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Mientras Silvio Balestri viajaba hacia Nueva York en el Aquitania, miles morían en las trincheras y se transformaban ciudades y naciones. Nada de eso se sentía en el barco. Navegar era como estar fuera del tiempo. Durante su viaje, Balestri comenzó a interesarse en las semejanzas entre los transatlánticos y los edificios; y esas reflexiones inauguraron los quaderni, que siguió escribiendo toda su vida.
Entre sus materiales de lectura, Balestri había traído la última y detallada carta de Pollak, donde le hablaba de un frustrado proyecto del siglo XIV, una iglesia cuyos planos Pollak había encontrado en una zona sin clasificar de la biblioteca vaticana. El autor del proyecto era Thomas de Varens, que en 1341 había imaginado un templo gigantesco, que completó con el diseño de cada escultura y cada vitral, además de bocetar bancos, altares y tapicería. La idea que recorría la iconografía desplegada en el interior de la iglesia consistía en que el hombre no era digno de entrar en la casa de Dios.
En el latín técnico de Varens se adivinaba el plan general de la construcción: cuando hubieran sido liquidados los últimos detalles y la catedral brillara en todo su esplendor, entonces se cerrarían sus puertas y se dejaría el templo vacío y tapiado para siempre.
La catedral de Varens se convirtió en una obsesión para Balestri, que le dedicó a la obra más de cien apuntes de sus quaderni. Y en muchos de los edificios en los que trabajó —y sobre todo en las versiones finales del proyecto de su vida, Zigurat— insinuó esa aspiración al lugar cerrado donde significado y vacío coinciden.