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Balestri no le confió a nadie en la empresa la desaparición de su mujer. Fuera cual fuese la razón de la ausencia, acabarían por acusarlo a él: que la maltrataba, que tal vez la descuidaba en exceso y por eso se había echado en brazos de otro hombre. Temía que alguna de esas sospechas pudieran perjudicar su situación en la compañía.

Durante el fin de semana se ocupó de realizar una pequeña investigación. Visitó a varios vecinos del edificio para ver si habían visto a Greta. Llevaba una foto consigo. El ascensor no funcionaba y tuvo que ir por las escaleras. Algunos vecinos se mostraron hoscos y otros indiferentes; las mujeres en cambio parecieron más comprensivas y un par de veces lo invitaron a entrar y a tomar el té. A cambio tuvo que escuchar historias ajenas. Volvió a su casa agotado, apenas con fuerzas para poner de nuevo la fotografía en el portarretratos.

Esa misma semana escribió una carta a una dirección que habían dejado los padres de Greta en Montevideo. Unas pocas líneas contradictorias: la mitad del escrito trataba de alarmarlos y la otra de tranquilizarlos.

La carta le llegó de regreso casi un mes después, con un sello en letras violetas: destinatario desconocido. La abrió como si fuera una carta de otra persona, y al leerla sintió que el tiempo transcurrido había dado a cada una de sus simples frases un aire sombrío y enigmático. El sobre arrugado y con huellas de haber pasado por varias manos era como una confirmación de la desaparición de su mujer. Algo la había borrado, y con ella a sus padres y a todo su mundo personal.

En un cajón de su escritorio, comenzó a guardar los testimonios de la desaparición de Greta: formularios policiales, el libro de Pierre Loti abandonado sobre la mesa, la carta que había vuelto de regreso, la hoja en blanco que Greta no se había animado a escribir. Cada tanto abría el cajón y estudiaba su colección, en busca de algún detalle que hubiera pasado por alto.

Su investigación, que al principio estaba regida por principios racionales, pronto tomó otros rumbos. Dedicó su tiempo libre a recorrer las grandes tiendas con la esperanza de cruzarse con Greta. Recorría piso tras piso los almacenes infinitos, entre mercadería llegada de todos los rincones del mundo. Había cometas chinas, máscaras africanas y momias del Perú y otros miles de rarezas, pero no estaba su esposa.

Una tarde encontró a una mujer asombrosamente parecida a Greta. Llevaba, como ella la última vez que la había visto, un vestido verde. A pesar de que sabía que no era su esposa, la siguió, como si su parecido pudiera darle una pista sobre su paradero. Fue de una tienda a otra. Un par de veces la mujer se dio cuenta de que la miraba, pero no le importó. La mujer se detuvo largamente ante los vestidos recién llegados de París y luego frente a las lámparas de cristal del tercer piso y después en la juguetería. Compró una muñeca de porcelana, con vestido rojo, y al recibir la caja, envuelta en papel de seda, descubrió de nuevo a Balestri. Entonces levantó el brazo para señalarlo, el índice extendido. Nadie más vio el gesto, pero Balestri creyó que todos habían comprendido la situación y que una multitud —vendedores, clientes, policías— vendría hacia él. Retrocedió hacia los ascensores y abandonó el edificio.

Y en ese momento, como si esa mujer hubiera sido enviada por Greta para echarlo de aquellas regiones, dio por terminada la investigación.

La sexta lámpara
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