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Estuvo inconsciente durante tres días. Cuando despertó, en una de las cuarenta camas de un pabellón de hospital, no pudo decir nada. Las palabras habían desaparecido de su cabeza, y con ellas se había borrado también la necesidad de hablar. La afasia se presentó acompañada de una sensibilidad visual exagerada, y que era de algún modo una sensibilidad aritmética. Le molestaba el número de cosas que lo rodeaba. La cantidad de pacientes que podían verse desde su cama, las motas de polvo detenidas en la luz, los reflejos confusos sobre el brillo cóncavo de la acerada cama de hospital eran fenómenos intolerables para su mente. Cada cosa estaba llena de facetas, y no había modo de agotar aquellos aspectos multiplicados. Las palabras no servían para dar cuenta de todo eso. Habían hecho bien en desaparecer.

Un médico de apellido griego explicó a Anna que los estados de confusión y afasia eran comunes después de un coma de más de un día. Era seguro que acabarían por desaparecer. En los días siguientes Balestri recuperó su lucidez y perdió su hipersensibilidad visual, pero continuó sin poder decir palabra.

La junta médica que se reunió a propósito del caso no llegó a un acuerdo sobre las causas de la afasia. Los neurólogos Sachs y Safrinsky se inclinaron por un derrame cerebral. Robertson, por un inexplicable fallo del corazón —que el médico llamaba «síndrome de Robertson» y que venía persiguiendo desde hacía años, sin que hubiera podido hallar más que dudosas evidencias científicas del asunto—. Robertson postulaba que ese fallo, que se producía de golpe, sin que hubiera antecedentes, dejaba el cerebro sin oxigenación durante algunos segundos, provocando daños irreversibles. Por último Ryams, un psiquiatra, estaba convencido de que se trataba de una afasia histérica.

Los agentes del gobierno —que seguían interesados en Caylus— enviaron a su propio médico para que estudiara la historia clínica y se entrevistara con el paciente. En su informe, el médico confirmó que la afasia era auténtica.

Como suele ocurrir a menudo con los familiares de los pacientes, Anna se dedicó a leer sobre el tema y a abrumar a los médicos con preguntas. Pronto sus conocimientos fueron tan detallados que era capaz de leer las publicaciones especializadas sin que una sola palabra le resultara ajena. Así se enteró de que vivía en la ciudad de Buenos Aires el doctor Braun, un neurólogo judío alemán que había logrado algunos de los mayores avances en el terreno de la afasia. El doctor Braun hablaba en sus artículos con mucho entusiasmo, como si se hubiera enamorado de la afasia, como si se tratara no de una enfermedad, sino de una lámpara destinada a iluminar lo más profundo del cerebro: la construcción del mundo interior. En los escritos de Braun habían abundado, al principio, las metáforas arquitectónicas, que luego habían dejado lugar a metáforas arqueológicas. Había pasado de ver el cerebro como constructor del mundo, a presentarlo como descubridor de un mundo que estaba allí desde antes, y que yacía enterrado, erosionado, petrificado e indescifrable.

Anna estaba cansada de huir de ciudad en ciudad; cansada de los hombres de traje oscuro que la seguían del departamento al hospital, que vigilaban atentos sus movimientos cuando iba a hacer las compras, y que intervenían sus llamados telefónicos. Entonces le propuso a Balestri que viajaran a Buenos Aires. Él aceptó: ahora que no hablaba ningún lenguaje, era extranjero en todas partes y lo mismo daba una ciudad que otra.

La sexta lámpara
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