18

Finalizada la reunión con la familia Collins, Erika y Peterson se quedaron sentados dentro del coche frente al número siete de Avondale Road.

—Ha sido terrible —dijo Peterson, y se restregó los ojos de cansancio—. ¿De qué ha servido que hayamos venido?

—Están demasiado abrumados por el dolor. Ni siquiera he podido decirles cuándo podrán ver los restos de Jessica. Este caso es… —La inspectora jefe se interrumpió antes de decir «irresoluble»—. De modo que Martin se acostaba con Amanda Baker…

—Lo cual es una complicación añadida —asintió Peterson.

—Debe de estar usted contento de que lo haya reclutado para este caso —dijo ella con amarga ironía.

—Yo la he echado de menos… O sea, trabajar con usted. Y con Moss, claro —replicó Peterson, corrigiéndose. Erika lo miró de reojo y siguió contemplando la calle a través del parabrisas.

—Jessica desapareció justo aquí. —Señaló la acera flanqueada por enormes robles, cuyas ramas desnudas se alzaban a gran altura hacia el grisáceo cielo—. Qué frío, ¿no?

—¿Quiere que pongamos la calefacción?

—No. Me refiero a la calle. Al barrio. Resulta frío, poco acogedor. Todas estas casas elegantes, ocultas a la vista…

El grupo de fotógrafos continuaba apostado fuera, en el margen de césped. Habían sacado fotos a los dos policías al entrar y salir de la casa. Un reportero bajo y canoso emprendió el camino por el sendero. Erika activó las luces azules y la sirena, y el tipo que los vio en el coche sin distintivos se apresuró a retroceder. Ella dejó encendidas las luces azules y llamó a la comisaría para que enviaran a un agente a montar guardia. Los fotógrafos enfocaron el coche con las cámaras, pero enseguida volvieron a concentrarse en la casa.

—¿No le ha parecido un poco teatral la actitud de Martin Collins? —inquirió Peterson.

—¿En qué sentido? —preguntó Erika.

—Había algo falso en el gesto de volcar la bandeja de té. Me habría parecido más previsible que hubiera tirado un objeto o… no sé, que nos hubiera pegado.

—¿Cree que tiene algo que ocultar?

Peterson negó con la cabeza y planteó:

—¿Hasta qué punto se indagó sobre él en la investigación anterior? ¿Sobre sus negocios, por ejemplo?

—Ganó un montón de dinero rápidamente en el boom inmobiliario de los ochenta. En 1987 la familia se trasladó desde Irlanda prácticamente sin blanca, y en 1990 ya vivían en este barrio… ¿Usted cree que lo de Jessica fue un secuestro?

—No lo sé. ¿Nunca se habló de un rescate?

—No. La niña simplemente desapareció, y todo se desintegró. Su familia, la investigación de la policía…

Erika contempló la calle y se desabrochó el cinturón de seguridad.

—Vamos a dar una vuelta —propuso.

Se bajaron del coche, atrayendo brevemente la atención de los fotógrafos, que volvieron a enfocarlos con sus cámaras. Ellos se alejaron hacia el número veintisiete. Las casas de la izquierda estaban más abajo que la calle, y los senderos de acceso descendían en una suave pendiente. Las casas de la derecha se alzaban sobre un montículo, y los senderos ascendían.

—Ya está, es aquí. Hemos tardado dos minutos —dijo Peterson. Se detuvieron ante el número veintisiete. Era una casa de color crema de dos pisos, con columnas de imitación en la entrada. Acababan de asfaltar de nuevo el sendero, y las gotas de agua se mantenían como bolitas de mercurio sobre la superficie impoluta.

—Ahora hay otros dueños. Ha cambiado dos veces de propietarios desde 1990 —informó Erika. Examinaron la calle en ambas direcciones—. El antiguo centro de reinserción de Trevor Marksman está ahí arriba.

Siguieron caminando unos minutos y llegaron al punto donde la calle doblaba a la izquierda. En la acera de enfrente, enclavada en el mismo recodo, se alzaba una gran mansión de tres pisos. Tenía los muros pintados de un color amarillo como la mantequilla, y los marcos de las ventanas y las columnas de la entrada, de color blanco. En medio del césped, impecablemente recortado, había un rótulo con un cisne blanco y unas grandes letras negras que anunciaban que aquello era en la actualidad la residencia para ancianos Swann Retirement Home. Los cristales de las ventanas reflejaban el cielo liso y grisáceo, como si el edificio mirase con ojos vacuos. Un gran cuervo se posó sobre el rótulo; tenía un pelaje tan brillante como las letras, y soltó un lúgubre graznido.

Al girarse, vieron la perspectiva completa de la calle que descendía hasta la zona donde habían dejado el coche aparcado y donde seguían apostados los fotógrafos. Los altos setos de las casas formaban un largo muro verde a cada lado.

—Me imagino a Jessica aquí fuera, tan cerca de su casa, pero totalmente sola. ¿Gritaría? ¿Alguien la oyó desde detrás de esos espesos setos cuando se la llevaron? —dijo Erika.

—¿Y por qué arrojarla al fondo de un embalse que está a poco más de un kilómetro de su casa? ¿Y si fue alguien que vivía en esta calle? Estas casas son enormes. Deben de tener sótanos.

—He leído en los expedientes que se registraron todas las casas de Avondale Road y de las calles circundantes; casi todo el mundo permitió que la policía echara un vistazo.

—En pocas palabras: se desvaneció —concluyó Peterson. El cuervo soltó otro graznido, como asintiendo—. ¿Y ahora qué, jefa?

—Creo que deberíamos hacerle una visita a Amanda Baker.

Se pusieron otra vez en marcha, desandando el camino. Al llegar frente a la casa, vieron que el agente que habían pedido acababa de llegar. Este detuvo el coche junto a ellos y bajó la ventanilla. Erika y Peterson se acercaron para hablar con él.

No repararon en un hombre alto y moreno, vestido con una chaqueta larga impermeable, que se hallaba entre el grupo de periodistas con una cámara colgada del cuello. A diferencia de los demás, no parecía muy interesado en la casa de los Collins. Observaba atentamente a los policías, como tratando de adivinar su siguiente paso.