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Dos meses antes de la primera caída de la Bolsa, la empresa ya había empezado con los despidos. En un primer momento echaron en un mismo día a cincuenta personas. Los jefes de personal de las empresas siempre recomendaban este método drástico, porque sabían que generaba un sentimiento de gratitud entre quienes conservaban el trabajo, y esto evitaba que establecieran alianzas con los que habían quedado afuera.
Sin embargo, a medida que la crisis económica se profundizó, los despidos siguieron de un modo progresivo, no ya como una catástrofe sino como una erosión. Hubo despidos en todos los sectores; echaron secretarias, cadetes, miembros de la administración, ascensoristas, obreros, cocineros, empleados de la limpieza, gerentes técnicos, ingenieros, arquitectos. Los que quedaban empezaron a trabajar el doble, para dar pruebas de su eficacia; pero cuando notaron que el derrumbe financiero, lejos de ser un fenómeno pasajero, proyectaba su sombra sobre los años que vendrían, comprendieron que esa misma productividad resultaba perjudicial para su suerte en la empresa. La clave para sobrevivir consistía en pasar inadvertido. Así fue cómo dejaron de saludarse en pasillos y ascensores y rara vez sacaban la mirada del suelo. Cuanto más anónimos fueran ante el dios o el sistema que determinaba, caprichoso y feroz, los despidos, más durarían.
Afuera, en la calle, los expulsados hacían cola frente a los camiones amarillos del gobierno, que repartían una sopa agria de cebollas y un trozo casi negro de pan de cebada.