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Balestri hubiera querido eliminar de aquel edificio todo rasgo personal, pero mientras lo exploraba —y la exploración era al mismo tiempo una construcción, ya que siempre llegaba a zonas borrosas que exigían una decisión— se encontraba con restos de su propia memoria. Todas las otras lámparas se habían apagado, y sólo la sexta continuaba encendida. A veces aparecían muebles que le habían pertenecido o que había visto; otras eran canciones, o voces que venían del cuarto vecino. Palabras escritas en las paredes o en el interior de los libros; una taza de té que se enfriaba; un gato que volvía, arañado y cansado de la vida en los techos. En la cúpula inacabada siempre lo sorprendía la voz de su madre; a lo lejos veía pasar, apurado, a Pollak, joven para siempre, que le mostraba la palma de la mano llena de letras microscópicas. Balestri paseaba por el edificio con la vaga sensación de haber olvidado algo. Había salones, escaleras, ascensores, calderas, sótanos, ventanales, tubos neumáticos, pararrayos; pero algo se escondía detrás de esa abundancia, algo que faltaba: la puerta de salida.