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Marianne Collins abrió la puerta principal y caminó arrastrando los pies por el pasillo, cargada con la compra y con una pequeña funda negra para ropa. Depositó la compra sobre la alfombra roja, al pie de la escalera de madera, y se detuvo para recobrar el aliento. Hacía una tarde lúgubre y oscura. Había dejado todas las luces encendidas, pero el pasillo iluminado, lejos de recibirla acogedor, estaba en completo silencio, aparte del tictac del reloj de la sala; daba la impresión de que la casa entera se cernía sobre la mujer desprendiendo una gélida tristeza.
Colgó la funda para ropa en el perchero y abrió lentamente la cremallera. Sonó un crujido de plástico y salió del interior una oleada de olor a productos de limpieza. Con mucho cuidado, sacó un abriguito rojo colgado de una percha acolchada. En su época, el abrigo había sido de un intenso color carmesí, pero se había ido desluciendo con los años a base de lavarlo.
Marianne miró la fotografía enmarcada que había en la pared, entre el perchero y un espejo de cuerpo entero. Había sido tomada en abril de 1990. Jessica estaba sentada en un columpio del parque del barrio; el largo pelo rubio relucía al sol y llevaba ese abriguito rojo sobre un jersey Care Bears y unos vaqueros. La mujer colocó la prenda en el perchero, pasó los dedos por los botones, que todavía conservaban su brillo carmesí y enterró la cara en la tela. Ese abrigo había sido el regalo de Jessica por su séptimo cumpleaños: el último que pudieron celebrar.
Era una lucha mantener vivos los recuerdos de su hija al cabo de veintiséis años. Arriba, en el cajón del tocador, guardaba una de las camisetas de la niña en una bolsa cerrada al vacío, pero con los años había adquirido un olor rancio y se había impregnado del aroma de su propia crema de manos. El tiempo parecía decidido a borrar todos sus recuerdos.
Se apartó del abrigo cuando se le saltaron las lágrimas. Se las enjugó y procedió a quitarse los elegantes zapatos negros que se ponía siempre para ir al supermercado. Se miró de reojo en el espejo. El canoso cabello, que le caía por la espalda en una larga cola, lo llevaba peinado con raya en medio y ceñido sobre las orejas, de tal modo que le resaltaba las profundas arrugas de la cara y las flácidas mejillas. Se quitó la chaqueta y la colgó junto al abriguito rojo. En el espejo se reflejaba el gran cuadro de la Virgen María que había a su espalda. Se metió la mano en el bolsillo de la falda, palpó las cuentas del rosario y las enrolló en torno a sus nudosos dedos; acudieron a sus labios las palabras de una oración, pero recordó que había entre las compras un helado que debía meter en la nevera.
Persignándose, cogió las bolsas y las llevó a la cocina. Llenó el hervidor y puso una bolsita de té en su taza blanca preferida. En los últimos veintiséis años, la cocina no había sufrido grandes cambios, aparte de una capa de pintura y algún aplique nuevo. Ese frigorífico era el tercero, sin embargo. Pegada en la puerta con un imán, había una gran hoja blanca con un dibujo que Jessica había pintado con los dedos a los cuatro años en el jardín de infancia.
Marianne abrió la nevera y guardó el beicon, el queso y el helado. Cerró la puerta y se detuvo a mirar el dibujo: las huellas de las manitas de color amarillo, rojo y verde. En la zona de las palmas, allí donde la pintura no había llegado, se veían finas líneas blancas y rayas entrecruzadas. El original estaba en un cajón, envuelto en papel de seda; después de tantos años expuesto, el dibujo, para su horror y consternación, había empezado a deslucirse; por eso lo había hecho escanear. E incluso la copia la había tenido que imprimir varias veces. Recorrió la hoja con el dedo, notando que los bordes se estaban abarquillando.
La pena estaba completamente arraigada en su interior; ya formaba parte de ella. Todavía se le saltaban a veces las lágrimas, aunque había aprendido a convivir con ese dolor como si fuese un compañero fiel. Contemplar el abrigo y el dibujo pintado con las manos, atisbar las fotos de Jessica cuando pasaba junto a su habitación, de camino al baño, eran actos que formaban parte de su rutina, igual que esa pena persistente.
El hervidor se apagó con un clic. Llenó la taza, empapó bien la bolsita, la sacó con una cucharita y la dejó en el escurridero. Iba a añadir la leche cuando resonó el timbre por toda la casa. Miró el reloj y vio que acababan de dar las cuatro.
No esperaba a nadie, y la gente raramente se presentaba sin avisar.