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Dos días después, cuando el Aquitania abandonó la zona de peligro, se organizó la fiesta prometida. El capitán abrió el baile, como era la costumbre. Los músicos —un trío de cuerdas de Bohemia— eran poco precisos en sus ejecuciones, pero a cambio lucían empeñosos e incansables. Tenían un repertorio variado: valses, polkas, alguna danza húngara y tres tangos.
A las doce de la noche, el capitán interrumpió la música para hablarles a los pasajeros. Su voz, cansada y dubitativa, aumentaba su imagen de autoridad, porque parecía que sus decisiones emergían de una profundidad a la que nadie tenía acceso.
—Hoy se festeja el vigésimo quinto aniversario de la botadura del Aquitania —dijo el capitán. Balestri sintió algo de orgullo al pensar que era el único pasajero que sabía la verdadera razón de la fiesta: la despedida de los barcos alemanes—. Para celebrarlo, el famoso Caballero Herrmann ha aceptado adelantar algunos de los actos de ilusionismo que presentará en el teatro Odeón de Nueva York.
En medio de un aplauso, el mago Herrmann subió al reducido escenario del salón, ya invadido por una serie de misteriosos artefactos. Madame Herrmann —una mujer diminuta, vestida de rojo— recordó a los espectadores que su marido era el director de la Compañía Rusa de Grandes Ilusiones —que incluía bailarinas y acróbatas— y que era el último vástago de la más célebre dinastía de magos de Europa.
El Caballero Herrmann —así se presentaba, sin decir jamás su nombre de pila— habló en alemán: explicó que su espectáculo necesitaba grandes escenarios y se adaptaba con gran dificultad al barco, pero que no había podido desoír los ruegos del capitán. Muchos de sus números exigían tal precisión que el bamboleo de la nave podría hacerlos fracasar, con grave riesgo de las personas implicadas en maniobras con espadas o guillotinas. Por eso había preferido limitar su espectáculo a tres números: La cámara verde, La niña artista y La virgen de hierro.
A continuación, el mago le indicó a su esposa que se tendiera en una especie de camilla y luego colocó delante de ella, ocultándola del público, un biombo verde. En la superficie de seda había dragones chinos bordados en rojo. Luego de hacer unos pases mágicos —no usaba varita, sino sólo sus manos enfundadas en guantes blancos— plegó el biombo. La mujer había desaparecido. El público se sorprendió mucho; se podía sospechar que los teatros tuvieran escaleras secretas, pero no el improvisado escenario en el que actuaba Herrmann.
Después de abrir y cerrar los dedos de sus manos —como si quisiera liberar un exceso de energía— el mago mostró uno de sus autómatas: la niña artista. Era una muñeca de medio metro de alto, encerrada en una caja que tenía la forma de una casa. La muñeca era de porcelana y llevaba un uniforme de colegiala. Herrmann dijo que la niña era una gran artista, pero que nunca se le ocurrían motivos para sus obras. Por eso se veía obligado a pedir al público un tema para que la niña pudiera dibujar. Se oyeron varias propuestas: triunfó la Estatua de la Libertad. Herrmann cerró la casa de la muñeca, y fingió espiar al interior, mientras alababa las condiciones artísticas de la niña. Desde el interior de la caja se oía un rumor: podía ser el ruido del mecanismo o el roce del lápiz contra el papel. Al fin el mago abrió la caja y allí estaba el dibujo prometido. La muñeca, incansable, seguía moviendo el brazo derecho mientras inclinaba la cabeza hacia el público.
Balestri sintió un vago desconsuelo por ese número, como si la niña artista fuera una niña de verdad, condenada a obedecer las instrucciones del mago y a vivir y trabajar en el encierro.
A pesar del interés que despertaban en el público estos trucos, los espectadores habían estado pendientes, desde el inicio del espectáculo, de lo que parecía un sarcófago metálico de silueta femenina.
El mago Herrmann explicó que durante un viaje por Rumania había oído que la habilidad de los herreros de aquel país se medía por su capacidad para construir ciertos refinados instrumentos de ejecución. En el pasado era habitual que cada gran señor tuviera en su castillo uno de estos artefactos, llamado la virgen de hierro, pero también la señora de la noche y la mater tenebrarum. Al principio se lo utilizaba sólo para los señores rivales; después se invitó a entrar en él a las esposas adúlteras. Herrmann contó que el anticuario que le había vendido el instrumento le había advertido que los mecanismos estaban un poco duros: no hay peor corrosivo que la sangre humana.
El Caballero Herrmann mostró la tapa llena de gruesos clavos y pidió a los asistentes que imaginaran el momento en que aquellas púas penetraban las partes más blandas del cuerpo de la mujer. Señaló también los canales por donde corría la sangre de las víctimas y agregó que los nobles rumanos preferían ubicar el artefacto sobre un piso de mármol, para ver cómo la sangre oscura se extendía sobre la piedra blanca. Luego pidió una voluntaria.
Balestri estaba seguro de que ninguna dama se ofrecería para entrar en el artefacto, por mucha confianza que se le tuviera al Caballero Herrmann. Pero Greta, sentada a su lado, levantó la mano.
—Aquí hay una valiente —dijo el mago, mientras hacía ademanes a Greta para que avanzara.
La muchacha caminó como una sonámbula hacia el ataúd.
El mago estuvo un largo tiempo acomodando a la muchacha en la caja de hierro, como si quisiera asegurarse de que cada púa cayera en el sitio indicado. Greta seguía el procedimiento sin esa sonrisa falsa que inspira el miedo, sino con cierta solemnidad, y fue esa actitud lo que puso nervioso al público.
El Caballero Herrmann bajó con fuerza la palanca que controlaba el mecanismo, y la tapa se cerró con un ruido de goznes oxidados. El mago dejó que el público contemplara la caja durante unos segundos, y luego aferró con firmeza la palanca; una mano no bastó, usó las dos, fingió que estaba muy dura.
—Más fácil desarmar que armar, más fácil cerrar que abrir, más fácil perder que encontrar.
Cuando el mecanismo cedió, la virgen de hierro estaba vacía.
Y ahora, dijo el Caballero Herrmann, los invito a recorrer el barco y a buscar a la muchacha.