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Al día siguiente, a las seis de la tarde, Balestri tocó a la puerta de Mactran. Lo atendió el mismo arquitecto, tan andrajoso como siempre, y lo llevó por corredores y salones hasta un cuarto en el fondo de la casa. Allí, una muchacha pálida escribía una carta; le tendió la mano con cortesía pero sin interés, y volvió a su trabajo. Sobre el escritorio se acumulaban cartas ya escritas: Balestri calculó que habría no menos de cincuenta.
Antes de que abandonaran la habitación rumbo a la sala, Mactran había empezado a hablar, sin preocuparse por lo que su hija pudiera oír, como si fuera sorda o idiota.
—Escribe cartas todo el día a gente que nunca ha visto, y lee, y a veces pinta a la acuarela. No le gustan los paisajes: prefiere naturalezas muertas. Nunca sale de la casa. Hace un par de años, la llevé conmigo a un largo viaje, en el que conocimos a cada uno de los grandes médicos europeos especializados en trastornos de estas características. El viaje estuvo lleno de precauciones y simulacros; para cuidar a mi hija hay que engañarla, convencerla de que vive en un cuento donde no existen los cielos, la lluvia, la tormenta. Pero ninguno de esos grandes nombres de la medicina psiquiátrica encontró una solución. Desde entonces está aquí, sin salir.
—Pero no parece enferma…
—No soporta los espacios abiertos. Si ahora mismo la arrancáramos de esa habitación y la empujáramos hacia la calle, sufriría un ataque de terror. El miedo aumenta con la noche y con la lluvia.
—¿Y si hace la experiencia? ¿Y si ella se da cuenta de que no le pasa nada malo?
—No se puede razonar con el miedo. Es como tratar de razonar con los caníbales, o con los anarquistas. Una noche, hace tres años, ya cansado de la impotencia de los médicos, la arrastré hasta una de las terrazas y la dejé afuera durante buena parte de la noche. Había llegado a pensar que así se curan estas cosas; una vez superado el pánico, se llega a la razón. Pero no: detrás del pánico hay más pánico. Cuando finalmente le abrí la puerta estaba sin conciencia. El médico que la atendió me dijo que un nuevo ataque así la mataría. Ella está condenada a estar aquí dentro, y esa idea es para mí intolerable. Me pregunto, cuando muera, quién se ocupará de cuidarla, de rodearla de techos y paredes.
Mactran sirvió en unas copitas un licor con un vago gusto a almendras, que preparaba la muchacha en sus tardes interminables.
—Cuando usted me habló ayer, y me describió su proyecto, entendí que era eso lo que necesitaba mi hija. Le conté cómo era su rascacielos y ella me escuchó como si se tratara de uno de los cuentos de hadas que le contaba para dormir. Sintió lo mismo que yo: que es ese el lugar que ha estado buscando; que sólo allí pueden convivir el mundo y el encierro. Quiero que usted mismo le cuente ese cuento. Quiero ver en sus ojos lo mismo que vi ayer, cuando le hablé de nuestro encuentro en el puente. Prométame que lo hará, arquitecto, y yo me ocuparé de que usted vuelva a la compañía.