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Fue durante las semanas que siguieron a la desaparición de Greta cuando Balestri concibió el proyecto de su vida. Lo llamó Zigurat, porque en un principio el plano general correspondía a las torres escalonadas babilónicas, una de las cuales había sido, según la tradición, la torre de Babel.
La verdadera naturaleza de su proyecto era ofrecer la interpretación arquitectónica que faltaba al mito. Pero Balestri no quería descuidar los otros aspectos del relato.
La interpretación primera —el castigo al hombre por su ambición— quedaría representada por el hecho de que la torre, aún terminada, daría la impresión de algo trunco. A lo largo de los años, Balestri trazó cientos de bocetos que ofrecen una clara evolución de sus ideas. En los primeros dibujos —a principios de los años 20— ese aspecto interrumpido sugiere un fracaso, y hasta aturde con la posibilidad de un desmoronamiento. Pero luego esa interrupción parece apenas un estancamiento provisorio: la tarea se detiene no a causa de una claudicación o una catástrofe, sino de un instante de comprensión. Y esta interrupción —ejecutada con mayor sutileza que cualquier cúpula y cualquier remate— daba la impresión de algo que podía continuarse sin límites hacia arriba.
La segunda interpretación era la lingüística, y para ello bastaba con que la torre fuera erigida en la ciudad donde se mezclaban todos los idiomas. Si la leyenda contaba la transformación de una lengua única en muchas, su torre partiría de la confusión para reunir las lenguas en el idioma puro de la arquitectura.
Balestri consideraba que construir la torre era realizar la tercera interpretación, la versión olvidada del mito: la entrega a hacer algo que se sabe imposible para dejar sobre la tierra la huella de ese deseo irrealizable.
Durante noches enteras bosquejó los planos como si existiera alguna posibilidad de construcción. Vacilaba si incorporar grandes masas de cristal o darle a la torre la apariencia de un monumento de piedra negro. Cada centímetro de la construcción quedaría marcado por un significado que no sería unívoco ni dado, sino amenaza e inminencia. Un sentido a punto de ocurrir.
Quería alejar los valores geométricos de toda forma de abstracción. Quería acabar con la vanguardia. Quería ser más antiguo que los antiguos.
Su rascacielos orientó desde entonces la totalidad de sus escritos. Era el monumento que congregaba —en una espiral amplia que se iba estrechando alrededor de la idea única— todos los pensamientos dispersos y los dotaba de una convicción superior. No sólo los quaderni aparecieron desde entonces dominados por la idea de esa torre capaz de arrojar su sombra sobre los otros rascacielos, sino también sus artículos y su correspondencia.
Cuando salía de trabajar, Balestri se detenía en algún bar antes de volver a su departamento. Elegía bares siempre distintos, para no establecer ninguna clase de familiaridad con el entorno. Una vez que llegaba a su casa alimentaba al gato y escuchaba la radio o trabajaba en su proyecto hasta quedarse dormido. También ocupaba los fines de semana en sus planos y sus escritos. Mientras trabajaba, el gato venía a refregarse contra sus piernas, y reclamaba, con apagados maullidos, algo que no era agua ni comida. Una noche se le ocurrió que lo que le pedía el gato era un nombre. No sabía cómo lo había llamado Julius Bernard y tampoco habían elegido un nombre nuevo con Greta. Era el gato, y nada más. Necesitaba un nombre, pero él tenía muy poca imaginación para eso.
En lugar de archivar bocetos y escritos, los dejaba caer al suelo. Pronto todo el departamento estuvo lleno de papeles que formaban altas pilas. No sé si llegaré a hacer la torre de ladrillos, de piedra o de cristal. Por ahora mi Zigurat es de papel.