara para darle la noticia a Marianne. Más bien ha resultado contraproducente…
Nancy cambió de posición en el asiento, inquieta, y ladeó la cabeza.
—¿Usted cree? —Soltó una risotada sombría—. He visto su declaración en la televisión de la sala de espera. ¿De dónde es usted? Tiene acento del norte, pero parece… no sé… ¿polaca?
—Soy eslovaca. —Procuró ocultar su enojo por la confusión—. Aprendí a hablar inglés en Mánchester…
—Yo no podría vivir en el norte. Nací y me crie en Londres… Soy capaz de soportar media hora de Coronation Street[1], pero siempre siento cierto alivio cuando salen los créditos. —Erika se mordió los labios y puso el limpiaparabrisas a más velocidad porque la lluvia arreciaba—. ¿Marianne está bien?
—El agente McGorry ha dado aviso y la doctora que ha venido le ha recetado algo para dormir. Los demás familiares tomarán un vuelo esta noche. Hemos tenido que informarles por teléfono, que no es lo que yo quería, pero la prensa ha conseguido enterarse antes. —Llegaron a la salida del hospital y se detuvieron detrás de un coche que esperaba para incorporarse a la circulación—. ¿A dónde la llevo, Nancy?
—Vivo al otro lado de Dulwich. Vaya por Forest Hill.
El coche de delante arrancó y vieron que la calle estaba atestada con el tráfico de la hora punta. Una furgoneta redujo la velocidad, dejando pasar a Erika, quien le dio las gracias con un gesto. La lluvia caía con más fuerza, acribillando los techos de la hilera de coches.
—He pensado que podría echarme una mano a cambio del viaje —dijo Erika.
—Ah, tenía un motivo oculto… —exclamó Nancy. Trató de girar la cabeza, pero hizo un gesto de dolor.
—Quiero acelerar todo lo posible la investigación. ¿Usted fue siempre la agente de Enlace Familiar desde la desaparición de Jessica?
—Sí. Y fue demasiado tiempo, para ser sincera. Está todo en los informes, pero se lo puedo contar… Joder, esto duele —dijo haciendo otra mueca. Abrió la bolsa de papel, sacó una pastilla de un blíster de plástico y se la tragó sin beber nada.
—Tengo que preguntarle si va a presentar una denuncia —quiso saber Erika mientras avanzaba unos palmos en la cola de coches.
—¿Contra Marianne? ¡No, por Dios! La pobre mujer ya ha sufrido bastante. —La agente se reclinó en el reposacabezas—. Aunque me gustaría presentar una queja contra esos malditos médicos. Me han recetado un montón de analgésicos…
—Es que le ha dado el puñetazo con la sarta de cuentas del rosario enrollada en el puño.
—Un puño americano católico. Marianne nunca fue violenta durante todos esos años de sufrimiento. Con el trabajo de Enlace Familiar a veces te sientes un poco inútil. Preferirías patearte la calle y participar en la investigación y, por el contrario, te pasas el rato preparando té y respondiendo al teléfono.
—Es un trabajo importante.
—Ya lo sé. Y en cierta manera, por extraño que parezca, me alegro de haber estado allí y recibido el puñetazo. En la hoja de servicios nunca figuran todas las tazas de té que has preparado, ni los consejos que has dado. Esto quedará documentado. Y pone un final.
—¿Cuánto tiempo pasó con la familia tras la desaparición de Jessica?
—Los primeros meses, desde agosto de 1990, prácticamente viví con ellos. Marianne y Martin aún estaban juntos.
—¿Cuándo se divorciaron?
—No están divorciados. Ya ha visto el rosario que le envolvía el puño a Marianne. El divorcio no existe en su mundo. Se separaron en el 97. Duraron más de lo que me esperaba. Cuando una pareja pierde un hijo, el dolor prácticamente los arranca al uno del otro. Pero ellos tenían al pequeño Toby, de cuatro años, y durante un tiempo el crío vino a ser como el pegamento que los mantuvo unidos. Laura es mucho mayor. Ella ya había terminado su primer año en la universidad. Postergó el regreso para cursar su segundo año, pero debería haberse ido antes. Ella y su madre se sacaban de quicio mutuamente. Y Marianne lo dejó todo, volcó sus energías en intentar encontrar a Jessica. Toby era muy pequeño, y Laura tuvo que ocuparse de él.
—¿Qué edad tiene Toby ahora?
—Veintiuno. Es gay. La señora Collins, como era previsible, nunca lo ha aceptado del todo.
—¿El chico vive aquí?
—No. En Edimburgo. Laura está casada; tiene dos niños pequeños y vive en el norte de Londres. Martin está en España. Le dejó la casa a Marianne. Es millonario; creo que se encarga de que la cuiden… Ella se limita a deambular todo el día por esa casa enorme como un alma en pena. Como la señorita Havisham de Grandes esperanzas. Con la diferencia de que ella siempre anda de aquí para allá con el aspirador. Ya lo ha visto, la casa está impecable.
—¿Qué hace Martin en España?
—Construye casas de vacaciones para expatriados ricos. Gana una fortuna. Vive en Málaga con su novia, una mujer joven, y con los dos hijos pequeños de ambos.
Erika comprobó con alivio que el tráfico empezaba a descongestionarse lentamente. Nancy era una mina de información.
—¿Sabe cómo se conocieron Martin y Marianne?
