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Esa misma noche Balestri recogió algunas de sus cosas y partió en un taxi rumbo a su estudio. Había previsto una noche de insomnio, pero durmió diez horas seguidas.
A la mañana fue a la compañía para ver si las palabras de Tarvis tenían algún efecto en la realidad. Y lo tenían: el portero principal, que siempre se había mostrado tan obsequioso con él, sobre todo luego de su ascenso, se le cruzó en el camino y le prohibió la entrada. Cuando insistió (quería al menos retirar sus pertenencias de la oficina) otro de los porteros se sumó al anterior para empujarlo hacia la calle. Repetían: sus cosas le llegarán por correo.
Expulsado de la Compañía, Balestri fue caminando hasta el museo de Caylus. A mitad de camino empezó a lloviznar y se subió el cuello del abrigo. Mientras caminaba pensaba en su proyecto. Estaba seguro de que el edificio que tenía en su cabeza se vería afectado por los sucesos recientes, y que una tenue neblina de irrealidad borraría los contornos de su construcción. Nada de eso: en cuanto imaginó la torre la vio más alta que nunca, más precisa, creciendo hacia lo alto pero también hacia el interior. Era tan sólida que podía caminar por ella, recorrer los largos pasillos desiertos, entrar en alguna de las habitaciones, asomarse al vacío central. Si buscaba con afán, inclusive encontraba parte del mobiliario: eran muebles de aspecto vagamente oriental, y llenos de pequeños cajones laqueados.
Cuando llegó al museo lo encontró cerrado. Antes de irse, Caylus había estado trabajando: entre los edificios había hollín y restos de papel quemado. Balestri notó que Caylus había alterado la disposición de las maquetas dejando en el centro un espacio para su Zigurat.