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Una tarde, a la hora en que los operarios dejaban el foso, Balestri recibió la visita de Jack el deshollinador. Tarvis vestía la misma ropa de la vez anterior, pero quizás a causa de que la luz del día no había desaparecido aún, su traje lucía más raído. Cuando Tarvis se acercó a él, cojeando ligeramente de la pierna izquierda, Balestri pensó que no era sólo el mensajero de los arquitectos, sino el representante de todos los problemas y los obstáculos que lo habían cercado desde siempre. Tarvis estaba en connivencia con todas las cosas malas de la vida: las charlas banales de los matrimonios fracasados, la espera en el sillón del dentista, los dolores de cabeza, las obligaciones impostergables, la lenta agonía de las tardes de domingo. Él podía pensar que se había librado de todas esas cosas, y que por fin tenía el rascacielos con el que había soñado desde los tiempos de sus paseos con Pollak. Pero aquí venía Jack el deshollinador, silbando su melodía, para poner las cosas en su lugar.
Aferrado a la baranda de madera, Tarvis se asomaba a la excavación.
—Me dijeron que aquí encontraron enterradas grandes bestias africanas y los huesos de una ballena —dijo.
—Encontramos mucho menos que eso.
Tarvis arrojó una piedra hacia abajo, como si tratara de calcular la profundidad del pozo.
—Esperaba que los rumores no fueran ciertos. Esperaba poder defenderlo ante los otros. Pero usted fue más lejos que nadie. Vaya a hacerle una advertencia más, me dijeron. Mactran es un hombre enfermo, pero con Balestri tal vez haya alguna esperanza.
—Mactran fue uno de los fundadores del club. Él sabe bien hasta dónde se han desviado. En un principio fue una sociedad honorable, pero ahora sus inteligencias se han corrompido con la ilusión de un poder mundial.
—Mactran no puede juzgar las cosas de un modo apropiado. Se apartó de nosotros porque es un padre atormentado. Cree que puede construirle a su hija un mundo. Yo no tengo hijos, pero de todos modos sé que los hijos deben ir a vivir en el mundo, esté en el estado en que esté.
Tarvis sacudió ligeramente la baranda, como para probar su firmeza.
—Su casamiento con la chica enferma fue para nosotros una lección. Pensábamos que teníamos que enfrentarnos con alguien más débil y menos obcecado. Hasta ahora nos manejábamos como colegiales, o más bien como los miembros de una cofradía universitaria. Creíamos que darle la espalda a alguien era el mayor castigo que se podía imponer. Pero usted nos ha hecho madurar. Dimos un paso adelante, salimos del salón en el sótano, salimos del whisky y de los cigarros y entramos en el mundo real.
Una ráfaga de viento estuvo a punto de hacer volar la galera de Tarvis. Se la ajustó en su cabeza.
—¿Sabe quiénes son sus verdaderos lectores, los únicos que se preocupan por encontrar hasta el último sentido de sus palabras? ¿Sabe quiénes son los únicos a los que Zigurat le importa? Están encerrados en sus estudios, frente a mesas gigantescas, dibujando sus planos sin preocuparse por la fuerza humana que haya que poner en movimiento, porque saben que la suma del poder público estará a su servicio. También esclavos. Todavía son invisibles. Todavía trabajan de noche. Modificarán los edificios, las ciudades, los países. En los bolsillos guardan sus artículos, en páginas arrugadas arrancadas de las revistas. Este pozo, y su edificio, que es también un pozo, serán para ellos un faro. Se dirán: uno de los nuestros está allí. Uno de los nuestros nos está haciendo señales en la oscuridad. Y susurran su nombre, como una contraseña.
—Todo eso es un malentendido.
—¿No le hicieron leer a los trágicos griegos en el liceo? ¿No leyó Shakespeare? Todas las tragedias consisten en un malentendido. Cuando las cosas finalmente se aclaran, todos están muertos.