16

Un día, al salir apurado rumbo al restaurante, olvidó la carta de Tancredi sobre la mesa. A la noche, al volver a casa después del trabajo, descubrió que la lluvia había entrado por la ventana y había mojado el sobre. Del nombre del destinatario, Vittorio Piegari, no quedaba más que una pálida mancha azul. Sacó la carta del sobre con temor de que todo se hubiera arruinado. Las manos le temblaban cuando estudió aquellas palabras que sabía de memoria: aquí y allá algunas letras estaban desteñidas, pero la carta todavía era legible y la complicada firma no había perdido ninguno de sus arabescos.

Consideró que la lluvia le había dado una señal: era momento de visitar a Piegari. La noche anterior a la visita casi no pudo dormir. Había puesto bajo el colchón su único traje, para eliminar las arrugas; pero dio tantas vueltas en la cama, que a la mañana comprobó que nuevas arrugas se habían sumado a las viejas.

La oficina de Piegari estaba en un piso veinte. Balestri, pese a soñar con rascacielos, nunca había subido tan alto en su vida. El ascensor —una jaula de hierro negro— viajaba a tanta velocidad que Balestri sintió un hueco en la boca del estómago. Le encantó la autoridad con que el joven ascensorista, de impecable uniforme rojo y botones dorados, controlaba la máquina, a través de una palanca con aire de instrumento naval.

Caminó por un pasillo en busca de la oficina 2051. A su alrededor todos marchaban más rápido que él, entregados a la prisa que imponían las compañías navieras, las oficinas de exportaciones y los grandes estudios de abogados que ocupaban aquel edificio. Los rascacielos no eran para vivir: su misión consistía en concentrar la vida económica de la ciudad. Se respiraba poder, actividad y urgencia. Todos los demás marchaban seguros y sabían lo que querían. Sólo él caminaba despacio, con temor, con dudas, como si temiera resbalar en aquellos largos pasillos encerados.

Detrás del vidrio esmerilado de la puerta 2051 lo recibió una secretaria joven, de lentes de carey.

—Venga la semana que viene. El señor Piegari está ocupado —dijo la mujer, sin siquiera oír lo que Balestri tenía para decir.

Balestri había imaginado tanto ese encuentro, que el rápido rechazo lo dejó con la mente en blanco. El largo viaje y los dos meses que había pasado en la ciudad tenían como meta la cita con Piegari, que ahora se disolvía en el aire.

Ejercitado en los mecanismos de la burocracia italiana, sabía que toda postergación significaba nunca. Sin embargo regresó a la semana siguiente y a la otra y a la otra, con el traje cada vez más arrugado. No mostraba ni obstinación ni confianza: la razón de su insistencia era que no se le ocurría otro sitio adónde ir. A veces lo echaban de inmediato; otras, le hacían aguardar una hora o dos antes de despedirlo. La respuesta final era la misma, como si nunca antes hubiera sido pronunciada:

—Venga la semana que viene.

En las paredes de la oficina —que acabó por ser un sitio familiar para Balestri— había dibujos y fotografías de los edificios en los que Piegari había trabajado. Hoteles, un centro comercial, casas de departamentos. Piegari no tenía un estilo definido: en un tiempo de cambios bruscos, se adaptaba a las oscilaciones de la moda con facilidad. Si había que buscar una constante, era la repetición de diseños egipcios para rematar la fachada, un estilo que había estado de moda a fines de los años ochenta. En muchas fotografías, Piegari posaba con empresarios y políticos en la inauguración de obras, en bailes de beneficencia, en un palco del hipódromo.

Tantas veces visitó la oficina que un día acabó por cruzarse con el mismo Piegari, que regresaba de un almuerzo. La comida y el vino no habían logrado poner nada de color en la cara del veneciano. Altas líneas verticales formaban su cuerpo de hombros estrechos. Su nariz era un ángulo agudo, su boca una breve recta, dos círculos negros rodeaban sus ojos: estaba enfermo de geometría.

—Venga la semana que viene —dijo la secretaria automáticamente, pero Piegari la interrumpió:

—Ya está bien. Que entre a mi oficina.

Dispuesto a aprovechar cada minuto, Balestri abrió la carpeta donde traía varios planos que resumían su trabajo de los últimos tres años. Y de allí sacó la carta del profesor Tancredi.

—Señor Piegari, yo soy…

—Ya sé quién es usted —Balestri estaba a punto de disculparse por las huellas que la lluvia había dejado en la carta, pero Piegari le arrebató el papel, al que dio apenas una mirada—. ¿Tancredi sigue dando clase? Lo creía muerto. —Le devolvió la carta—. No sé si una carta de Tancredi constituye lo que yo llamaría una recomendación.

Balestri balbuceó un elogio de Tancredi, hasta que el otro lo detuvo con la mano.

—Olvídese de los homenajes a nuestros ilustres arquitectos. Olvide el italiano. Hable en inglés. Piense en inglés. Entonces podrá diseñar en inglés. No necesito un romano que piense como en Roma. No quiero nada de lo que trae con usted. Aquí empezamos de nuevo. Ahora le parezco cruel, pero algún día me entenderá.

Destruido el hechizo, ahora la carta era sólo un papel arrugado. Balestri deseó que la lluvia la hubiera borrado por completo, hasta deshacer toda esperanza. Trató de guardarla en la carpeta, pero tanto le temblaban las manos que los bocetos se cayeron al piso. Desde lo alto Piegari miró las cúpulas, las torres, los hoteles góticos con los que soñaba Balestri.

—Sus bocetos son demasiado expresivos. Si logra contener esa expresión, podrá llegar a ser un buen bocetista. Vuelva a las líneas puras, a la geometría. Cuando lo haya conseguido, venga a verme de nuevo. Pero no la semana que viene ni el mes que viene. Vuelva cuando sea capaz de comprender.

La sexta lámpara
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