—En Irlanda. Él es irlandés; Marianne es británica, pero se crio en Galway. Conoció a Martin en un club católico cuando eran adolescentes. Ella se quedó embarazada con diecisiete años, y tuvieron que casarse… Me di cuenta de que me había ganado su confianza cuando me contó esa historia, que sucedió en la Irlanda de finales de los setenta. Tuvieron dificultades al principio, pero él fue ascendiendo en el mundo de la construcción y, en 1987, después de que naciera Jessica, se trasladaron a Londres. Lo hicieron en el momento adecuado. Se forraron durante el boom inmobiliario. Laura tenía catorce años cuando se mudaron, y creo que a ella le resultó duro. Tuvo que dejar a todos sus amigos y lo que había sido su hogar en Irlanda.
—¿Fue entonces cuando comenzaron los problemas?
Nancy asintió y enseguida hizo una mueca, recordando que llevaba el vendaje. La circulación se había vuelto más fluida, y consiguieron superar un semáforo entero sin detenerse.
—Creo que a Laura le costó adaptarse cuando vinieron. Mientras ella se criaba en Irlanda eran pobres de solemnidad; no fue hasta el final de su adolescencia cuando empezaron a ganar dinero de verdad. Eran lo bastante ricos como para malcriar a Jessica y a Toby; los apuntaron a muchas actividades extraescolares. Jessica hacía ballet… Una niña preciosa.
Los coches siguieron avanzando frente a las tiendas cerradas de Catford High Street. Solamente estaba abierto un supermercado indio y la casa de apuestas contigua. A través del ventanal empañado y profusamente iluminado vieron a un grupo de viejos deambulando en su interior y mirando una pantalla.
—¿Realmente cree que va a resolver el caso, después de tantos años?
Si Erika tenía alguna duda, no pensaba decírselo a nadie.
—Yo siempre resuelvo mis casos.
—Pues buena suerte… Pero vaya con cuidado. La otra agente se volvió loca. La que llevó el caso al principio: Amanda Baker.
—¿En qué sentido se volvió loca?
—Estuvo muchos años en el departamento de investigación que se ocupaba de las víctimas de violación. Eso la afectó. Y luego se produjo el caso Jessica. No había ningún testigo. La niña salió de casa aquella tarde para asistir a la fiesta de cumpleaños de su amiga, que vivía al final de la calle, y fue como si se hubiera desvanecido de la faz de la Tierra. No llegó a la fiesta; nadie vio nada. El único sospechoso era Trevor Marksman, un delincuente sexual de la zona. Encontraron fotos y un vídeo que le había hecho a Jessica unas semanas antes, cuando la niña estaba en el parque con Marianne y Laura.
—¿Lo detuvieron?
—Sí, pero tenía una coartada muy sólida. Acababan de soltarlo de la cárcel, y estaba viviendo en un centro de reinserción. Y aquel siete de agosto, estuvo allí todo el día. Muchos testigos, incluidos dos supervisores de la condicional, podían garantizar que no había salido. Pero él era el individuo con un motivo claro para secuestrarla, pues había tenido una condena anterior por raptar a una niña en un parque; también era rubia, y se parecía a Jessica. Al final, Amanda no tuvo más remedio que soltarlo. Lo sometieron a vigilancia y, a medida que pasaba el tiempo, ella se fue exasperando y lo acosó. Él, por su parte, disfrutaba sacándola de quicio, mofándose de su incapacidad para resolver el caso. Finalmente, la inspectora jefe Baker fue demasiado lejos y le dio el chivatazo a un grupo de autodefensa femenina. En plena noche, introdujeron por el buzón de ese individuo una botella llena de gasolina. Él sobrevivió pero sufrió espantosas quemaduras.
—¿Y la cosa se volvió contra ella?
—Sí. Trevor Marksman encontró a un abogado de altos vuelos y demandó a la policía metropolitana. Sacó una indemnización de trescientas mil libras. Se fue a vivir a Vietnam, el muy asqueroso. Amanda se acogió a la jubilación anticipada, una jubilación más que merecida, pero ha quedado como una policía corrupta. Lo último que oí es que está a punto de morir por una cirrosis… Ahora tome la siguiente a la izquierda.
Erika comprobó decepcionada que se terminaba el trayecto. Dejaron la calle principal, donde la circulación ya volvía a ser normal; pasaron por delante de un gran pub y de varios garitos de kebab. A partir de allí, la calle adquirió un aspecto más residencial.
—Es ahí, en esos pisos —dijo la agente.
En la hilera de casas adosadas, había un hueco ocupado por un anodino edificio cuadrado de hormigón. Erika paró el coche junto al bordillo.
—Gracias por traerme. Voy a tomarme otra de estas pastillas tan fuertes con un traguito de algo —dijo, y se desabrochó el cinturón. Aún seguía lloviendo con intensidad. Hizo una mueca al subirse la capucha, porque se le enganchó con el vendaje.
—¿Usted quién cree que fue? ¿Quién cree que mató a Jessica? —preguntó Erika— inclinándose para asomarse por la puerta abierta del copiloto.
—Quién sabe… tal vez lo que pasó es que alguien la secuestró al azar y se largó —replicó Nancy agachándose a su vez para verla—. Ahora que usted ha encontrado el cuerpo de la pequeña, quizá ya solo quede una persona realmente desaparecida de la faz de la Tierra: la persona que se la llevó.