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La señora Grideon no permitió que se fuera. Le aumentó el sueldo, para que siguiera ocupándose de la ciudad, y aumentó también la cantidad de visitas semanales. Así pasaron los meses. Al principio le molestaron los comentarios de la servidumbre a sus espaldas, pero después dejaron de preocuparle. La señora Grideon empezó a consultarlo sobre algunos aspectos de la casa y Caylus se atrevió a proponer algunas reformas. Él mismo se ocupó de guiar a los albañiles. También trabajó en la edición de los escritos de Grideon, que databan de varios años antes de que la locura lo hubiera hecho prisionero. Caylus se ocupó de anotar la edición, y las publicaciones especializadas elogiaron su trabajo «a pesar de que lamentamos que no se haya encargado la tarea a un arquitecto diplomado».
Tres años después de la muerte de Apollon Grideon, Caylus y Ginevra se casaron. Caylus se vio dueño de la casa y de varias propiedades que no conocía y no le interesaban. Era dueño de todo menos de lo único que le había importado: la ciudad.
Fue Ginevra quien había propuesto la boda, y lo había pedido así:
—Estoy cansada de los comentarios y las sospechas. Quiero que te cases conmigo. Serás dueño de esta casa, y no tendrás que trabajar nunca más. Hasta podrías estudiar para arquitecto, si realmente te importa. Pongo una sola condición: que destruyas la ciudad.
Caylus, pálido, le rogó que no lo hiciera, que le pusiera cualquier condición menos ésa. No le importaban las propiedades ni el dinero. Si ella odiaba la construcción, porque le recordaba la locura de su marido, él podía transportarla a otro lugar. Había trabajado años en eso y no soportaba verla aniquilada. Durante mucho tiempo había sido el guardián de la ciudad, atento a los pasos de Grideon en la noche.
Pero Ginevra fue inflexible. No le bastaba con saber que la ciudad había sido destruida: quería ver con sus propios ojos cómo cada edificio era arrancado y aplastado y pisoteado. Y las cosas se harían a su modo. Una vez que nada hubiera quedado en pie, y que hasta la última y ridícula torre del futuro hubiese sido rota, los restos debían ser llevados al jardín, rociados con combustible y quemados. Las cenizas serían esparcidas por el jardín.
Ésa fue la condición de Ginevra para la boda. Y así se hizo.