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Durante un viaje de estudio a Florencia, Pollak conoció a una joven francesa, Gabrielle Dancy. Apareció con ella en Roma y la presentó a sus amigos. Ellos supieron de inmediato que era extraordinaria, pero no hubieran podido decir por qué.
Gabrielle tenía el cabello muy corto; en París era una moda y en Roma una extravagancia. Usaba una ropa ligeramente masculina, preparada para el ejercicio de algún oficio o profesión difícil de precisar. Dejaba a su paso una impresión de urgencia; quien hablaba con ella, sentía que la apartaba de obligaciones importantes. Cuando Corsini se acercó para pedirle el préstamo de rigor —una ceremonia de iniciación— quedó bruscamente mudo. Se sintió avergonzado de hablarle de dinero y huyó.
—No quiero apurar las cosas —se justificó más tarde ante sus amigos—. Prefiero tener paciencia y venderle La cabeza del Bautista, mi cuadro más caro.
La historia de las ambiciones humanas acepta variantes imprevistas, pero el relato de las pasiones se resigna a la repetición. Balestri se enamoró de Gabrielle, y la muchacha acabó por distanciar a los dos amigos.
Gabrielle era fotógrafa, al menos durante ese mes (antes había sido aviadora y buzo y alumna de Isadora Duncan). Llevaba a todas partes su cámara y atormentaba a sus amigos con la exigencia de que fueran auténticos mientras ella los fotografiaba. Pero esta exigencia aniquilaba tanto a Oskar como a Silvio. ¿Cómo podían ser realmente auténticos? ¿Cuáles eran las miradas y los gestos que les correspondían? Los dos habían intentado aproximarse a la imagen que tenían de sí mismos a través de cambios en el vestuario y variaciones de barbería. Pollak había probado una cerrada barba negra, que le daba más edad y distancia; Balestri se había dejado el bigote y había pasado de su ropa de taller a un traje negro y una corbata de lazo con un alfiler de oro. Continuamente se sacudía la ropa, para quitarse el polvo de mármol, que estaba sólo en su imaginación.
Balestri vio por primera vez a Gabrielle durante una visita al cementerio protestante. Gabrielle había insistido en fotografiar la tumba de Shelley, como antes había hecho con la de otros escritores en los cementerios de Francia, y se quedó largo rato frente al sepulcro, intentando traducir la inscripción:
PERCY BYSSHE SHELLEY, ANGLUS, ORAM ETRUSCAM LEGENS IN NAVIGIOLO, INTER LIGURNUM PORTUM ET VIAM REGIAM, PROCELLA PERIIT. — VIII— NON-JUL. MDCCCXXII. AETAT —SUAE XXX.
Abajo había otra inscripción, unos versos de La tempestad:
Nada de él se perderá
sino que el mar lo ha de cambiar en algo
raro y profundo.
Corsini se había erigido en guía de la excursión. No dejaba a Gabrielle contemplar la tumba en paz y la abrumaba con historias truculentas:
—Cuando el cuerpo de Shelley fue encontrado en la costa, ocho días después del naufragio, lo cubrieron con cal y lo enterraron bajo la arena. Después su amigo, el capitán Trelawny, compró un pequeño horno, desenterró el cuerpo y lo cremó. Byron trató de llevarse como recuerdo la calavera, pero Trelawny se lo impidió, porque sabía que acostumbraba a beber en cráneos humanos. El capitán metió la mano en el horno todavía caliente y sacó de allí el corazón de Shelley, que estaba intacto.
Gabrielle parecía tan vital y fuerte que nadie notó que se había puesto pálida y que se alejaba del sepulcro con paso vacilante. Silvio y Oskar la socorrieron, y con la excusa de salir de allí y buscar un poco de agua, huyeron de Corsini y del resto del grupo.
Habían quedado los tres solos. Silvio, que había nacido en la ciudad, le prestaba tan poca atención que no sabía dónde estaba; Oskar, el extranjero, parecía conocer cada rincón del laberinto. Puertas afuera del cementerio, Gabrielle había recuperado su color. La excursión siguió, ahora comandada por Oskar. Conocía la historia de cada iglesia, y de cada estatua de cada iglesia. Elegía sus frases con el único fin de provocar a Silvio. Pero Balestri no abrió la boca, y le dio la razón en todo. No callaba con rencor, ni por desacuerdo: callaba porque le había parecido verse a sí mismo en la charla desbocada con la que Oskar buscaba seducir a la muchacha. Sintió lo que tantos eruditos habían sentido antes: el momento en que la vida y el conocimiento se muestran como irreconciliables enemigos. Sintió la prolija inutilidad de los pesados volúmenes y de las horas perdidas en las bibliotecas o junto a las ruinas que copiaba a la carbonilla. Sintió que se había acostumbrado a hablar de cosas muertas con palabras muertas. Pero una ventana se había abierto de pronto para dejar caer la luz sobre el gabinete atiborrado de libros y mostrar el polvo que los cubría.